Lado B
Del odio al amor solo hay un paso
 
Por Lado B @ladobemx
19 de abril, 2013
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Liz Ruiz

“Quien bien te quiere te hará llorar”. “El que quiera azul celeste que le cueste”. “Si no te cela no te quiere”. Hay muchos dichos y refranes populares que ejemplifican la manera de pensar generalizada de nuestro país. Desde hace ya varios años México fue declarado uno de los países más violentos del mundo, pero ¿cómo no ostentar premio semejante, si al analizar nuestra “sabiduría popular” encontramos mezclado el amor con la violencia? Hablemos de esto más despacio.

Existe un consenso prácticamente irrebatible sobre el amor: es lo más sublime. Todos y todas estamos de acuerdo en que el amor (sea lo que este sea), es la máxima experiencia y el mejor logro humano. Cualquiera aspira a encontrar el amor, nos consideramos en la opulencia si nos rodeamos de gente que nos ame, nos sentimos en la oscuridad total si creemos haberlo perdido, nos impresionamos al encontrarlo en otras especies. El epítome de lo magnánimo del amor es la idea “Dios es amor”, y seamos o no creyentes, esto último es solo un reflejo de nuestra construcción de tan maravilloso sentimiento.

La violencia, por otro lado, parece ser la peor creación de la humanidad (y esta idea también está bastante generalizada y aceptada). ¡Ah! Porque no está demás aclarar que la violencia es un invento de nuestra especie, muy distinto a la agresión, pues esta sí existe en todas las especies y es exclusiva para la defensa propia. Entonces ¿qué es la violencia? Es ese malsano placer que experimentamos al infligir sufrimiento a nuestr@s semejantes, es el dañar por dañar, lastimar y herir no para defender mi vida, sino como una simple manera de relacionarnos con toda la vida que me rodea. Toda una desgracia.

La cúspide de la violencia es, por supuesto, la guerra. Al pensar en violencia “de verdad” aludimos al holocausto o los crueles e incontables genocidios que tenemos en nuestro haber (y en nuestro presente) como humanidad. Pero, ¿será la violencia tan aparatosa siempre? ¿Estará tan lejana? ¿No nos suena muy familiar en nuestra vida cotidiana?

Es curiosa la estrecha relación que hacemos entre la violencia y el amor. Si es este lo más ingente que experimentamos ¿cómo puede estar ligado a lo que evidentemente es la peor ocurrencia de la humanidad? Considero que nuestro peor error es creer que vienen en el mismo paquete, porque de esta forma naturalizamos la violencia, la volvemos algo “bueno”, “justificable”, “comprensible”. En pocas palabras: la violencia en el amor se vale.

En el día a día lo vivimos con claridad y en variadas presentaciones. Podemos encontrar regaños y castigos crueles que dan las madres y padres a sus crías, como golpes, insultos y etiquetas que justifican en nombre de una buena educación, (“lo hago porque te quiero”, “esto me duele más a mí que a ti”, “cuando seas grande me lo agradecerás”). Obviamente, al crecer todos y todas hemos aprendido a llevar esto al terreno de la pareja. Y es en este punto donde aparece esa violencia dialéctica tan común y tan invisibilizada. Celos, prohibiciones de todo tipo (la ropa, el proyecto de vida, los gustos y hábitos, las amistades), chantajes, amenazas, engaños, la clásica ley del hielo, y un triste y largo etcétera.

También está aquella otra violencia… esa que es “chistosa”, esa que es “normal”, que “está chida” y que quien se atreva a repelar “es un/a exagerado/a”. Es la violencia de la mercadotecnia, del cine y la televisión. La violencia de las canciones norteñas que ostentan con orgullo mentadas de madre hacia “la que no me supo amar”. La campañita graciosa de la cervecera que estereotipa a una población entera con su facilidad para ser hombre. Las corcholatas que traen “pretextos” que parecen más bien una apología de la mentira.

Y es que la violencia no es solo armas, bombas, sangre y golpes. No se da solo entre borrachos afuera de un bar, no se necesita ser una persona característicamente violenta. La violencia no se perpetúa solamente con golpes del padre hacia la madre, sino con pequeñas acciones cotidianas que de primera mano nos parecen divertidas y normales. ¿Será acaso que las percibimos así, precisamente porque ya nos habituamos a la avasalladora y vapuleante condena de vivir en la más absoluta oscuridad de la paz? ¿Y no será, por cierto, que nos hacemos de la vista gorda ante la violencia cuando no va dirigida hacia uno/a mismo/a? Porque, eso sí, todo es muy gracioso y normal hasta que me toca a mí. ¿Será posible que hayamos desarrollado tal indiferencia? Esta me parece la metáfora de la ceguera blanca de Saramago: ese pueblo que poco a poco va perdiendo la vista y llegan en sus tinieblas blancas a lo más oscuro de la humanidad.

Para vivir el amor de esa forma trascendental, espiritual y plena a la que aspiramos es necesario tomar consciencia de la violencia que lo opaca, pues no pueden cohabitar contradicciones semejantes que se mantengan sin resolver y las aceptemos con resignación como parte de la vida. La violencia no es inherente a la humanidad, la violencia no es inherente al amor, pero el amor sí es inherente a la vida. ¿Cuál es el elemento que sobra entonces en esta ecuación? El lugar que ocupa mi violencia en mí es el espacio que le está robando a mi amor.

En este, tristemente, largo tema se me acabó el espacio. Muchas gracias y nos leemos en quince.

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