La necesidad de transformar la educación es ya una exigencia ineludible. Fenómenos como la globalización, la irrupción de las nuevas tecnologías, las problemáticas medioambientales, los sistemas económicos neoliberales, que incrementan la pobreza y la inequidad, los flujos migratorios, los cambios demográficos, la diversidad multicultural, la geopolítica, la reconfiguración laboral, la sociedad de consumo y un largo etcétera, nos gritan que la escuela, tal y como hoy la concebimos, está rebasada e imposibilitada ante el reto de formar a los ciudadanos del siglo XXI.
Es por ello que el sentido de la educación está replanteándose en todos sus niveles y no cesan las preguntas sobre sus finalidades actuales: ¿qué tipo de aprendizajes requieren hoy las personas? ¿Cómo debería de ser la escuela del futuro? ¿cuáles deberían ser los roles de docentes y alumnos? ¿Cómo deberían reconfigurarse los espacios de aprendizaje? ¿Qué modelos pedagógicos son los propicios? En suma: ¿Qué competencias fundamentales necesitan desarrollar y dominar hoy las personas trabajadoras de mañana? ¿Con qué capacidades necesitarán contar los jóvenes para abordar los retos inesperados e inconstantes a los que se enfrentarán en el futuro? (UNESCO).
Como puede apreciarse, las respuestas, evidentemente, no son sencillas y no existen mapas ni atajos para este viaje hacia la transformación educativa que estamos transitando. Así, tampoco es del todo claro el destino al que queremos llegar; sin embargo, comienzan a perfilarse ciertos elementos que constituyen una brújula para esta travesía.
Un referente claro sigue siendo el Informe Delors (1996), pues fue uno de los documentos clave para orientar estas búsquedas y su contenido sigue siendo vigente, a partir de los llamados “cuatro pilares de la educación”: aprender a conocer; aprender a hacer; aprender a ser; y aprender a convivir. Desde esta pauta y, precisamente en el ánimo de prever respuestas a estas interrogantes, durante las últimas dos décadas diversos actores (organismos internacionales, comisiones, instituciones privadas, organizaciones sin fines de lucro, consorcios y gobiernos) han propuesto los llamados “marcos” para describir las competencias necesarias para afrontar los retos venideros.
Cynthia Luna Scott, en el documento titulado «El futuro del aprendizaje ¿Qué tipo de aprendizaje se necesita en el siglo XXI?» (UNESCO) en el que analiza los aportes de diversos autores en este campo, destaca las siguientes competencias:
Otros enfoques señalan también las llamadas 3 “R”: razonamiento (pensamiento analítico y crítico y capacidades de resolución de problemas); resiliencia (flexibilidad, adaptabilidad y autonomía); y responsabilidad (aplicación de la inteligencia, la creatividad y el conocimiento para el bien común). O las 4 «C»: comunicación, colaboración, capacidad de pensamiento crítico y creatividad.
Se habla igualmente de la importancia de la competencia emprendedora planteada como la capacidad para “improvisar sobre la marcha”; observar y evaluar oportunidades e ideas que tal vez sean nuevas; autonomía; capacidad para pensar al margen de los lugares comunes; concebir nuevas hipótesis; y poner en tela de juicio la sabiduría convencional.
Ahora bien, no podríamos dejar de lado el contexto interconectado en el que hoy nos movemos, por lo que las competencias digitales se perfilan como una necesidad imperante. Ya hace algunos años, mediante la Cumbre Mundial sobre la Sociedad del Conocimiento (2003), se había establecido las siguientes capacidades para desenvolverse eficazmente en las sociedades actuales:
Desde este referente, se han ido especificando cada vez más las competencias digitales. Éstas facilitan el uso de los dispositivos, las aplicaciones de la comunicación y las redes para acceder a la información y llevar a cabo una mejor gestión, permitiendo crear e intercambiar contenidos digitales, comunicar y colaborar, así como dar solución a los problemas con miras a alcanzar un desarrollo eficaz y creativo en la vida, el trabajo y las actividades sociales en general (UNESCO).
Dichas competencias incluyen, entre otras, a) Información y análisis de datos; b) Comunicación y colaboración; c) Creación de contenidos digitales; d) Ciudadanía digital y seguridad; y e) Resolución de problemas y toma de decisiones
A manea de conclusión, solo resta destacar que las instituciones educativas no podemos seguir haciendo lo mismo y es preciso dar un golpe de timón urgente para estar “a la altura de nuestro tiempo” y poder ofrecer una educación de calidad que permita a todos y todas desarrollar su potencial. Comprendiendo así que el siglo XXI demanda mucho más que aprender contenidos; exige facilitar el desarrollo de competencias. El futuro ya nos alcanzó y debemos ser capaces de transformar los sistemas educativos replanteándonos sus finalidades, modelos, estructuras y modos de organización.
*Foto de portada tomada de ITESM