La primera impresión es de estupor. Nada en el camino lo advierte, nada te prepara para encontrarte de lleno con una enorme nave voladora plateada que resplandece al sol justo al salir de aquella última curva de la carretera que conduce a los restaurantes de trucha que florecieron a la sombra de la granja piscícola de San Baltazar Atlimeyaya.
Pero desde hace más de seis años ese Objeto Volador No Identificado nos vigila desde la cima de una colina a la que todos conocen como “la casita blanca”. No tiene extraterrestres en su interior, lo cual es una pena, pero en su exterior se congregan algunos residentes del municipio poblano de Atlixco para beber una cerveza o pintarrajear la nave con su elaborado graffiti. Nada que ver con la gente que, hace mucho tiempo, precisamente en este punto terrestre que colinda con Cholula e Izúcar de Matamoros, se reunía con la esperanza de ver ovnis de verdad y, con suerte, tener un encuentro cercano del tercer tipo.
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Augusta Díaz de Rivera es diputada local en Puebla y hace más de 10 años fue la titular del Departamento de Turismo en Atlixco. Ella, al igual que muchos pobladores, recuerda la euforia que en la década de los noventa del siglo pasado desataron los presuntos (y constantes) avistamientos de ovnis. “La gente se juntaba y dizque había avistamientos”, dice escéptica. Según lo que cuentan sus paisanos, fue la actividad volcánica del Popocatépetl lo que atrajo a los visitantes intergalácticos en 1994.
De hecho florecieron los grupos de vigilantes nocturnos, algunos relacionados con Maussan, otros más “independientes”.
La posibilidad de ver una luz en el cielo y descubrir que no era ni estrella, ni luciérnaga ni terrestre, atrajo a decenas de curiosos, hippies y gente rara que pretendía comunicarse a través de la meditación con los “visitantes”. Tampoco faltaron los vecinos que aprovecharon para vender antojitos y mantener el ánimo de los curiosos.
Pero así como llegaron los ovnis a ritmo de chachachá, se fueron después de que la actividad volcánica disminuyó en la región y nadie los volvió a ver. En el anecdotario local quedaron las noches en “la casita blanca”, como se le conoce al sitio de mayor avistamiento y donde se colocaría en 1999 una escultura que homenajeara a los extraterrestres que nunca nos contactaron.
Cuando los marcianos se fueron, llegó él. Un chileno de cuyo nombre nadie se acuerda*. Un artista que, antes de regresar a sus tierras, honró al municipio con una escultura, aprobada por el entonces presidente municipal, José Luis Galeazzi. La historia, como la cuenta Augusta Díaz, ocurrió más o menos así:
El hombre, que para efectos prácticos llamaremos Señor X, se presentó en el ayuntamiento con la idea de hacer una escultura para la ciudad. Comentó que su material de trabajo era desperdicio industrial y metal y que, si el ayuntamiento le conseguía cháchara inservible, él sería capaz de transformarla en una colosal escultura.
“Él llevaba la idea de hacer una indígena danzante del Atlixcáyotl” (fiesta indígena de baile y celebración), cuenta Díaz. Al momento de sugerir las fuentes de dónde podía salir el material de deshecho, el Señor X comentó distraídamente que había pasado por la Ciudad Universitaria de Puebla y había visto que desmontaban el tanque elevado de agua.
—¿El tanque de agua? ¿Ese que parece ovni?
—Sí, ése.
—¡Pues ya está! Hazte con eso la escultura de un ovni.
La gestión corrió a cargo del alcalde Galeazzi. Fue quien se encargó de solicitar el tanque de agua al rector de la Universidad Autónoma de Puebla, Enrique Doger —hoy presidente municipal de la angelópolis— y le explicó, palabras más, palabras menos, que Atlixco había sido famoso durante años por ser el lugar predilecto para que los extraterrestres pasearan en nave. Y que ahora esas viejas glorias se habían perdido y que el municipio tenía un proyecto turístico que arrancaría con la construcción de una escultura conmemorativa de los avistamientos. Y que esa escultura podría materializarse si él donaba el tanque de agua que acababa de desmontar.
El tránsito por la pequeña autopista que comunica a la capital poblana con el municipio fue descartado de inicio: era imposible cruzar las casetas de cobro, más el cruce de la ciudad, cerca de cinco kilómetros de carretera vecinal y la subida hasta el punto de avistamiento.
“Completo, el depósito de agua no cabía en toda la carretera federal en sus dos carriles. Y eso que desde abajo se veía chiquita, pero ya que la tuvimos nos dimos cuenta que no estaba tan pequeña”.
Al final decidieron cortarla en seis partes para trasladarla en fragmentos. Ya el Señor X se encargó de hacerle unas ventanas, ponerle una capa plateada de pintura y hasta diseñarle un tren de aterrizaje. “En ese proceso no nos dejó meter las manos —recuerda Augusta Díaz— porque él era el artista, ¿no?”.
La primera opción para erigir la escultura era el zócalo de Metepec, pero prefirieron colocarla en “la casita blanca” para evitar que la graffitearan los chavos banda.
Sin embargo, la altura de la colina no salvó al ovni de ser redecorado a punta de pintura de aerosol. Y los garabatos sobre las tres patas que lo sostienen, su estructura y su perímetro recuerdan algunas de las visitas, al menos las que han querido dejar constancia de su paso o de sus declaraciones amorosas.
Como suele suceder, el proyecto era más ambicioso. Se pensó en hacer una tienda de artesanías, en construir un museo, en arreglar la zona para crear cajones de estacionamiento, en integrar el rancho piscícola y los restaurantes que han crecido a su sombra… no se llegó muy lejos debido a algunos problemas de zonas limítrofes con otros ayuntamientos y porque los terrenos son del Centro Vacacional del IMSS.
“La verdad es que no pensé que fuera a tener algún éxito, pero cada vez que paso por ahí veo gente que se estaciona y sube a verlo, se están un rato y luego siguen hacia Las Truchas, como te pasó a ti, ¿no?”, concluye la legisladora.
* El escultor chileno fue Ricardo Vivar Lepe. En 2022 se colocó una placa recordando su autoria.
Este texto fue publicado originalmente en el número 76 de la revista MX editada en 2007.
EL PEPO