Lado B
Desentrañar el icono: cómo contar la violencia
Para narrar la violencia (y desmontar los iconos) se necesitan antídotos
Por Mario Galeana @mariogaleana_
19 de septiembre, 2022
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Había ido una o dos veces al Mercado Morelos antes de aquella tarde. Cuando llegué a Puebla, a mediados del 2011, el Morelos era para mí como cualquier otro mercado, pero durante los últimos siete años su nombre fue apareciendo en la prensa con la misma frecuencia con la que el nombre del líder de los comerciantes, El Grillo, salpicaba las páginas de la nota roja de los periódicos locales.

El Grillo hacía honor a su apodo: brincaba de nota en nota, siempre ligado a algún supuesto crimen y, casi inexplicablemente, siempre libre. Una noche lo detuvieron a bordo de un Camaro blanco, pero no lo detuvieron por ser él, sino porque el auto no llevaba placas. Cuando confirmaron la identidad de su conductor, lo retuvieron en el edificio de la fiscalía unas cuantas horas, hasta que El Grillo brincó por penúltima vez hacia la libertad.

Unas horas después de su liberación reunió a doscientos comerciantes y los llevó a protestar al mismo edificio. Recuerdo que era un tipo hosco que hablaba a trompicones, pero con efusividad. Manoteaba con la mano derecha y las pesadas esclavas de oro que llevaba en la muñeca se agitaban bajo el sol.

Lo que produjo mi tercera visita al Morelos fue precisamente el Camaro. Ese día de octubre de 2019 llegué con una duda atravesada en la cabeza: ¿Cómo consigue un líder de comerciantes comprarse un auto de más de un millón de pesos? Era una pregunta genuina porque poco sabía del oficio del comerciante, y mucho menos todavía de la dinámica de aquellos mercados. 

Primero me dediqué a sondear a algunos comerciantes, a los pocos que, entre despachar a la clientela y mirar la televisión, se dieron  tiempo para observarme con desconfianza y contestar unas cuantas cosas sobre sus ventas.

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Lo hacían en monosílabos, cortantes, y solían mantener esa igual hasta que deslizaba mis preguntas sobre las cuotas que pagaban a El Grillo. Casi a susurros, a algunos todavía pude preguntarles sobre los rumores en la prensa que señalaban al Morelos como centro de distribución de drogas y armas.

No olvido que, llegado a ese punto, los comerciantes se volvían cerrados, se reían con desgano, como si eso zanjara la charla, y volvían a lo suyo. Y mucho menos puedo olvidar lo que uno de ellos me dijo:

—Tenga cuidado de a quién le pregunta. ¿Ya vio que hay cámaras en todos los pasillos? Aquí hay ojos y oídos por todos lados. Solo no se meta a la segunda sección del mercado, ¿oyó?

Y, por supuesto, busqué la segunda sección.

La segunda sección era una especie de bodega a las afueras del mercado. En cada acceso y en cada esquina, había al menos un tipo de pie, chamarra deportiva, teléfono en mano y mariconera a la cintura, mirando hacia todas partes. Era una docena de tipos iguales y decidí no avanzar. Sigo pensando que fue la mejor decisión: nadie, más que mi jefe, sabía que yo estaba en ese mercado, y El Grillo, como se sabe, hoy está encarcelado por sus vínculos con la desaparición de una decena de personas.

Esa tarde, al volver a la redacción, escribí: “Si algo nos ha enseñado una década de crimen organizado en el país –pensé– es a identificar a los halcones”. Pero ahora esa línea me genera más dudas que certezas. No porque dude que aquellos tipos vigilaban la segunda sección, sino por el arquetipo que hemos construido en torno a la apariencia de un halcón. Con base en la descripción que hice, ¿qué diferencia habría entre un corredor deportivo y un halcón? 

En Los cárteles no existen, el académico Oswaldo Zavala explica cómo se inventó ese enemigo formidable al que llamamos narco. En las primeras páginas del libro, Zavala narra un momento en el que el Ejército simuló para Felipe Calderón la revisión de un auto en el que encontraron droga en un automóvil. Los hombres que interpretaban el papel de narco en aquel performance traían botas, sombrero y escuchaban corridos. 

“La indumentaria arquetípica del ‘narco’ modelo coincide con la de muchos de los habitantes de las regiones rurales de México. ¿Cómo logran identificar los militares a los delincuentes entre los rancheros del país?”, se pregunta Zavala. 

Toda la representación de la violencia está sostenida en ese tipo de iconos. Dicen ‘narco’ e imaginamos a un ranchero con una hebilla dorada. Dicen ‘halcón’ e imaginamos a un muchacho flacucho con cangurera y un teléfono en la mano. Dicen ‘pandillero’ o ‘mara’ y pensamos en un hombre rapado, con tatuajes en la cara, haciendo señas con las manos.

Pero los iconos son absolutos, poco complejos y casi siempre son contrarios a la realidad. Eso nos lo dijo el periodista Óscar Martínez hace un par de semanas, durante un taller facilitado por el Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM) en Puebla. 

Foto: Marlene Martínez

Óscar es Jefe de Redacción de El Faro y ha cubierto por más de 15 años la violencia en Centroamérica. Esa experiencia le ha hecho concluir que, para entender la realidad, hay que estar dispuestos a renunciar al icono. Horadar en lo aparente, rastrear en la profundidad, entender el contexto, nos acerca un poco más a la verdad. 

En Los muertos y el periodista, su libro más reciente, Óscar narra cómo en 2015 pudo comprobar la ejecución extrajudicial de ocho personas en la finca San Blas. La policía tildó a las víctimas de pandilleras, pero la investigación periodística comprobó, meses más tarde, que dos de ellas no lo eran y que incluso al resto le habían sembrado armas. 

La prensa en El Salvador reaccionó, al principio, como lo habría hecho la mayoría de la prensa en Puebla: repitiendo la versión oficial. “Ocho pandilleros abatidos en un enfrentamiento”. Lo digo con conocimiento de causa: hace unos meses, en Coyomeapan, una zona rural en la Sierra Negra de Puebla, la policía ejecutó a tres personas desarmadas, y la prensa dejó de decir enfrentamiento hasta que el gobierno tuvo que dejar de decir enfrentamiento.

Replicar el icono siempre será lo más sencillo y lo más rápido. ¿Estaban tatuados? Entonces eran culpables. ¿Eran muchachos en una zona pobre? Eran culpables. ¿Vestían mal, eran morenos, habían fumado mariguana, esnifado cocaína? Eran culpables. Los iconos están hechos para justificarlo todo.

Hace unos meses, en Manatí realizamos un reportaje titulado “Puebla: lo que la policía no te cuenta sobre las drogas”, en el que entrevistamos a chicos que habían sido detenidos por la policía y presentados como peligrosos narcomenudistas ante los medios. Pero esos chicos no vendían droga; eran usuarios de cannabis, y en algunos casos, ni siquiera eso. La policía les había sembrado sustancias, armas, alias e historias, y hasta entonces a ningún reportero se le había ocurrido acercarse para preguntar su versión.  

Para narrar la violencia (y desmontar los iconos) se necesitan antídotos, nos dijo Óscar Martínez. Y propuso al menos cuatro. Partir de una hipótesis ambiciosa y, en cierto sentido, intelectualizada, es uno de ellos.

Esto quiere decir que desentrañar las causas de la violencia requiere de una idea ulterior, una idea que vaya más allá de lo evidente del objeto. “¿Por qué El Grillo tenía un Camaro?” era una duda superficial, que permitía tirar hacia lo profundo. ¿Quién era El Grillo? ¿De dónde había salido aquel hombre joven convertido en el enemigo público número uno? ¿Podía ser verdad lo que se decía de él y del Morelos? ¿Qué hizo que los comerciantes permitieran su nombramiento como líder? ¿Era miedo? ¿Era respeto? ¿Era desidia? ¿Qué era? 

De esa clase de dudas intelectuales se alimentan los antídotos. O como dijo Óscar, “Pregúntense más el porqué que el qué”.

Para desmontar el icono también hay que permanecer y mantener una mirada paciente sobre la realidad. La inmediatez, tan asociada al trabajo periodístico, suele ofrecer una perspectiva fácil y acotada acerca de las cosas. Un ejemplo sencillo: si nos detenemos en una calle por cinco minutos, poco sabremos de lo que ocurre en aquel lugar. Pero si permanecemos cinco minutos más, y si después nos detenemos durante horarios distintos, quizá primero en la mañana y después por la noche, entonces consigamos saber un poco más. 

Mirar a donde creíamos que ya habíamos mirado, permanecer en donde aparentemente ya habíamos estado, suele ser un antídoto ante la simpleza y la falta de profundidad. 

Quizá el consejo más obvio y al mismo tiempo más complejo que Óscar nos dio es que humanizar a las personas que protagonizan las historias es la forma más eficaz de tratar de explicar la violencia en nuestras sociedades.

Solemos mirar el mundo a través de estas grandes categorías entre buenos y malos, víctimas y victimarios, militares y narcos, policías y comerciantes, pero en la realidad no existen límites rotundos y allí donde comienzan los rasgos de carácter de uno no terminan los del otro. Creo recordar que Leila Guerriero, una maestra en el arte de realizar perfiles periodísticos, solía decir que lo inquietante no es que supiéramos que no había nadie completamente bueno, sino que, vistos de cerca, incluso los malos –aquellos a los que consideramos malos– no eran completamente malos. 

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, dijo Ginsberg. Y yo he visto a chicos humildes que atendían puestos de discos pirata convertirse en tipos como El Grillo. Y Óscar nos diría, de nuevo, que humanizar a las personas no es vender bien a un ser humano, sino mostrarlos con todas sus complejidades. 

Siempre será mucho más sencillo y práctico retomar el boletín que envía la policía, y quizá eso supone que el periodismo que intenta hacer una explicación honesta sobre la violencia será escaso y lento, muy lento. Pero ¿quién podría olvidar a Hersey e Hiroshima, a Walsh y a Masacre, a Svetlana y a Chernóbil?

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Autor Lado B
Mario Galeana