Lado B
La educación y el fin del (de un) mundo
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
26 de enero, 2022
Comparte

He vivido la pandemia como una prueba iniciática personal y colectiva. Personal, porque he sido confrontado a mis propios miedos. Sobre todo, el de sentirme acorralado y falto de libertad de movimientos. Y como prueba colectiva, porque jamás se había dado en todo el planeta el que hayamos compartido una detención como la que hemos vivido, sobre todo durante los primeros meses. Las ciudades se convirtieron en santuarios. ¿Hasta qué punto hemos aprovechado esta oportunidad? Todavía es pronto para decirlo, pero si bien conseguimos adaptarnos a aquellas circunstancias, me temo que no hemos llegado a transformarnos.

Javier Melloni. “No estamos ante el fin del mundo, sino ante el fin de un mundo”. Sophia.

Empiezo por decir a mis cinco lectores que he tratado explícitamente de evitar seguir escribiendo sobre la pandemia, pero por más que hago el esfuerzo, la pandemia no deja de aparecer en mi horizonte y creo que en el de cada ser humano que habita el planeta en este cambio de época. Quiero dejar la pandemia atrás, pero la pandemia vestida de nuevas variantes del virus SARS-CoV-2, ahora con su cara de Ómicron, se empeña en seguir presente, amenazando nuestra cotidianidad, nuestra estabilidad económica, social, mental, emocional y espiritual.

Nos encontramos —esto no es ninguna novedad— ante una nueva ola enorme de contagios que siguen rompiendo récords de casos cada día, aunque afortunadamente parece que este nuevo rostro del virus se expande más rápidamente pero es menos agresivo o al menos no se manifiesta con la gravedad de las variantes previas, sobre todo entre quienes hemos tenido la oportunidad, la responsabilidad y el cuidado solidario de vacunarnos. Sin embargo, como afirman muchos especialistas médicos, es erróneo comparar un caso de Ómicron con una “gripita” que se cura con VapoRub y caricias. 

Por otra parte, estamos también inmersos en el empeño de volver a la normalidad por más señales de peligro que haya en el entorno y en las estadísticas; por más que los médicos adviertan que los hospitales empiezan nuevamente a saturarse de pacientes de COVID-19, por más que el virus esté cada vez más cerca o haya entrado ya en nuestros hogares. Este empeño parece más bien producto del hartazgo y la desesperación por tanto tiempo de confinamiento y las grandes limitaciones a nuestra convivencia social y a nuestras actividades cotidianas. 

Se trata, además —como lo he escrito aquí en anteriores ocasiones—, de un retorno a “la vieja normalidad” pero con filtros sanitarios inútiles como tapetes “sanitizantes”, gel antibacterial, y termómetros digitales que generalmente arrojan temperaturas propias de alguien que ha muerto hace tiempo o está en pleno ataque de hipotermia.

Una vieja normalidad con cubrebocas que muchos usan mal y a regañadientes, que en un buen porcentaje no son los adecuados y que se retiran a la menor provocación. Una vieja normalidad que nos exige retomar las rutinas previas y olvidar todo lo que aprendimos respecto a las posibilidades reales de ser productivos, trabajando en línea o teniendo mayor flexibilidad horaria, y en el caso de las escuelas y las y los educandos, menores cantidades de tareas inútiles y de exámenes memorísticos.

Porque no sé si se han dado cuenta, pero al menos yo veo que el contradictorio neologismo “nueva normalidad”, inventado durante la etapa de confinamiento, que hablaba de que al regresar a las calles, al trabajo, a las escuelas y las aulas, la vida sería necesariamente distinta y nosotros ya no seríamos los mismos, se usa cada vez menos, y todo lo que hacemos diariamente contradice esa profecía del cambio de la humanidad.

Como dice Melloni en el epígrafe de hoy, esta pandemia ha sido como una prueba iniciática personal y colectiva que nos ha hecho confrontar nuestros miedos: a nivel personal el de sentirnos acorralados y sin libertad de movernos y convivir con los demás; y a nivel colectivo, la detención de la vida cotidiana y del vértigo en el que vivíamos antes de la emergencia de la nueva enfermedad en este mundo del mercado en el que no importa lo que hagamos, tenemos que hacerlo rápido.

También puedes leer: El techo de cristal: un techo que no distingue edad

Pero como afirma también el filósofo y teólogo, es pronto para decir si supimos aprovechar esta oportunidad, pero las señales que tenemos hasta ahora parecen indicarnos que nos tuvimos que adaptar a las nuevas circunstancias pero que, en el fondo, no nos hemos transformado casi nada; es decir, que aun estando frente a la catástrofe, no reaccionamos para cambiar el sistema del mundo que está deteriorando cada vez más las condiciones para la vida humana en el planeta. A pesar de que, como afirma un artículo publicado recientemente en el diario El País: “los integrantes del ‘Boletín de Científicos Atómicos’ advierten que el fin de la humanidad sigue más próximo que nunca antes”, y que “el reloj del fin del mundo se mantiene a 100 segundos del apocalipsis”, los humanos parecemos incapaces de reaccionar con la radicalidad que la emergencia requiere. Parece que el fin del mundo es inevitable.

En la entrevista a Javier Melloni que cité la semana pasada y en la que estoy sustentando esta Educación Personalizante, él afirma que la civilización está llegando al límite de sí misma y que ante este final inminente, existe una “irrupción de sed por lo espiritual”, que exige la apertura de nuestras mentes y corazones como condición de posibilidad para acoger estas búsquedas sin prejuicios, pero ejercitando al mismo tiempo el discernimiento para no dejarnos llevar por falsas promesas o ilusiones, y para confirmar si el camino espiritual que nos proponen distintas personas, corrientes o instituciones “lleva a la cima o al abismo”.

Me parece que, en general, las y los educadores, las instituciones y sistemas educativos, no estamos leyendo este signo de los tiempos y tratando de dar respuesta a estas búsquedas de espiritualidad de las nuevas generaciones. La educación en general no está desarrollando en las niñas, niños y adolescentes la explicitación de esta búsqueda espiritual que muchas veces está oculta debajo de preguntas, inquietudes, señales de insatisfacción existencial y aún en actitudes y comportamientos de rebeldía. 

Tampoco estamos desarrollando en las y los educandos las habilidades de pensamiento e inteligencia emocional indispensables para un ejercicio continuo de discernimiento sobre las propuestas, muchas de ellas falsas y superficiales, que están hoy circulando en el mundo y en un mercado que se vende bajo el nombre de “superación personal”, “desarrollo humano” y algunas otras etiquetas.

Estoy convencido de que, ante la emergencia educativa que vivimos en el mundo de hoy, ante las señales de que nos encontramos ante el fin del mundo cada vez más cercano, la educación tiene que responder transformándose radicalmente y contribuyendo a esa “reforma del espíritu” —de la cosmovisión humana— de la que habla Edgar Morin y que plantea que debe ser encabezada por los sistemas educativos reformados.

Esta reforma requiere, por supuesto, de cambios estructurales y de cultura educativa porque la realidad está cuestionando de fondo las maneras en que organizamos y gestionamos las instituciones educativas y los significados y valores que determinan la forma en que concebimos hoy lo que es una buena educación, una buena escuela, un buen docente y un alumno o alumna bien educado.

Pero para transformar a las instituciones hay que transformar las mentalidades y los tejidos emocionales y valorales de las personas; así como para transformar a las personas hay que realizar transformaciones en las instituciones, siguiendo el pensamiento complejo del pensador francés.

De manera que esta semana invito a mis cinco lectores a repensar la forma en que conciben y viven sus prácticas educativas para transformarlas y volverlas más fluidas y acordes con el mundo que ya cambió, aunque no nos hayamos dado cuenta o nos neguemos a aceptarlo.

Este ejercicio sería conveniente realizarlo desde la visión de profesionales de la esperanza que, como afirma Melloni, están convencidos de que no nos encontramos frente al fin del mundo sino frente al fin de un mundo y que, como nosotros, todos “aquellos que conocieron la solidez de este mundo que acaba se angustian ante esta liquidez, pero aquellos que miran hacia el mundo que comienza, se bañan y se entregan a esta fluidez. Tal vez habría que matizar o indagar más en la distinción entre una ‘liquidez’ disolvente y destructiva, y una ‘fluidez’ portadora de nuevas formas de vida (…) [pues] nos falta todavía perspectiva para distinguirlas sin marcarlas con nuestros prejuicios”.

*Foto de portada: Pavel Danilyuk | Pexels

Comparte
Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
Suscripcion