Lado B
OPROBIO
Mildred Pérez de la Torre
Por Lado B @ladobemx
17 de abril, 2015
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Mildred Pérez de la Torre

 

Germán probó la mota un martes por la tarde en la azotea de su casa, justo antes del atardecer, cuando el cielo y el aire se tiñen de rosa-violeta.

El cuartito de Lala estaba junto al tinaco. Era de tres por tres. Tenía regadera, lavabo  retrete y una ventanita cubierta con cortina rosa. Sólo cabía un mueblecito y la cama. Una grabadora negra, análoga, con antena y dispositivo para cassettes, siempre estaba encendida.

La mayor tristeza de Lala era no tener televisión en el cuarto. No sabía leer. Cuando terminaba el quehacer, tenía instrucciones de subir a la azotea y permanecer allí hasta que nuevamente se le necesitase. La señora Hortensia no la dejaba salir a echar el chisme con las otras sirvientas de la cuadra. No quería que Lala fuera a sacar los trapitos al sol. Por nada del mundo quería que la gente supiera las cosas que pasaban en esa casa.

La primera marihuana que Germán fumó venía mezclada con polvo de ángel. Le dio la pálida y tuvo que usar de emergencia el baño de Lala. Vomitaba, ahogándose en sus arcadas, cuando Lala entró.

—¿Germán?

Él le hizo señas de que lo dejara solo, pero ella corrió hasta el lavabo y empezó a echarle agua fría en el cuello. Fría. La más fría posible.

Aún mareado, Germán se limpió la cara con papel de baño; notó que era más áspero que el que él usaba en casa, y odió a su madre. Hasta para eso era clasista. Primero muerta antes de que la sirvienta se limpiara el culo con el mismo papel que ellos. Se enjuagó la boca y tuvo que sentarse un momento en la camita individual de Lala.

—Estás bien pálido.

—No le digas a mi mamá —el tomó su mano. Ella se estremeció. El hijo de la señora Hortensia nunca antes la había tocado. A un volumen bajo, casi ineludible, sonaba una canción que decía ven porque te necesito, mi a… mi amor…

Hortensia no tardó en darse cuenta de que su hijo pasaba más tiempo en la azotea que en su recámara o con sus amigos. En realidad, ella creía que Germán no tenía amigos. Ni siquiera uno. Nadie nunca le llamaba por teléfono. Jamás le pedía permiso para ir a una fiesta o al cine. La mayor parte del día, Germán estaba encerrado. La palabra masturbación rondaba la mente cerrada de Hortensia, pero ella la evadía por completo. Tal vez sería mejor que Germán siguiera guardadito en su cuarto, no en la azotea, haciendo quién sabe qué. Entonces constató que últimamente, después de las cinco de la tarde, Lala subía a su alcoba y no bajaba hasta como a eso de las siete y media, cuando Manolo volvía del trabajo y era hora de preparar la cena. También, en las últimas semanas, a Lala le había dado por ducharse por las tardes,  y no por las mañanas, como solía hacerlo. Hortensia detestaba que los primeros olores del día fueran jabón barato y shampoo corriente. Pero ahora ese olor  a productos de cuarta, ese cabello aún húmedo, con brochecitos de plástico, la volvían loca por las noches, justo antes de ir a dormir. Soñaba con esa pestilencia, con ese maldito olor que la hacía pensar en la cara de Lala: ojona, sonriente, ranchera, humilde, sirvienta. ¿Por qué ahora se levantaba más temprano? ¿Por qué ya no tenía que regañarla por escabullirse en la cocina para hablar por teléfono con su hermana? Algo olía mal, eso lo sabía bien, pero Hortensia se negaba a creerlo. La verdad flotaba en alguna parte de su inconsciente. Ahí estaba, prístina, inmaculada, pero ella no quería verla.

Germán no le contó a Alberto, su mejor amigo, que se estaba tirando a la muchacha. Mucho menos que se había enamorado de ella. Todos sus sentimientos estaban ocultos en una libreta negra que escondía debajo de la cama de Lala. No había forma de que su madre la encontrara ahí. Doña Hortensia esculcaba sus cajones, se asomaba en el clóset, debajo de la cama, en busca de algo con lo que pudiera decirle a Germán que era un cochino, un puerco. No siempre fue así. Hortensia cambió cuando Germán cumplió doce años. Solito, se descubrió en la regadera, jugando con el chorro de agua. Era tal el gozo que sentía que cerró los ojos y perdió la noción del tiempo. No se percató de que Hortensia lo observaba. A partir de ese día, cualquier ida al baño que durara más de dos minutos era un martirio. Hortensia tocaba la puerta, le ordenaba que saliera de inmediato. Por más que él le juraba que estaba haciendo del baño, ella tocaba la puerta con fuerza hasta que él le abría. Más de una vez lo había visto. Y lo que era peor, se cercioraba de que Germán no tuviera una erección.

—En serio, Alberto, quiero irme de la casa.

—Es lo malo de ser hijo único, tu jefa sólo te chinga a ti.

—Está de manicomio.

—Ah, sí, de que tu jefa está loca, está loca. Todos esos santos y ángeles y cruces están de miedo. ¿Por qué ahora es tan estricta contigo?

—No tengo la más puta idea.

Germán besaba los senos de Lala, le acariciaba el vientre, le decía que quería tener un hijo con ella. Que la amaba y estaba dispuesto a irse de la casa, y llevarla con él. Lala sabía que doña Hortensia sospechaba de su amor. La miraba con odio, con sospecha, pero no se atrevía a decir o preguntar nada. Lala se esmeraba en hacer todo bien, en que todos los rincones estuvieran limpios, libres de polvo; ningún mueble sin sacudir, ningún motivo para que la echara. Por las tardes, parecía que el mundo dejaba de girar y, por dos horas, de cinco a siete, ella y Germán recorrían sus cuerpos, enamorados, mientras Hortensia hurgaba entre las cosas de su hijo, en busca de una pista, la que fuera, para averiguar en qué diablos se había metido. Y la encontró. Abrió una cajita que estaba escondida detrás de los libros de Germán y encontró marihuana. Manolo seguro la apoyaría. Lo enviarían lejos, a una escuela militar, de preferencia fuera del país, para que nadie se enterara. Si algo le importaba a la triste y solitaria Hortensia, era el qué dirán, la opinión de los otros. Salió de la recámara de Germán, furiosa, con la cajita en mano. Pero no había nadie en casa, ni Germán ni Lala. Seguro está fumando sus porquerías, pensó. Con cautela, subió despacio las escaleras de servicio, cuidadosa de no hacer el más mínimo ruido. Ella, que tenía el olfato muy desarrollado, no olía nada fuera de lo normal. Pero su hijo no estaba en la azotea, había un silencio absoluto, hasta que, poco a poco, empezó a oír una voz aguda que gemía y hablaba de sufrimiento: era la voz de Gustavo Ángel, el vocalista de Los Temerarios. Cómo odiaba la música de Lala, esa música de nacos. ¿Por qué en los pueblos no les enseñaban a oír música clásica? Y de pronto: un rechinido. Algo oxidado se movía constantemente, muy cerca de ella.

Se acercó a la ventanita, cubierta con cortina rosa. Eran las cinco y media de la tarde. El cielo empezaba a teñirse de rojo anaranjado, pero Hortensia no lo vio. Estaba muy ocupada, intentando ver qué tanto hacía Lala. El cassette se detuvo. Había que cambiarlo de lado, pero las manos de su hijo y las de la sirvienta estaban ocupadas. Fue ahí cuando pudo oír con claridad el rechinido de la cama.

Germán se despidió de Lala con un tierno beso antes de que ella se metiera a bañar. Mientras bajaba las escaleras de servicio, pensó que las cosas pasaban por algo. Si él se había enamorado de Lala era, tal vez, para que su madre cambiara; tenía que dejar de tratar a la gente humilde de esa manera. En algún momento tendría que decirle la verdad, y estaba seguro de que su padre lo apoyaría. Al fin y al cabo, no era pecado enamorarse de la trabajadora doméstica. ¿Cuántos jefes no se enamoraban de sus secretarias?

Entró a la casa, sigiloso. El silencio lo preocupaba. Qué raro que su madre no estuviera viendo la tele. Hortensia lo esperaba en su recámara, sentada sobre la cama, con la cajita de marihuana en las manos. Germán sintió alivio, menos mal su madre tenía esa cara por haber descubierto la mota y no por algo relacionado con Lala. Eso sí sería el acabose. La miró a los ojos y suspiró.

—Mamá, tienes que dejar de husmear en mis cosas.

Hortensia tenía la mirada perdida, su corazón latía arrítmicamente. En secreto, deseaba morir, que le diera un infarto. Así Germán se sentirá culpable toda la vida por este oprobio, esta deshonra.

—Vamos, Dios, fulmíname aquí, ahora, delante de él… —pensaba, pero Dios no la mató.

Germán se cruzó de brazos, fastidiado.

—Mamá, ¿vas a quedarte ahí sin decir nada?

Hortensia lo miró. No había lágrimas en sus ojos. Parecía tranquila, aunque por dentro sentía rabia, furia, laceración.

—No —respondió Hortensia. Se puso de pie y entregó la cajita a Germán antes de salir. A él le pareció extraña la reacción de su madre. Esperaba gritos, pasajes de la biblia que Hortensia se sabía de memoria, perfectos para ejemplificar lo que sucede con los pecadores, pero no ocurrió nada de eso. Por primera vez, Hortensia había perdido el don del habla y lo había dejado en paz.

Hortensia se puso de rodillas junto a la cama y observó con detenimiento el cuadro sobre la pared: un Jesucristo gigante, que era tan ancho como la cama king size. ¿Qué debo hacer ahora, Jesús? ¿Por qué permitiste que esto pasara? Si estás ahí, muéstrame una señal de que todo en lo que creo es cierto. Hazte presente, ilumíname, señor, y que tu mano justa se encargue de castigar a los que no son dignos de ti, ni de tu reino. Se persignó y agregó: “Que así sea”.

Manolo no llegó a cenar. Otra junta de negocios que se había prolongado. Hortensia presentía que su esposo la engañaba con su secretaria, pero no tenía pruebas, y aunque las tuviera, de nada hubiera servido. Prefería vivir así, engañada en silencio, a que los demás supieran que su marido le ponía los cuernos.

—¿Qué le preparo, señora?

Hortensia no tenía ánimos de hablar, mucho menos con Lala, pero las ganas de fastidiar fueron más fuertes.

—Sopa.

—¿A esta hora?

—Sí. Quiero una sopita de papa.

—Pero, señora, eso va a tardar mucho.

—¿Y qué tiene? ¿O estás muy cansada?

A Lala casi se le doblan las rodillas. Doña Hortensia sabía, era un hecho. Segurito la iba a correr.

—No, señora, ahorita se la preparo.

—Mejor ya no. Puedes subirte a dormir. Hasta mañana.

Lala, asustada y confundida, inclinó la cabeza, salió por la puerta de la cocina y subió las escaleras de servicio más rápido que de costumbre, no quería que la señora Hortensia la viera llorar.

En su cuartito, Lala berreaba de angustia. En su recámara, Germán fantaseaba con el día en que se iría de su casa para siempre, acompañado de Lala. A la mierda lo que pensara Alberto, sus padres y todo el mundo. En el amor no importan las clases sociales, mucho menos la edad. No tenía nada de anormal que se enamorara de una chica de veintisiete. Diez años de diferencia no son nada. Ayudaría a Lala para que aprendiera a leer, para que estudiara; aún tenía toda una vida por delante. En un año, cuando él cumpliera dieciocho, se largaría con ella.

Eran las doce y media y Manolo aún no llegaba. Hortensia no podía dormir. No sabía qué hacer. Con quién pelear. Pero confiaba en que el señor se encargaría de remediar este acontecimiento que le había causado un irreversible daño moral. Germán era un malagradecido. Después de todo lo que había hecho por él, después de darle la vida, así le pagaba: fornicando con la criada. Hortensia tenía la esperanza de que los muy idiotas se hubieran cuidado. Que su primer nieto fuera parido por una sirvienta, era algo que no estaba dispuesta a tolerar. La despediría. Mañana, cuando Germán estuviera en la escuela, sacaría de patitas a la calle a esa lagartona. La amenazaría de muerte si era necesario, pero Lala tenía que desparecer.

Manolo y Germán no estaban cuando Hortensia despidió a Lala.

—Lala, hoy es tu último día en esta casa. Ay, pero quita esa cara, nada es para siempre. ¿Creías que no me iba a dar cuenta que estabas abusando de mi hijo? Podría denunciarte, después de todo él es menor de edad, pero odio los escándalos, así que por favor sube a tu cuarto, agarra tus cosas y te largas. Toma, aquí está tu sueldo de lo que va del mes. Y si no quieres meterte en problemas, no vuelvas a acercarte a mi hijo. No sabes de lo que soy capaz.

Lala subió corriendo las escaleras de servicio, lloraba, tenía miedo, vergüenza, terror. Iba tan deprisa que la chancla se le atoró en un ppeldaño. Ella resbaló. No logró sostenerse del barandal y cayó hacia atrás, rodando y golpeándose contra los escalones de metal. El cuello se le quebró y, por fortuna, murió instantáneamente.

Cuando Germán volvió de la escuela, peritos, oficiales y paramédicos se despedían de su madre, lamentando el terrible suceso. Hortensia estaba en shock, no daba crédito y se arrepentía de haberle pedido al señor con tanto hincapié que hiciera justicia; fue ella quien rezó y exigió un escarmiento para esa mujerzuela que se había acostado con su hijo. Germán se quedó inmóvil frente a la casa. Miraba a su madre como si ella hubiera sido la culpable de la muerte de Lala. Hortensia se acercó a él y le tomó la mano con dulzura.

—Hijo…

—La mataste.

A Hortensia se le rompió el corazón.

Esa noche, Manolo tampoco llegó a dormir. ¿Será que al fin se había decidido a dejarla por su secretaria? Hortensia se hincó a un lado de la cama, inmersa en la imagen de Jesucristo, pero a partir de esa noche, prefirió no rezar. Se acostó, sola en la cama king size, tratando de poner la mente en blanco. Lo mejor era no pensar. Le llegó un olor a hierba quemada. Podía oír la voz de Germán y los gemidos de Gustavo Ángel, cantando son las noches imposibles, solo ya no puedo más. Es tu ausencia la razón, ven porque te necesito, mi a… mi amor.

 

Mildred Pérez de la Torre (Ciudad de México, 1982) es géminis, melómana y escritora. Durante el día trabaja como editora y por las noches es dj. Vive en Tepoztlán, en una casita en medio del bosque. Forma parte de las antologías Blur: amor y paranoia en los 90 (2014), Porciones creativas (2012), Voces sin fronteras II (2012), El rumbo y el enigma (2011) y El terror y otros cuentos para niños (2011). Su primer libro, Uróboros, consta de 11 cuentos que puedes descargar gratis en iBooks o leer en Novelistik.com. Ha colaborado en revistas como Rolling Stone, Replicante, Letralia, Marvin, Pez Banana, entre otras.

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