Lado B
El quehacer y el tiempo
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
08 de diciembre, 2021
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Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!

Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.

Ángel González. «Cumpleaños«.

 

Como saben muchos de los que comparten conmigo espacios en las redes sociales,  espacios laborales o lazos de amistad en buena parte de mi vida, el día 27 de noviembre —el sábado antepasado— cumplí sesenta años de edad.

Parafraseando al siempre recordado y muy admirado Gabriel Anaya Duarte S.J. publiqué una entrada en mi muro de Facebook en donde expresaba que los tiempos han cambiado mucho porque, según recuerdo, desde  mi juventud, aquellos que cumplían los sesenta eran personas muy mayores… Y ahora, mis amigos y yo los estamos cumpliendo ya.

No es que llegar al cierre de cinco décadas completas de vida y entrar a lo que llaman “la tercera edad”, ser un  “adulto mayor”, —o más acorde con la corrección política “adulto en plenitud”—, me obsesione o me haya preocupado demasiado.

Pero es innegable que, como todos los seres humanos, halle algo de misterio y tenga un sentimiento especial cuando  determinado ciclo se cierra o se llega a un número de años que tiene un significado especial, como es mi caso ahora.

Es por ello que, sin agenda previa, quiero intentar una reflexión sobre el paso de los años, el transcurrir del tiempo en la vida o de mi vida en el tiempo, con relación a mi quehacer como educador y a lo que siento que ha ido cambiando en mi ser docente. Tal vez esto ayude a los docentes más jóvenes a ir transitando con una conciencia más explícita las etapas correspondientes de su trayectoria profesional. Y a las y los docentes con más experiencia  a verse, de alguna forma, reflejados, o a entender los cambios que han vivido  en su práctica conforme ha pasado el tiempo.

Empiezo con el poema del gran Ángel González (Oviedo, España, 1925-2008) que he ido volviendo tradición en mi biografía al publicarlo cada día de mi cumpleaños, —según recuerdo desde los 55 hasta hoy—. Este ritual personal inició justamente al sentir  que el poema empezaba a retratarme. Poco a  poco y cada año he ido constatando que me veo reflejado más en él.

Porque con el paso del tiempo, yo voy notando precisamente que me voy volviendo menos cierto, más confuso, disolviéndome en el aire cotidiano. Cada año que vivo me percibo, como dice el poema, más burdo, como más jirón de mí, deshilachado y roto por los puños, como una camisa gastada por el uso.

Y al revisar las razones de esta gran confusión, de esta menor certeza, de  hacerme más burdo e irme deshilachando y rompiendo, voy comprendiendo… Aunque  en general estoy muy bien para mi edad y no me siento de ninguna manera viejo ni acabado —pero sí  con muchos proyectos e ilusiones por cumplir todavía y con bastante energía y creatividad para emprender nuevos caminos—, voy comprendiendo que he vivido un año más y que eso se dice fácil pero es muy duro.

Porque para vivir un año, dice el poeta, se requiere mover el corazón todos los días, hora tras hora, entre cincuenta y cien veces por minuto. Porque para haber vivido otro año, ha sido necesario de varias maneras morirse muchas veces mucho.

¿Qué ha cambiado en mi práctica docente en este transcurrir del tiempo? ¿Cómo se ha modificado mi forma de hacer docencia, mi quehacer, a partir de este morirme muchas veces mucho?

Tal vez conviene empezar por lo que ha sido constante, por lo que permanece a pesar del paso de los años. Porque analizando mi quehacer sigo viendo que hay vocación, pasión, amor por la enseñanza, asombro por el aprendizaje y también amor por mis estudiantes.

Sin duda estos elementos permanecen, pero han ido evolucionando con el tiempo. Porque no soy de los que creen que la vocación docente o cualquier otra vocación sea algo con lo que se nace y que si se tiene ya nunca se pierde. Entiendo, como dice Hansen, que la vocación docente tiene que ver con encontrar en mi práctica cotidiana elementos de crecimiento y realización personal y, por otro lado, aportaciones a la transformación social.

Me queda muy claro que la vocación no venía conmigo sino que se fue gestando en mi interior, aún sin explicitarse, en mis años de formación en el colegio salesiano Trinidad Sánchez Santos, contagiado por la vocación de los profesores y los sacerdotes de esa congregación creada específicamente para formar y acompañar a los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, sobre todo de sectores vulnerables, en un ambiente de alegría y confianza a través del método preventivo que implica más que castigar o corregir, crear un clima tan constructivo e incluyente que vaya moldeando comportamientos de solidaridad y empatía.

También creo que la vocación fue profundizándose por  mi contacto con la educación jesuita en el bachillerato del Instituto Oriente y también con aquellos tiempos del sistema de CCH (Colegio de Ciencias y Humanidades incorporado a la UNAM), en el que se promovía un aprendizaje autónomo, centrado en la investigación y la autodisciplina más que en la vigilancia de los profesores. Con un ambiente de inclusión de lo diverso y preocupación por la justicia social.

Estas semillas fueron germinando hasta que la educación se volvió mi opción después de probarme como docente —incipiente y un tanto improvisado— durante mi servicio social en el que di clases en el nivel de bachillerato y posteriormente, ya como parte de mi opción laboral, en el nivel de secundaria.

De ahí en adelante mi vocación fue evolucionando y se ha consolidado e ido madurando  por mi especialización en el campo de la educación como disciplina de estudio e investigación y por mi trabajo, por la pasión que ha implicado la formación de futuros profesores y de docentes en servicio.

La vocación conlleva amor por la enseñanza y también asombro por el aprendizaje de cada estudiante,  por lo que yo mismo voy aprendiendo continuamente de ellos y ellas. También tiene relación directa con el amor a los estudiantes, que ha ido madurando y que tal vez sea un poco más sabio, aunque seguramente menos cómplice y menos empático que cuando mi edad era más cercana a la de estos y estas.

Lo que ha cambiado, según distingo, tiene relación con la progresiva sustitución del entusiasmo y la creatividad disruptiva que estaba presente en la planeación de actividades muy originales y poco ortodoxas en las clases que dí a las primeras generaciones que se formaron conmigo. La preocupación por desarrollar una visión propia de cada asignatura en vez de repetir lo que decían los libros de otros, ahora por el desarrollo de una síntesis propia que me permite aportar conocimiento propio, asimilado con los años y traducido en una postura más sólida y personal sobre los temas que me toca abordar en cada materia que imparto.

También ha habido el paso de la espontaneidad y cercanía de intereses con los estudiantes que les aportaba, sin duda, aprendizajes valiosos hacia el desarrollo de un oficio que me permite desde otra posición, aportar elementos que tienen más que ver con mi trayectoria que con mi frescura o mi capacidad de crear constantemente formas originales y sorpresivas de trabajar las temáticas. Creo que esto aporta valor desde un punto de vista más maduro y reflexionado, pasado también por la experiencia y la investigación.

De mis sesenta años, prácticamente treinta y ocho han estado dedicados a la docencia, desde aquellos inicios realizando mi servicio social hasta hoy que puedo considerarme un docente profesional, un formador de docentes y un aprendiz de investigador y pensador de la educación. 

De todo este tiempo he recibido mucho bien de todos mis estudiantes, muchos de los cuales hoy siguen manteniendo cierto nivel de contacto conmigo. Poder ver la forma en que de alguna manera he aportado algo a sus vidas, es el mejor regalo que he podido recibir y estas líneas son un modo de agradecerlo.

 

*Foto de portada: Max Fischer | Pexels

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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