Foto: Emilio Coca
Como buen estereotipo de mexicano, siempre llego tarde a cualquier tipo de eventualidades y no, no es por un exceso de cosas por hacer, ni por la ausencia de estas, sino por mi nula capacidad para encontrar temas de qué hablarles y las cuales considere interesantes para la mayoría.
Como la última vez, creo, mi temática es el Día del Niño y de la Niña y en esta ocasión lo escribo por una escena, una imagen que he repetido más que nunca en mi vida (en gran parte ayudado por vivir en cuarentena poco más de 30 días): el patio de mi casa, la canchita que me crió, me forjó y me hizo llegar a lugares que nunca pensé.
Antes de todo, antes de nada, debo aclarar que mi gusto por el futbol no es de familia. Mi papá odia ese deporte y mi mamá es una persona alejada de cualquier actividad física que requiera dar más de 10 pasos. Sin embargo, el futbol es y ha sido mi mejor acompañante, uno de mis mejores amigos; algunos de los momentos más chidos de mi vida se los debo a esta disciplina que llevo practicando desde hace 20 años.
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En fin, esto no va de mi, sino de retrotraernos a esa etapa de la vida en la que todo era más sencillo, o al menos eso parecía; donde si algo no te gustaba tomabas el balón y te ibas, o arreglabas todo con un «gol gana». Cuando tenías dos balones, el de plástico que se lo llevaba el viento, pero costaba $10 pesos, o uno durísimo, «el de cuero» que no era de piel, pero cada balonazo calaba hasta las lágrimas.
Sí, cuando esperabas no ser el último convocado en la selección del equipo y te ponían en cualquier posición dependiendo de tus característica físicas, como era costumbre: el gordito con la capacidad de movimiento de un compás, pero la complexión de un muro de cemento iba de portero (me incluyo en este grupo). El del balón era el delantero, y el resto donde fuera, el punto era correr, patear, gritar, festejar…básicamente ser felices durante horas, porque si hay algo que recuerdo de mi infancia fue pasarme 4, 5, 6 horas jugando en mi patio. Cabe aclarar que mis calificaciones en la escuela no siempre fueron las mejores.
Pero no era solo en casa, pasábamos las noches pensando en el siguiente partido, en la «reta» de la escuela contra los del «A, B, C, D» (depende la escuela) o unos más grandes. Viendo el techo recordabas los goles de Ronaldo, imaginabas jugadas imposibles, deseabas que las clases pasaran rápido, que al final una bocina sonara. Un estruendo horroroso, pero en nuestras mentes era como el canto de angelical que nos abría las puertas del cielo.
Salíamos despedidos como una marabunta todos amontonados, corriendo, empujando y gritando. Pero llegaba El partido, estábamos listos para sudar la camiseta y dejar en alto nuestro orgullo y al de todo el salón.
Eso sí no puedo obviar las reglas de este hermoso juego:
Foto: Emilio Coca
Así empezaba el juego del siglo, patadas, caídas, raspones, pantalones rotos, mamás o maestras enojadas, niños llorando y un balón que viajaba de un lado a otro. Terminaba la guerra civil con más goles que heridos, con victorias y derrotas, donde cada gol debía sobrevivir al constante reclamo de un niño que decía «iba muy alta, no llegaba mi portero» o «que no se valen cañonazos, ni la vi, iba bien duro».
Eso sí, cada anotación se festejaba con alma, corazón y garganta. Se abrazaba, corrías quitándote la playera, buscabas a quien dedicarlo y gritabas despavorido «goooooooool». No había más, era el momento esperado, por unos segundos, días o semanas serías recordado, reconocido y por qué no, hasta envidiado.
Después pasamos al futbol callejero, a ese con piedras emulando ser dos postes, a balones de todos tipos, materiales y tamaños, a (des)conocidos que con el tiempo se volvieron compañeros o amigos. A ventanas rotas y gente mayor, por no decir amargada, que veía entre ceja y ceja a cada uno de los jugadores, esperando el momento de actuar, de lanzar un regaño, una rabieta que nos prepararía para más adelante soportar a los entrenadores. Sí, hubo ventanas rotas, balones perdidos detrás de rejas, bardas o casas. Pero también siempre hubo alegría, éramos visitantes en cada esquina, sin embargo solo bastaba un «¿Quieres jugar?» para entrar en un círculo social que de a poco se iba agrandando.
Sin embargo nos vamos haciendo «viejos», cambiamos cada día y poco a poco nos transformamos en los papás, los abuelos que decían “los jóvenes de hoy en día” cuando aún éramos inmaduros, inocentes y porqué no decirlo, un poco idiotas. Sin embargo en estos momentos creo que es válido decir: cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.
Y justo en estos momentos viendo que el tiempo parece no moverse, convirtiéndonos de habitantes a presos que rayan los días en una pared, pienso en mis alumnos, en su primer gol, en cada una de sus frases y acciones, en uno de ellos corriendo para festejar con su mamá el primer gol de su carrera o todos abrazados celebrando su primer título entre el llanto de felicidad de sus papás y mamás. Me veo reflejado en ellos y espero que algún día puedan recordar esas imágenes y los consuelen en situaciones como esta, porque aunque la nostalgia es un círculo vicioso, también nos ayuda a ilusionarnos.
Quién iba a decir que tiempo después el futbol se vería reducido, temporalmente, a una pantalla, una consola y algunos controles, mientras Televisa y TV Azteca hacen famosos a jugadores que no participan en sus equipos en la vida real, pero en un videojuego son medianamente buenos. Quizá las próxima generaciones recuerden el futbol vía teórica-electrónica y no práctica.
*Foto de portada: Emilio Coca
EL PEPO