Lado B
Lo que no se evalúa se devalúa: México y PISA
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
05 de mayo, 2021
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“Lo que no se evalúa se devalúa, pero lo que se evalúa mal se deteriora”

Ángel Gabilondo

El tema de la evaluación ha sido siempre un punto delicado y polémico dentro de los procesos educativos. Desde la forma en que un profesor evalúa el desempeño de un estudiante dentro de su asignatura hasta la evaluación de los sistemas educativos en sus distintos componentes, pasando por la evaluación institucional de escuelas y universidades, siempre ha existido un debate nunca resuelto hasta hoy.

Los defensores a ultranza de la evaluación, la entienden muchas veces como simple medición de los productos que se obtienen al terminar un proceso de aprendizaje y adoptan como lema, generalmente, la famosa cita de Sir William Thomson Kelvin, físico británico que afirmaba que: “Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”. Normalmente piensan que la medición de los productos de aprendizaje previamente definidos reflejan de manera fiel la calidad educativa que se imparte en una aula, una institución o un país.

Esta perspectiva que en los años 60 del siglo pasado estuvo muy en boga, pero que tuvo desde sus origenes muchas críticas, se llamaba genéricamente “process-product”, porque concebía al proceso educativo como un proceso de producción en el que hay entradas o inputs —estudiantes— que pasan por un proceso de instrucción y obtienen productos concretos de mejora que pueden ser observados y medidos para mejorar continuamente el proceso.

Los detractores radicales de la evaluación parten de la idea, en principio correcta, de que hay muchos frutos de la formación escolar y universitaria —tal vez los más importantes como los de carácter emocional, ético, espiritual y de socialización— que no son observables y, por tanto, no pueden ser medidos.

Sin embargo, es habitual que esta oposición radical a cualquier tipo de evaluación o medición se sustente en visiones un tanto románticas de la educación, en las que el fundamento suele ser la libertad absoluta sin ningún tipo de sistematización de los métodos, técnicas, materiales y prodecimientos que garanticen ciertos mínimos de aprendizaje que sí pueden ser evidenciados, medidos y comparados.

Curiosamente, estos aprendizajes mínimos y básicos, si se trabajan de manera adecuada, sistemática y evaluable a través de evidencias o pruebas, suelen ser los cimientos sobre los cuales se puede ir edificando el desarrollo integral de los educandos.

El desarrollo de la lectura y la escritura, del manejo correcto del lenguaje oral y escrito; de los contenidos, procedimientos, métodos y operaciones básicas de la Aritmética, la Geometría, las Ciencias Naturales y Sociales, que van desarrollando un vocabulario amplio que permite pensar creativamente; un pensamiento lógico que es base de la crítica bien sustentada, una disciplina y una capacidad de captar patrones y recurrencias, una capacidad de observación que es el punto de partida para poder desarrollar el deseo de conocer y de decidir bien, teniendo como horizonte el propio desarrollo humano y la construcción del bien común.

De manera que los aprendizajes básicos, los conocimientos mínimos, las habilidades centrales, las actitudes seminales del desarrollo de la interioridad —que son observables—, no exenta de limitaciones medirse y aportar indicadores de mejora; son la base a partir de la cual se irán construyendo todos los aspectos no medibles ni observables que conforman lo que Octavi Fullat llama la Ruah, la desmesura del espíritu humano.

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Como mis cinco lectores seguramente han constatado, mis temas pedagógicos y mis convicciones académicas no tienen como mirada central la de la educación entendida como proceso-producto —a la que he criticado muchas veces en este espacio—, ni la falsa idea de que con definir elementos a medir, realizar las mediciones y tomar decisiones a partir de ellas, se puede realmente decir que ha mejorado la educación.

Pero los cinco lectores que me han seguido en el tiempo pueden tambien dar fe de que fui de quienes, yendo contra la corriente políticamente correcta de los académicos autodefinidos como progresistas e identificados con el gobierno actual —o al menos con la promesa de cambio que llevó al poder al gobierno actual—, defendió en este, y otros espacios, la importancia de la evaluación y la enorme relevancia que tenía, para mejorar el sistema educativo nacional, la existencia del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) autónomo, que fue el chivo expiatorio de la reforma educativa del sexenio anterior.

El talón de Aquiles que derrumbó la reforma completa —con sus elementos muy positivos y sus errores de instrumentación y comunicación— fue, sin duda, el tema de la evaluación —mal llamada punitiva, porque nunca lo fue— de los docentes y la creación del Servicio profesional docente que buscaba —aunque no lo logró hacer realidad del todo— acabar con la asignación discrecional, la herencia, la renta y la venta de plazas controlada por liderazgos magisteriales.

Durante todo el sexenio anterior hubo una reacción desmesurada y radical que tachaba de privatizador y neoliberal todo intento de evaluar los procesos educativos. De este modo, fue cuestionada no solamente la evaluación docente sino también las pruebas ENLACE, EXCALE y, por supuesto, la participación de nuestro país en las pruebas internacionales llamadas PISA, por sus siglas en inglés (Programme for International Student Assessment).

“La ansiedad de evaluación surge cuando percibimos de forma amenazante la posibilidad de que valoren nuestras capacidades en un determinado ámbito. Sobre todo aparece si la persona anticipa las consecuencias negativas que puede acarrear que tenga un mal desempeño en la situación en concreto”, dice la psicóloga Laura Reguera. Y creo que esta ansiedad se vive en nuestro sistema educativo no solamente entre los sujetos individuales sino a nivel colectivo, sobre todo por los muy malos resultados obtenidos históricamente en estas pruebas.

Si a esto se añade que las evaluaciones se ven desde criterios de competencia, de logros políticos a presumir o errores políticos a enterrar, y no como elementos para la mejora continua de la formación, podremos explicarnos con mayor claridad el rechazo generalizado entre las autoridades y las cúpulas magisteriales hacia la evaluación.

De ahí que el presidente actual haya prometido desde su campaña la eliminación de cualquier instancia evaluadora interna o externa. El INEE fue eliminado en la (contra) reforma educativa actual, y aunque en 2019 México participó en la prueba ERCE que aplica la Unesco a estudiantes de primaria, se anunció que ya no se participaría en ella y los resultados nunca se hicieron públicos. La semana pasada se anunció también que el gobierno ha decidido posponer la participación en la prueba PISA de la OECD. En su discurso el presidente considera desde hace tiempo a estas evaluaciones como una imposición del extranjero “neoliberal”, en lugar de verlas como una necesidad para tener información que apoye la toma de decisiones de política educativa para mejorar la educación nacional en un contexto de globalización, que ya es irreversible.

Como declaró la Doctora Alma Maldonado, investigadora del DIE-CINVESTAV a Animal Político: “El tema de PISA siempre ha sido qué vas a hacer [a partir de los resultados] y ahí siempre nos hemos quedado cortos. PISA sirve para muchas cosas y fue usado retóricamente para decir: necesitamos la reforma educativa de Peña Nieto ¿Qué iba a mejorar? No lo sé, se quedó corta y no hubo tiempo. Que ahora digamos ni siquiera participo y ni siquiera tengo ese parámetro, supongo que el gobierno parte de que tenemos que creer que las cosas están bien o que están como ellos nos digan”.

En efecto, el gobierno de los “otros datos” parece apuntar a que nuestra sociedad tenga solamente los datos falsos o manipulados por las autoridades para creer que nuestra educación va muy bien, a pesar de que muchas cosas indiquen lo contrario. La posposición de la participación en PISA —que suena a una futura salida de este sistema— es una decisión muy grave en este sentido, en un momento en el que resulta de vital importancia contar con información sobre el nivel de aprendizaje y el tamaño de la pérdida formativa, derivada del cierre de las escuelas por la pandemia en estos casi dos ciclos escolares de escuelas cerradas, razones que, paradójicamente, se argumentan para justificar la posposición de la participación de nuestro país.

El anuncio de Mejoredu, respecto a la creación de  “una estrategia de evaluación para la mejora de los aprendizajes independiente de PISA” suena como un proyecto de sustitución de la participación en PISA y como una promesa que aún no muestra ninguna evidencia real de avance en su realización.

Si nuestra educación no se evalúa, seguramente se seguirá devaluando. Si se evalúa mal por no abrirse a aprender y a mejorar, a partir de lo que aportan otras miradas, sin duda se seguirá deteriorando.

*Foto de portada: kjager | Pixabay

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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