Son salas que se salvaron de la vorágine privatizadora del sexenio salinista que convirtió los cines en bodegones para venta de electrodomésticos, a cambio tuvieron que vender el alma y abrieron sus puertas a la carne, la fílmica y la real. Y pasaron de las aventuras, el romance, el drama y la comedia a la simpleza del roce de piel con piel y el intercambio de fluidos.
“En estos cines el show no está en la pantalla, sino en las butacas” cuenta un visitante que acude con alguna frecuencia a estas salas a buscar sexo casual.
Y así es, en la industria del porno las y los pornostars no se hacen en las salas de cine, el starsystem de esta industria vive de la producción a baja costo, casera pues, y con la llegada del internet los rostros mutaron a casa productoras con propuestas más cercanas al reality show que a la producción basada en estrellas.
Si, la proyección en pantalla es tan sólo el pretexto, la justificación para el bombazo de adrenalina que corre por las venas es la clandestinidad sexual que se cubre de las miradas con las pesadas cortinas, lo mismo en un cine como el Colonial –ubicado a una calle del paseo Bravo— que en el Teresa de la ciudad de México –hoy ya cerrado a esas expediciones–.
Aunque, desde siempre, las salas de cine han fungido como ese espacio permisible y hasta erótico para las incursiones sino netamente sexuales, si carnales, como una mano que roza a la otra, un brazo que cruza los hombros del acompañante como no queriendo la cosa, suspiros y besos.
Lado B se echó un vistazo a lo que hay detrás de esas cortinas y encontramos cosas interesantes y divertidas, asómense.
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