Lado B
THRILLER EN LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE
Eric Uribares
Por Lado B @ladobemx
16 de octubre, 2014
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Eric Uribares 

para Jaime Guerrero

1

Yo sabía quién era Carlos Fuentes, claro que lo sabía, pero nunca había leído alguno de sus libros. Lo apreciaba porque siempre era muy amable y nunca se retrasaba con la quincena. Se molestaba cuando veía mi arma pero sólo me pedía que la mantuviese oculta. Nunca me regañó ni le escuché una mala palabra. Era un caballero al que había que abrirle la puerta del auto. Le gustaba viajar en el asiento trasero. Ahí extendía los periódicos a sus anchas, cruzaba la pierna y leía. Abría primero la sección de espectáculos porque decía que compensaba su nulo interés por la televisión, después se iba a las noticias internacionales. Las que nunca leía eran las de cultura, decía, mire Gabriel, el periodismo cultural ya no existe y no sé si alguna vez existió, pero tome, ande Gabriel, lea usted, porque leer lo que sea es bueno, y me regalaba siempre esas hojas que recomendaban libros del momento o entrevistaban intelectuales.

Quien me contrató fue la señora Sylvia, esposa de don Carlos. Él siempre creyó que no necesitaba de mí. Pero a la señora Sylvia le atemorizaban las amenazas, mismas que habían empezado con las marchas de los consumidores; se trataban de cartas que llegaron primero a la editorial donde publica el señor Fuentes y después al domicilio familiar. Cuando la señora llevó las evidencias a la policía, el responsable tomó la declaración y la mandó de regreso a casa con promesas vagas de investigar el asunto. Tras varias visitas de doña Sylvia por la comandancia, un día mandaron a un detective que, tras realizar unas preguntas y hurgar con minuciosidad por la casa del patrón, decidió archivar el asunto. No lo culpo, eran otros tiempos, eso de los pleitos y el terrorismo literario comenzaba como un rumor gracioso.

Pero las cartas continuaron llegando.

Fue entonces cuando me contrataron. Cuando la señora me explicó de qué iba todo aquello, pensé que se trataba de un asunto menor, indigno de mi capacidad y trayectoria; pero eran tiempos difíciles y no aptos para rechazar una buena oferta. Así que dejé la escopeta y la semiautomática en casa y desempolvé el pequeño revólver de dos tiros que uso en las vacaciones. No necesitaba más para mantener a raya a una pandilla de lectores inconformes.

El trabajo era tranquilo, incluso fue tranquilo hasta cuando dejó de serlo y la violencia y la guerra entre los intelectuales poseyó a todos. Para entonces, tenía identificadas todas las posibles amenazas y riesgos. El mismo patrón se encargaba de ponerme al tanto. Ahí están los Poetas Zombies, allá los Novelistas Cacofónicos, acá las Cuentistas en Abstinencia; decía el señor Carlos al llegar a un evento, y normalmente remataba la frase con un, le digo Gabriel, que en este mundillo todos son pandillas, mafias y catervas. Yo sólo escuchaba y no le quitaba la vista de encima. El mayor reto era pasar desapercibido, mantenerme en el anonimato. Mis colegas no pueden verme con un guardaespaldas, Gabriel, recuérdelo, usted es sólo el chofer.

Fue en una feria del libro de esas a las que invitaban al señor Fuentes a dar conferencias y recibir galardones. Desde un principio el asunto me olió mal. Con los años en el oficio uno adquiere sensibilidad especial para saber cuándo algo está podrido.

Aquella vez, al bajar del auto, el estacionamiento olía a cementerio. Aguarde don Carlos, le dije, algo no está bien. Pero él descendió sin preocuparse. Ya dije que al señor Fuentes le tenía sin cuidado el asunto de las amenazas y el cada vez más peligroso ambiente de las letras. Porque aquí es necesario agregar que, para entonces, el señor Fuentes no era el único en la mira de grupos literarios radicales o de lectores inconformes.

Ese día don Carlos bajó del auto y se topó con las decenas de periodistas y fotógrafos que siempre lo siguen. Yo me coloqué a su espalda e iniciamos el recorrido rumbo al auditorio. Tuve entonces el segundo presentimiento que debí tomar como definitivo para llevarme de ahí al patrón. De pronto nos vi caminando hacia el cadalso. Señor Carlos, le dije al tomarlo del hombro, espere. El patrón volteó y me dijo, calma Gabriel, estás muy estresado, te falta dormir bien.

Ya no dije más, pero me mantuve alerta y desabotoné la sobaquera donde traía enfundada la pistola. Normalmente me siento en las primeras filas e incluso hasta escucho al patrón y le aplaudo, pero ese día, durante la conferencia, me mantuve de pie recargado en el muro de un pasillo. Gracias a eso detecté el primer movimiento de los enemigos. Eran un puñado de ancianas que, con agilidad inusual para su edad, se hicieron del micrófono para recitar un unos párrafos de Amparo Dávila. Lo que pareció una broma, se convirtió en algo serio. Otro grupo de ancianas, esta vez bastante más numeroso, entró en estampida al auditorio arrollando todo a su paso cual gacelas rabiosas. En ese momento supe que eran las Narradoras Octogenarias, reconocidas por la violencia de sus intervenciones.

Metí mano a la sobaquera y cuando quise tomar mi arma, un golpe en la nuca me sacó de balance y mandó al suelo. Al intentar incorporarme, decenas de viejecillas me golpearon a sombrillazos con la destreza de un artista marcial milenario. Mientras, otro grupúsculo secuestraba al señor Fuentes alzándolo en hombros como hormigas al pan. Don Carlos intentaba hacerles frente con valentía, pero ellas, como algunos lo sabíamos, eran expertas en estas situaciones y desplegaban tácticas de eficacia probada.

Todo el asunto no llevó más de un puñado de minutos, tiempo que bastó a las Octogenarias para llevarse al patrón, amordazarme y huir dejando tras de sí una estela de terror y confusión. Apenas alguien me desató, corrí tras ellas. Pero en el estacionamiento no había rastro alguno, se percibía la misma tranquilidad de sepulcro que sentí al llegar. Quise entonces avisar a la señora Sylvia, pero me habían despojado del teléfono y la billetera. Tampoco tenía las llaves del auto. Supe que había fracasado.

 

2

Yo sólo sé lo que se decía en los pasillos de la redacción de Excélsior. Que había grupos de lectores secuestrando escritores, que había grupos de escritores secuestrando lectores, que había grupos de lectores secuestrando lectores y que en general, todo mundo estaba formando grupos para secuestrar, autosecuestrarse o evitar ser secuestrado.

Meses antes sucedió lo del señor Monsiváis, a quien las autodefensas de consumidores literatos obligaron a orinar sobre su obra periodística. Se lo llevaron mientras veía una película francesa en la Cineteca. Entró a la sala pero ya no salió. Se supo de él días más tarde cuando apareció sedado en la misma butaca de la que se esfumó. Antes, el mundo vio por you tube a un  hombre descargar la vejiga sobre sus escritos.

Primero fueron las pandillas de lectores que exigían que las historias terminaran como ellos querían, de no ser así, protestaban frente a la casa del autor. Por supuesto, no eran muchos, un puñado de esos que se toman un rivotril la noche previa a que el libro se encuentre a la venta y son los primeros en adquirirlo.

Pero ya dije que yo sólo escuchaba las cosas como el redactor nocturno que era. Callado, bebiendo taza tras taza de café aguado y transcribiendo los cables que llegaban de las agencias europeas.

De vez en vez, presenciaba el barullo en los pasillos y entonces sabía que las cosas se desbordaban de a poco. Algún nuevo secuestrado o quizá otro enfrentamiento entre fanáticos de ánimo iracundo.

Se formaron catervas, grupúsculos  de consumidores con intereses diversos. Los lectores de poesía se mostraron particularmente aguerridos, levantaron la mano tras años de un silencio marginal, de menosprecio, de un desconocimiento que los reducía a vegetales.

Fui testigo de cómo los escritores se convirtieron en simples títeres de los lectores o tuvieron que contratar guardaespaldas, quienes a menudo no cobraban, pues eran lectores empedernidos de su autor favorito. Fueron los tiempos de todos contra todos, de pasiones desatadas, de bombazos en las plazas de toros, de consumidores ofendidos o frustrados. Y eso dio paso a un orden distinto que algunos llamaban caos, otros posmodernidad y algunos como yo, sólo entendíamos que las cosas eran un completo desvergue.

Y como a toda acción corresponde una reacción, la virulencia fue inusual. Escritores secuestrados por su único lector, editores apaleados por aspirantes rechazados, talleres literarios versus talleres literarios.

En medio de todo esto, es que sucedió el secuestro Carlos Fuentes.

 

3

Me llamo Eugenia Mata Martínez, tengo ochenta y dos años, presido al Grupo de Narradoras Octogenarias, no tengo dientes, recito de memoria algunos párrafos de Rosario Castellanos y si me apuran, también de Elena Garro. Nunca he publicado, ninguna de nosotras lo ha hecho. Publicar es el horror, se los digo, señoras y señores.

El asunto lo planeamos por mucho tiempo. Fuimos nosotras quienes conseguimos que invitaran a Carlitos al evento, y como ya sabíamos que le encantan los reflectores, estábamos seguras de que el ratón se metería solito a la ratonera. Así estuvimos, desde meses antes, a la hora del taller entre tachoneos, correcciones y galletitas; ajustando nuestros movimientos. Porque nosotras no improvisamos, eso hay que dejarlo a los poetitas de vanguardia con alma de raperos, a nosotras nos gusta que las cosas salgan con la exactitud de un texto borgiano.

Antes, quiero confesar lo que ya todos imaginan. Del amor al odio hay un paso, dicen los sabios populares, y por supuesto, a todas nosotras Carlitos nos parecía un bombón, sólo equiparable en su eṕoca con Mauricio Garcés, pero en general todas tuvimos en nuestra primera adolescencia un pensamiento lúbrico, disculpen ustedes la frase, con Carlos Fuentes.

Pero si del odio al amor hay un paso, del amor al odio el paso se hace más chico, diría mi abuela, y pues claro que nos sentimos ofendidas de tantas cartas sin respuesta que le mandamos a Carlitos, tantas peticiones para que fuera a tal o cual feria municipal del libro, misivas con felicitaciones en su santoral, pero nada, ni una respuesta, ni un saludo, ni un guiño en sus novelas.

Y entonces, poco a poco nos dimos cuenta de la verdad.

Carlos Fuentes murió (de manera simbólica, claro está ¿acaso hay otra manera de morir para un escritor?) en la década de los setenta, después de publicar Terra Nostra, dejó de escribir con voz propia y comenzó a poner palabras, una detrás de otra pero como zombie, como enajenado. Y eso, señores y señoras, es morir.

Y decidimos secuestrarlo porque en realidad ya estaba secuestrado desde antes. Secuestrado por el mercado, por los editores, por la fama. Mienten los que afirman que lo hicimos por despecho, por amor mal correspondido.

Íbamos a obligarlo al compromiso de no publicar ni un libro más, pero entonces, sucedió: pidió un bolígrafo para firmar nuestras exigencias, pero antes, se anudó bien la corbata, pidió que lo dejáramos engominarse el cabello, porque nadie puede firmar un tratado en harapos ni malas condiciones, dijo, y por supuesto, pues nosotras le pasamos un peine, y un poco de goma para el cabello, y lo ayudamos a peinarlo y luego pidió que le plancháramos el traje, y nosotras, pues claro que no íbamos a negar tan digna petición, y sacamos el burro de la plancha y comenzamos a darle, hasta le almidonamos el cuello de la camisa; alguna cedió a la tentación y cuando menos me di cuenta ya estaban pidiéndole un autógrafo a Carlitos, y éste,  en pleno síndrome de Estocolmo, abrazaba a las muchachas cual nieto bonachón.

De pronto salieron los libros de Carlitos por todos sitios, y algunas compañeras del grupo acabaron solicitándole que les diera un taller los fines de semana. Carlos aceptó gustoso.

Yo, señoras y señores, me marché antes de que otra estupidez pudiese ocurrir.

 

Eric Uribares nació en la Ciudad de México, en 1979. Es narrador y poeta, ha publicado el libro de cuentos: «Ladrón de dinosaurios» (Ficticia editorial). Actualmente es becario del FONCA..

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Autor Lado B
Lado B
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