“Este es el deber de nuestra generación al entrar en el siglo XXI: la solidaridad con los débiles, los perseguidos, los abandonados, los enfermos y los desesperados. Esto expresado por el deseo de dar un sentido noble y humanizador a una comunidad en la que todos los miembros se definan a sí mismos, no por su propia identidad, sino por la de los demás.”
Elie Wiesel
Hemos estado hablando las dos semanas anteriores acerca de elementos que constituyen los signos de este apocalipsis contemporáneo que estamos viviendo en el mundo y que parece llevarnos inevitablemente hacia la autodestrucción. Hablamos primero de la renuncia a la inteligencia directa y racional, a la búsqueda de comprensión y reflexión sobre la realidad del mundo, sobre lo verdadero, lo que tiene sustento, lo que puede afirmarse o negarse con suficiente certeza, aunque esta certeza sea casi siempre probable y siempre histórica y cambiante.
La posverdad y las fake news caracterizan esta época en la que predomina el sesgo de confirmación en el que no importa que algo sea verdadero, sino que confirme nuestras creencias y nuestras filias y fobias, además de dominar como criterio la popularidad y la viralidad de las afirmaciones y no su sustento en la realidad.
En la segunda entrega abordamos el tema de la renuncia a la ética entendida como el desinterés total por lo que es bueno o constructivo, por lo que aporta desarrollo a la humanidad y a la persona en aras de una estetización de la vida: hoy se aspira a una vida “cool”, agradable, sensorial y emocionalmente divertida aunque esté vacía de sentido en la profundidad y en el largo plazo.
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Se trata de una renuncia a la inteligencia deliberativa o práctica que nos hace preguntarnos por lo valioso y deliberar para descubrir y construir lo que realmente haga felices a los seres humanos porque los realiza, porque los hace más humanos.
Hoy cerraremos este ciclo de reflexiones con el tema de la renuncia a la solidaridad que si bien tiene mucho que ver con las dos renuncias anteriores, tiene sus propias especificidades y es importante darle su propio espacio.
Por encontrar un ejemplo que ilustre esta renuncia a la solidaridad podemos hablar brevemente del estremecedor video que vimos en los medios de comunicación la semana pasada, en el que un hombre muere en la banqueta a la puerta del hospital del IMSS Magdalena de las Salinas mientras su familia grita desesperada y golpea los vidrios de la puerta del hospital que les fue cerrada y uno de sus parientes trata de reanimarlo con respiración boca a boca. Era el cuarto hospital en el que les negaban el servicio y su familiar no tenía COVID-19 sino insuficiencia renal. Este hombre joven murió ahí, afuera del hospital sin que los médicos o enfermeras tuvieran el menor sentimiento de empatía hacia su situación ni hicieran el menor esfuerzo por ayudarlo. El director del hospital y el director general del IMSS ya dijeron que se investigará pero de entrada negaron que hubiese negligencia médica.
Del otro lado, hemos sido testigos también de agresiones que sufren médicos, enfermeras y paramédicos por parte de ciudadanos violentos que piensan que pueden ser contagiados por ellos. El caso extremo fue el de un poblado de Morelos en el que amenazaron con quemar la clínica comunitaria si se admitían pacientes con COVID-19. Uno de los líderes de esta protesta violenta murió, por cierto, a causa de este virus un par de meses después.
Ye he mencionado aquí el tema del surgimiento del sujeto individual libre e independiente, que es un producto de la modernidad que tiene muchas cosas positivas porque ha permitido ser conscientes de la importancia de la realización y el desarrollo del proyecto de felicidad de cada individuo humano, pero que llevado al extremo —como ha sido el caso en nuestra época— ha producido una sobrevaloración del egocentrismo en detrimento de los demás deberes éticos humanos. Hoy se habla del gen egoísta y se plantea que el ser humano por naturaleza tiende a preocuparse únicamente por sí mismo. El hombre como lobo del hombre en el más puro pensamiento Hobbesiano.
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Ejemplos de este sobredimensionamiento del individuo, sus proyectos y pasiones a costa de los demás tenemos muchísimos, tanto en la vida real como en la llamada literatura de autoayuda o de superación personal. La famosa estrella de Hollywood Marilyn Monroe decía que “la felicidad está dentro de uno, no al lado de alguien…”. Es de sobra conocido el fracaso de sus relaciones amorosas y su trágico final en soledad.
Por otra parte, Napoleon Hill (1883-1970), considerado por muchos el más famoso autor de libros de autoayuda y superación tiene esta frase emblemática sobre el tema que hoy tratamos: “Eres el amo de tu destino. Puedes influir, dirigir y controlar tu propio entorno. Puedes hacer que tu vida sea lo que quieras que sea…”.
Siguiendo estos consejos de vida muy acendrados en el individualismo liberal —que sustenta el capitalismo extremo y que a pesar de la crisis que vive el mundo sigue estando presente en la mente de muchas personas—, llegamos a esta renuncia a la solidaridad desde la idea de que cada persona está genéticamente diseñada para ver por sí misma y para competir por la supervivencia contra todos los demás de la especie y que es en esta competencia, donde se va produciendo un cierto equilibrio que hace que al trabajar cada uno por sus propios intereses, se vaya generando de manera acumulativa una sociedad próspera.
El individualismo humanitario —que es propio también de la doctrina que sustenta el sistema capitalista pero tiene una visión un poco más benévola al considerar que, si bien cada individuo vela por sus propios intereses, es deseable que trate de apoyar filantrópica o caritativamente a los que menos tienen—, manifiesta también una falta de solidaridad auténtica.
Porque aunque muchas definiciones de diccionario del término solidaridad indican que se trata de una cualidad o sentimiento humano de ayuda desinteresada otros que tienen necesidades o están en situaciones críticas, la verdadera solidaridad está intrínsecamente ligada con la justicia y parte de la idea que manifiesta poéticamente Octavio Paz en su monumental poema Piedra de sol, que dice que “no hay yo, siempre somos nosotros”.
En efecto, la solidaridad auténtica, dice otra definición, es el “…sentimiento o también considerado por muchos un (el) valor a través del cual las personas se sienten y reconocen unidas y compartiendo las mismas obligaciones, intereses e ideales…” porque se saben parte de una comunidad y una especie y porque tienen la convicción de que la propia existencia viene de los demás y que su realización individual no puede existir sin los otros.
En estos momentos de pandemia, por ejemplo, un signo pequeño, como es el uso del cubrebocas, es una manifestación de solidaridad en la que no estoy solamente cuidando de mí mismo sino que estoy cuidando de los demás al tratar de evitar contagiarlos en caso de que yo tuviese el virus. La negación a usarlo por parte de mucha gente, empezando por el presidente es una evidencia clara de la renuncia a la solidaridad en la que estamos viviendo.
Como dice el epígrafe de hoy, la solidaridad es el deber de nuestra generación entrando al siglo XXI. Hacernos uno con los más pobres, con los enfermos, con los excluidos, con los rechazados, los migrantes y los grupos indígenas discriminados y explotados es el deber de solidaridad de estos tiempos ególatras que vivimos.
Uno más de los retos de una educación personalizante en estas generaciones de principios del siglo XXI es, precisamente, el de desarrollar la solidaridad auténtica y bien informada; la solidaridad que lleve a la convicción de ser miembros de una comunidad en la que no nos definimos por nuestra identidad individual sino por la de los otros, por la relación dialógica entre nuestra propia realidad y la de los demás.
*Foto de portada: Olga Valeria Hernández
EL PEPO