“Regresamos a nuestro país, un lugar precioso, ya lo verás”, me dijeron mis padres. Fue en 1993, el año en que Eritrea, una pequeña nación del Cuerno de África, consiguió la independencia tras 30 años de lucha contra Etiopía.
Llegamos a la capital, Asmara, a principios de 1994. Fue un momento emocionante. Muchas familias que habían huido del conflicto y se habían establecido en el extranjero regresaban lentamente, en ocasiones tras 30 años de ausencia.
Euforia. Se podía sentir la euforia en el aire…
Los combatientes por la libertad recorrían las calles de Asmara luciendo sus características sandalias de plástico (shida) y su tremendos peinados afro. Los extranjeros estaban deseosos de visitar el país más joven de África. Las familias regresaban al que ahora era su país, ilusionadas y jubilosas, reanudando lazos familiares tantos años rotos.
La capital bullía de energía. Yo me entregué a mi identidad recién hallada y aprendí rápidamente a amar a mi país y a su gente. La riqueza de su cultura y de su idioma, el presidente caminando por mi calle sin escolta (¡incluso llegó a saludarme!), su clima, la arquitectura art-decó (restos del pasado colonial italiano), las palmeras, el mar azul…
Y el compromiso.
El eterno compromiso de mi pueblo con su nación. Los estudiantes dedicaban los veranos a reconstruir el país. Los periodistas podían ejercer su profesión libremente. El proceso de redacción de la Constitución fue alabado por muchos analistas por su alto grado de participación.
Eritrea parecía contar con todos los ingredientes para convertirse en un Estado democrático cuyos ciudadanos podrían disfrutar libremente de sus derechos. Y entonces todo cambió.
En 1998 estalló una disputa fronteriza entre Eritrea y Etiopía, que se resolvió en 2000 con un acuerdo de paz, pero causó decenas de miles de víctimas y la ruptura de relaciones diplomáticas con Etiopía, vigente hasta el día de hoy.
El talante cada vez más autoritario del presidente comenzó a ser criticado por destacados políticos. En septiembre de 2001 se detuvo a un grupo de políticos prominentes, que en la actualidad siguen en régimen de incomunicación. Poco después comenzaron las detenciones de periodistas y se cerraron todos los periódicos. El país se quedó sin medios de comunicación independientes.
Eritrea comenzó a ser sinónimo de arrestos arbitrarios, detenciones en régimen de incomunicación, tortura, trabajo forzoso, restricciones a la libertad de expresión, ruptura de relaciones diplomáticas.
Miles de presos se consumen en la cárcel, algunos desde hace más de 20 años, sin cargos ni juicio. Sus familias no saben si están vivos o muertos. Decenas de personas tratan de huir del país cada mes.
En mi país se detiene a la gente y se la obliga a hacer un servicio militar indefinido. No existe la objeción de conciencia.
A menudo me preguntan: “¿Vas de visita a tu país?”.
“No puedo” –respondo sin un ápice de ironía–, me arriesgo a que me recluten para hacer un servicio militar indefinido. Y la verdad es que no me veo con un Kalashnikov”.
Es hora de cambiar
El 21 de enero de 2013, se tuiteó que unos soldados habían ocupado el Ministerio de Información y habían emitido un llamamiento para que se pusiera en libertad a todos los presos políticos y se aplicara nuestra Constitución.
Se me desbocó el corazón. No podía creerlo. Era la primera señal de disidencia organizada en años. Me vi de nuevo en Eritrea, andando por las calles de la bella Asmara.
Mi euforia duró poco. El gobierno hizo lo habitual: arrestar y encarcelar a todos los presuntos responsables sin cargos ni juicio.
Mi país se asfixia desde el interior. Pero yo no he perdido la esperanza, y no estoy sola.
La población en el exilio, especialmente la juventud, aprovechó esta señal de disidencia interna y organizó en sus países actividades de protesta por las violaciones perpetradas por el gobierno eritreo.
Pero no es suficiente. Creo que necesitamos más gente que actúe. Es hora de que la historia de Eritrea se conozca en todo el mundo. Es hora de pedir cuentas al gobierno por las violaciones que ha cometido. Quiero que me devuelvan mi país.