Para todas las víctimas del crimen organizado y sus familias.
Para las verdaderas heroínas nacionales: las madres buscadoras.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.
Rosario Castellanos. Memorial de Tlatelolco.
Escribo aún impactado, enojado, triste, frustrado, con sentimientos encontrados de solidaridad e impotencia, empatía y necesidad de evasión para sobrevivir a este horizonte empañado por la muerte, agradecimiento por mi privilegio y un miedo cada vez más grande porque el horror extiende su negro manto cada vez más cerca de todos los que alguna vez nos creímos a salvo del peligro del crimen organizado y su marea sangrienta.
Escribo con muchos adjetivos. No puedo evitarlo porque la tragedia en que se ha convertido la vida nacional necesita ser calificada para desenmascarar sus rostros ocultos por esta especie de ley no escrita que nos impide llamar a las cosas por su nombre, por esta narrativa política que para proteger a quienes por acción u omisión han sido antes y son ahora cómplices de todas las atrocidades, pide esperar resultados de una investigación en la que nadie confía ya, porque ha habido demasiados ejemplos de maquillaje de escenas del crimen, de criminalización de las víctimas, de ignorancia o descalificación de las demandas de justicia.
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El caso de Teuchitlán, Jalisco es, como ya se ha publicado mucho, un nivel más profundo del infierno que se vive en este país que siembra cuerpos y cosecha deshumanización. Para variar fue descubierto y dado a conocer por colectivos de madres buscadoras de desaparecidos que injustamente han tenido que hacer el trabajo que le toca a las autoridades locales, estatales y federales en todo el país, cuando meses antes el rancho Izaguirre había sido asegurado por las autoridades de seguridad pública que no reportaron nada, salvo detalles de un par de detenidos y algunas personas rescatadas y dejaron abandonado el lugar, sin sellos ni vigilancia.
Se trata de una realidad terrible que se ha comparado en textos e imágenes virales con el del campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial. Los montones de zapatos, prendas de vestir, mochilas, etc. y el reporte de algunas de las personas que estuvieron en el lugar el día de este macabro descubrimiento hacen pensar en que se trataba de un verdadero campo de exterminio y no sólo de reclutamiento y entrenamiento de un grupo criminal.
Puede aplicarse de manera literal a este hallazgo el texto del poema de Jaime Sabines sobre Tlatelolco: “Nadie sabe el número exacto de los muertos, ni siquiera los asesinos, ni siquiera el criminal…” y tal vez, como desafortunadamente es costumbre en este país donde reina la impunidad, nunca se sabrá. Porque en un sistema político en el que por décadas las autoridades se han ocupado de ocultar los crímenes más que en investigarlos y sancionarlos, resulta difícil pensar que algún día pueda llegar la verdad y con ella la justicia.
“…aquí han matado al pueblo…” sigue diciendo el poeta. “…eran mujeres y niños, estudiantes, jovencitos…” eran ciudadanos como nosotros que simplemente trataban de vivir sus vidas pero estuvieron en el lugar equivocado en el momento equivocado y fueron secuestrados y arrebatados de sus familias, de sus estudios, de sus trabajos, de sus sueños y proyectos de futuro para entrar en el infierno sin deberla ni temerla.
Ante el horror de este hecho que no es único sino representativo de muchos otros que seguramente existen en varios estados del país, la respuesta de los políticos ha sido como siempre, la de partidizar la tragedia y aventarse la responsabilidad unos a otros. El gobierno federal a los gobiernos del pasado ya remoto -obviamente no al inmediato anterior- y a las autoridades estatales, el gobierno estatal actual al anterior, los políticos de la famélica oposición culpando al partido en el poder y así, en una cadena en la que lo que menos importa es el dolor de las víctimas y sus familias o la urgencia de hacer algo para que esta violencia estructural y cultural pueda irse combatiendo y eventualmente eliminando.
La respuesta de la sociedad no ha sido mejor, salvo excepciones más bien minoritarias. La violencia y el horror se han normalizado a tal grado que esta tragedia movilizó a los grupos de activistas y a las minorías sociales comprometidas con la lucha en favor de los derechos humanos y de la paz, generó cierta viralidad en redes sociales pero hasta ahora no ha despertado a una sociedad aletargada o tal vez paralizada por el terror que ha ido ganando terreno y poder en todos los campos, incluyendo los de nuestros significados y valores como sociedad.
¿Qué hacer desde la educación para tratar de responder al desafío de formar a las nuevas generaciones en formas distintas, dialógicas y pacíficas de convivencia? ¿Cómo ir desarrollando, como dice Lonergan que es una parte importante de nuestra labor educativa, sentimientos de aprobación hacia lo auténticamente humano y de rechazo ante lo deshumanizante en los educandos desde que son pequeños? ¿Cómo hacerlo cuando dentro de las mismas familias ha ido permeando la cultura de la violencia e incluso la complicidad con los violentos a cambio de dinero, poder o protección? ¿Cómo lograrlo si en las familias que no han sido coptadas por estas realidades violentas se vive en la indiferencia o la evasión de estos temas por una hasta cierto punto legítima pero nada formativa estrategia de protección?
He escrito casi obsesivamente que los educadores somos los profesionales de la esperanza, los que tenemos que organizar la esperanza y darle forma para que aterrice en proyectos, decisiones, actitudes, acciones, cooperación. Pero ante hechos como el de Teuchitlán hasta la esperanza parece fracturarse, sobre todo cuando las estructuras de la violencia y su cultura han ido también inoculando las formas de convivencia escolar, como en el caso que abordé aquí el mes pasado.
Me parece que a pesar de que ante el horror, los educadores necesitamos reforzar no solamente nuestra resiliencia sino nuestra antifragilidad para educar en y para esta realidad a nuestros estudiantes en lugar de que en las escuelas volteemos para otro lado como si no pasara nada. Reconocer la tragedia y analizarla con la mente lúcida y el corazón abierto es el primer paso para ir caminando, aunque sea lentamente hacia la transformación de la cultura de la muerta en una cultura de la vida humana buena.
El segundo paso sería sin duda el desarrollo del pensamiento crítico y la solidaridad bien informada en las nuevas generaciones. No basta con la sensibilización. Hay que ir hacia la reflexión crítica que los lleve a preguntarse por lo verdadero y lo humanamente constructivo y comprometerse con ello.
Una herramienta fundamental en esta tarea es la memoria. Como dice Rosario Castellanos en su Memorial de Tlatelolco, es indispensable recordar en lo individual y en lo colectivo y promover que los niños y jóvenes eviten el olvido, porque “esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca”. Hoy más que nunca la urgencia está en el llamado a la memoria: que recuerde, que recordemos todos como sociedad, “…hasta que la justicia se siente entre nosotros”.
EL PEPO