A primera vista no parece que sean similares, aunque en el fondo lo son. El edificio del primero es completamente barroco y el del segundo es barroco a lo contemporáneo. El primero se formó por las mismas razones que el último, incluso con las mismas carencias. Sólo que el último se construyó noventa años después, y eso ya debería significar algo: pocas cosas suelen mantenerse iguales durante tanto tiempo.
El Museo Regional Casa del Alfeñique abrió sus puertas en Puebla en 1926; el Museo Internacional del Barroco lo hizo en 2016. El primero fue instituido por un gobernador al que le urgía dejar algún legado antes de ser desbancado del poder; el último fue construido por un gobernador que soñaba con ser presidente. De cualquier modo, sus sucesores quisieron clausurarlos porque aparentemente eran demasiado costosos para el presupuesto del estado.
Al principio, ni el Alfeñique, ni el Barroco tenían acervo propio, por lo que se extrajeron piezas de otros museos para llenarlos. Pero ninguno gozó de lo que podría considerarse el gusto popular durante sus primeros años, y hoy ni siquiera figuran entre los museos estatales más visitados.
Traza esta analogía una investigación que lleva por título Elefantes blancos contra fósiles barrocos: 90 años de museología en Puebla, con la cual la historiadora Mariana Cortés obtuvo su posgrado en Estética y Arte por la BUAP.
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Entre el fósil y el elefante ha mediado casi un siglo. Que los orígenes del más antiguo y del más reciente de los museos se parezcan tanto saca a flote una conclusión: la función de los museos en Puebla no ha cambiado un ápice desde el último siglo.
Siguen siendo cajas fuertes en donde se resguardan objetos valiosos a los que las personas tienen acceso de vez en cuando; suntuosos edificios construidos bajo la excusa de acercar algún tipo de cultura a la ciudadanía, pero al fin y al cabo utilizados para legitimar a un puñado de políticos.
Lugares manejados con tan poca transparencia, que para los hombres en el poder o para los burócratas encargados de su administración –hasta hoy nadie lo tiene claro–, fue posible desaparecer casi 6 mil piezas de su interior antes de que alguien lo notara.
En fin, que todo parecía suceder más o menos del mismo modo en los museos de Puebla, y posiblemente en muchos otros museos de México, hasta que una pandemia confinó a la mayoría de la gente en sus casas, y aquellas salas de exhibición quedaron huecas de propósito. ¿Para qué podría servir un museo vacío?
Entonces intentaron desplazarse a un ritmo al que no estaban acostumbrados: al flujo inmediato del internet, con sus miles de tuits por segundo, sus miles de videos por segundo, sus miles de todo deslizándose al mismo tiempo.
Dos o tres de los 84 museos registrados en Puebla supieron adaptarse cuando la pandemia selló sus puertas. Algunos ya estaban experimentando en este proceso de digitalización y otros aprovecharon para ponerlo en marcha. Pero ¿qué son tres o cuatro frente a ochenta fósiles y elefantes desfilando torpemente en la cuerda floja de internet?
Quizá esta apreciación sea injusta. Quizá hicieron lo que podían con los recursos que tenían. Pero siempre podemos llegar a ser menos benévolos cuando estamos frente a una guillotina como la de la Sala Uno.
Si pudiéramos imaginar una sala que ilustre cómo se crearon los museos, en el centro tendría que haber una guillotina. Porque del gesto nada elegante de decapitar al monarca surgió el concepto de acercar al pueblo todos esos bellos e invaluables objetos antes reservados para las élites.
Lo explicó Alberto López Cuenca, profesor investigador en la maestría de Estética y Arte de la BUAP, al comentar el libro Museo Digital. Ciudadanía y Cultura 2020, que se presentó a mediados de abril en la ciudad de Puebla.
“El Estado-nación funda los museos al tener que administrar las colecciones que antes pertenecían a la monarquía. En esa misma coyuntura es donde surge la idea del ciudadano, que se configura con la ilustración a finales del siglo XVIII. El museo es clave para la constitución de eso que llamamos ciudadanía, porque tiene una misión de ascenso social y de civilización igualitaria”, narró.
México ya se había deshecho de la monarquía española, pero no así de su primer emperador, cuando en 1822 se creó un conservatorio de antigüedades y un gabinete de historia natural en la Real y Pontificia Universidad de México.
Algo similar sucedió en Puebla seis años después. En el Colegio Carolino se abrió un Conservatorio de Artes con un acervo de mil 226 objetos, entre los cuales había fósiles y huesos de animales marinos y terrestres, medallas, estatuas, ¡una momia!, dibujos, pinturas, grabados, loza fina, ídolos prehispánicos, lienzos y códices, según el libro La academia de bellas artes de Puebla, de la antropóloga Guadalupe Prieto Sánchez.
Pero ninguno de estos recintos se parecía al museo como institución moderna descrito por López Cuenca. Todavía estaban administrados por universidades católicas en donde sólo tenían lugar aristócratas e hijos de líderes políticos, la nueva nobleza en el país.
Aquel acervo se dividió en dos, una parte se la quedó el Colegio Carolino y otra la Academia de Bellas Artes de Puebla. Casi un siglo después, el gobernador Claudio N. Tirado arrebató a la academia toda su colección para fundar el Museo Regional Casa del Alfeñique, pero ni esto impidió que lo aventaran del cargo seis meses después.
Y así comienza la genealogía museística en Puebla, allí el origen del fósil barroco apuntado por la historiadora Mariana Cortés.
En mayo del año pasado, Cortés dio una conferencia en el mismo Museo del Alfeñique para exponer su investigación y dijo que, si los recintos como ése querían recuperar a su público, debían encontrar nuevas formas de participación.
A la directora del museo, Patricia Vázquez Olvera, no le agradó el consejo, menos aún la conferencia. Tal vez llamar fósil barroco al lugar en el que ha trabajado durante 15 años era excesivo. Cuando llegó su turno al micrófono, le contestó que se quebraba la cabeza ideando formas para alentar las visitas al museo a pesar de la falta de recursos, de personal, de áreas para facilitar la experiencia del público.
Incluso contó que el discurso museográfico del Alfeñique fue desmantelado durante el sexenio del gobernador Rafael Moreno Valle; sus principales piezas habían sido arrancadas para rellenar el Museo Internacional del Barroco. El elefante había terminado por pisar al fósil. Así que, con ayuda de sus propios contactos, reorganizó las salas hasta que fueron aceptables otra vez.
Al final de aquel desahogo, señaló a un muchacho que había pasado casi toda la conferencia mirando su celular. ¿Cómo podría animar la visita de las generaciones más jóvenes, si todo el tiempo se la pasaban mirando hacia sus teléfonos, abstraídos de la realidad?, reprochó ante una docena de personas, casi todas mayores, que le dieron la razón asintiendo con la cabeza.
Pero aquel dispositivo también es la realidad. Quizá el problema era que al Alfeñique le costaba mirarse reflejado en la pantalla, en ese espejo negro como el que se encuentra instalado en la Sala Dos.
Los espejos negros eran posesiones comunes entre los pintores del siglo XIX, como Gauguin, Van Gogh y Monet. Tras horas de trabajo, hundían los ojos en la superficie de aquellos artefactos y la oscuridad que emanaban refrescaba su percepción del color para que pudieran continuar o corregir, según fuera el caso.
Los espejos negros del siglo XXI no proporcionan aquella templanza al sentido de la vista, sino lo contrario. Las pantallas de los dispositivos digitales son casi como el Aleph, capaces de contenerlo todo.
El investigador Alberto López Cuenca asegura que esta tecnología difuminó la frontera que existía entre los conceptos de alta y baja cultura. Para ver una película antes se acudía al cine; para las obras, el teatro; para los libros, la biblioteca. Hoy todo cabe en un teléfono. “El Guernica de Picasso es un meme y no la sala de un museo. La experiencia es muy distinta”, resume.
La disyuntiva es que la digitalización está territorializada: el 66.9% de la población en Puebla es usuaria de internet, pero sólo el 55.8% de los hogares tiene acceso a él, según una encuesta del Inegi de 2021.
Y en el casi que separa al Aleph de estos dispositivos caben las torres de comunicaciones, las antenas, los satélites, los cables de fibra óptica en el fondo de los océanos, los servidores, las minas de litio, Facebook, el extractivismo de datos, la desinformación, la manipulación de votantes y otras lindezas distópicas.
Estas plataformas privadas se convirtieron en el único punto de encuentro entre el público y los museos durante la pandemia. Pero la naturaleza de las redes sociales es el bullicio, y poco se parecía a la experiencia de estar en una sala, como recordó Marie France Desdier Fuentes, directora de Espacios Culturales y Patrimonio Artístico de la UDLAP, presente entre el público que asistió a la presentación del libro el mes pasado.
“Nos dimos cuenta de que, si no lográbamos captar la atención del público en el scrolling del teléfono durante los primeros siete segundos, los perdíamos. Casi nos convertimos en anunciantes, pero nuestro competidor no era otro museo, eran Rolex y Coca-Cola. Y no hay personas diseñando algoritmos para museos, sino para estas marcas”.
Entonces el problema no era sólo el ruido, sino la brevedad. Y está claro que ni los fósiles ni los elefantes son grandes maestros de la velocidad.
Museos Puebla, la entidad paraestatal que administra una cuarta parte de estos espacios –incluidos el Alfeñique y el Barroco–, comenzó a publicar videos de menos de un minuto de duración a los que llamó recorridos o exposiciones virtuales. Los recorridos eran secuencias de imágenes interiores de un museo; las exposiciones eran lo mismo, pero con una voz en off.
La utilidad que tuvieron estas grabaciones en aquel momento no puede ser comprobada. Los informes publicados por la institución dicen trimestre a trimestre que hubo cientos de miles de “visitantes digitales”, pero no explican cuál fue la metodología para contarlos.
Hay museos a los que no se les ha producido una sola cápsula a lo largo de tres años, como el de la Batalla del 5 de Mayo, el de la Evolución en Tehuacán o la Fonoteca Vicente Teódulo Mendoza. Y tampoco es que hayan servido para propiciar la presencia de visitantes ahora que todos los recintos se encuentran abiertos de nuevo. Al Museo Taller Erasto Cortés, por ejemplo, le grabaron una docena de recorridos y exposiciones virtuales el año pasado, pero no llegó a tener ni 9 mil visitantes presenciales y fue uno de los cinco menos visitados, según el cuarto informe de actividades del gobierno del estado. El Museo de la Evolución en Puebla, en cambio, tuvo una sola exposición virtual, pero más de 144 mil visitantes.
Durante los primeros tres meses de confinamiento, Museos Puebla también organizó seis conversatorios en los que incluso llegaron a discutirse los “nuevos desafíos de los museos ante la contingencia”. Cuál pudo haber sido la conclusión de aquellas charlas que, a partir de entonces, no volvió a realizar más que los videos.
Mientras tanto, el Museo Amparo creó un espacio virtual artístico de obras sonoras y audiovisuales, y habilitó un archivo digital con las exposiciones que ha tenido durante los últimos treinta años. El Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos produjo su primera exposición digital y comenzó a diseñar la arquitectura de un repositorio virtual que almacenará parte de su acervo, constituido por decenas de miles de piezas y documentos. Incluso el Museo UPAEP recreó sus tres colecciones permanentes en un sitio interactivo.
Y sí, también hicieron videos.
Al comentar el libro Museo Digital. Ciudadanía y Cultura 2020, la coordinadora de la licenciatura en Arte contemporáneo de la Universidad Iberoamericana en Puebla, Alma Elena Cardoso, decía que los museos debían ser vistos como tecnologías capaces de ser reprogramadas, pero antes debían mediar con su pesada estructura burocrática. Algo que podía reducirlos de tecnologías a armatostes. O a fósiles y elefantes, podría agregarse. “Algunos logran compensar esa tensión, pero me atrevo a decir que en Puebla son dos o tres”, consideró.
Éste es el estado actual de los museos en el estado. Hablar de digitalización o virtualidad, dispositivos o reprogramación, puede parecerse a la acción de poner algunos objetos en una cápsula del tiempo, como aquella de la Sala Tres, a la espera de que algún día sea encontrada por alguno de esos ochenta museos restantes.
En El orden del tiempo, un ensayo que aborda lo que hoy sabe la física sobre el tiempo, el italiano Carlo Rovelli explica que el mundo debe ser comprendido como un conjunto de eventos, y no como un compendio de cosas. La diferencia radica en que las cosas permanecen en el tiempo, pero los sucesos tienen una duración determinada. Una piedra es una cosa, y un beso es un evento, por ejemplo. Y el mundo está hecho de redes de besos, no de piedras.
Esta es la razón por la que los museos pueden ser considerados máquinas de hacer tiempo, como los define López Cuenca en Museo Digital. Ciudadanía y Cultura 2020. Los museos ralentizan la naturaleza de ciertos sucesos preservándolos. Protegen obras que podrían borrarse sólo con el flash de las cámaras, piezas que a la luz del sol se quebrarían.
El investigador sostiene que por esta razón la digitalización en los museos no debería reducirse al “presentismo digital” de las redes sociales, tan alejado de la experiencia del tiempo que proporcionan estos recintos. Más allá de los memes y los tuits, este proceso supone la reestructuración de estas instituciones, incluyendo el trazo y el despliegue de sus salas, el manejo de sus acervos, la función de sus sitios web y sus archivos, y la manera en que sus públicos pueden participar en la construcción de las exposiciones que presentan.
Incluso, la digitalización implicaría discutir si los museos pueden o no ser instituciones democratizables. “Pero ese debate no está en la mesa y ninguna institución va a ponerlo allí, porque implicaría hablar de formas de organización ciudadana que podrían solidificarse, y eso es una contradicción para la institucionalización”, reconoce.
Los pocos museos en Puebla que se han planteado seriamente al menos la primera parte de este debate sobre la digitalización no tenían una solución absoluta en la pandemia, y quizá no la tengan todavía.
“Por una parte se han ampliado las comunidades y por el otro nos hemos visto en la necesidad de recortar la comunicación con las comunidades que están a 100 kilómetros de Puebla”, decía el director del Museo Amparo, Ramiro Martínez Estrada, en un conversatorio a finales de 2020. “Ahí entran mis dudas sobre cómo vamos a funcionar en un futuro, aunque obviamente tengo claro que será de forma híbrida”.
Durante aquellos meses, el Museo Amparo echó a andar un proyecto llamado Sala de Espera, que reunió a un grupo de artistas para producir piezas audiovisuales y sonoras que se exhibían en sesiones en las que el público dialogaba con ellos.
También creó un archivo digital con las exhibiciones temporales que ha montado a partir de 1990 y justo hace unos días presentó su primera exposición digital: un catálogo de 21 documentos fundacionales de la ciudad de Puebla, legajos escritos hace cinco siglos y extraídos de tres archivos históricos distintos –uno al otro lado del Atlántico–, que serían imposibles de curiosear bajo otras condiciones.
En septiembre de 2021, el Museo Nacional de los Ferrocarriles también presentó su primera exposición como parte de la iniciativa Memórica, un repositorio digital de cultura e historia creado por el gobierno federal, que es muy similar a Mexicana, otra plataforma en donde ya se han digitalizado archivos del mismo museo.
La exposición es un sitio interactivo con documentos y fotografías, que, estación por estación, emula el trazo de la primera línea ferrocarrilera en el país. La experiencia de un viaje del siglo XIX adaptada para el siglo XXI.
El director del Centro de Documentación e Investigaciones Ferroviarias (CEDIF), Román Moreno Soto, explica que, a partir de la pandemia, el museo comenzó a fraguar la creación de su propio repositorio virtual, lo cual ha implicado el diseño de una arquitectura digital robusta y compleja, considerando la inmensidad del acervo ferrocarrilero.
El CEDIF preserva cientos de miles de planos, archivos y fotografías del sistema ferroviario de los últimos dos siglos y, por esa razón, desde 2015 recibió la denominación de Memoria del Mundo ante la Unesco.
En tanto que el museo cuenta con un Departamento de Control y Depósito que resguarda 24 mil 500 objetos, entre prensas, telégrafos, juguetes, campanas, herramientas, enseres y todo cuanto quepa imaginar sobre vías y locomotoras. Un auténtico túnel del tiempo al que ninguna persona del público había entrado, salvo hasta hace unos meses, cuando se dio un recorrido a la prensa.
La elaboración del repositorio ha implicado el registro y catalogación de todas las piezas documentales del museo y la primera prueba de esta herramienta podría estar disponible este mismo año, según Moreno Soto.
“La digitalización no implica tener el conjunto de los acervos en formato digital, sino toda una serie de procesos técnicos de registro, selección, normas e incluso leyes de manejo de archivos. La digitalización es apenas una etapa en el proceso de gestión del acervo, pero estamos bajo esa perspectiva de garantizar el derecho a la cultura y el acceso a la memoria”, explica en entrevista.
La idea del derecho a la cultura debe ser tan antigua como el primer museo moderno construido en el país, pero se incluyó en el artículo 4 de la Constitución mexicana hace sólo quince años.
En vista de su corta existencia, quizá sea Puebla el primer lugar del país en el que se haya documentado una violación a este derecho humano.
A finales de julio de 2022, la Comisión de Derechos Humanos (CDH) del estado comprobó que 5 mil 981 piezas de arte desaparecieron de los 21 museos estatales de Puebla durante los últimos años o las últimas décadas, en realidad nadie lo sabe. Eran documentos, objetos de marfil, plata y diamantes, libros incunables, medallas de honor y hasta la réplica de una osamenta de Tiranosaurio Rex de 11 metros.
Esto ocurrió porque ni la Secretaría de Cultura estatal ni el organismo público descentralizado Museos Puebla poseían manuales para la elaboración de inventarios o protocolos efectivos para custodiar el patrimonio. De ahí que el saqueo de estas piezas pudo haberse realizado de forma “permanente, continua o reiterativa”, como se explica en el expediente de la recomendación 13/2022.
Según la CDH, las instituciones ya han cumplido con la creación de estos protocolos y, por tanto, la recomendación ha sido solventada. Pero en medio sigue existiendo un boquete de casi 6 mil piezas faltantes en los museos de Puebla.
Como ningún funcionario estatal ha estado dispuesto a conceder una entrevista para las salas de este reportaje, no es posible saber si la Secretaría de Cultura o Museos Puebla tienen en sus planes inmediatos echar a andar un repositorio similar al del Museo de los Ferrocarriles. O si las exposiciones y recorridos virtuales que ha realizado durante los últimos tres años por fin podrían evolucionar a una exposición digital en forma como la del Museo Amparo. O cómo se contabilizaron los visitantes digitales. O qué es la digitalización para las instituciones museísticas estatales. O cómo descubrieron que a tal sala le hacía falta un T-Rex.
El manejo de las colecciones estatales permanece oculto, del mismo modo en que el fósil y el elefante parecen intactos. Y eso ya debería significar algo: pocas cosas suelen mantenerse iguales durante tanto tiempo.
EL PEPO