Lado B
Todo lo que forma, transforma
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
06 de octubre, 2021
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Las interacciones son acciones recíprocas que modifican el comportamiento o la naturaleza de los elementos, cuerpos, objetos y fenómenos que están presentes o se influencian.

Edgar Morin. Método I. La naturaleza de la naturaleza, p. 69.

El gran cambio de perspectiva que se ha producido en la educación en las últimas décadas para pasar de un proceso centrado en el docente, la enseñanza y el contenido, a uno centrado en el estudiante, el aprendizaje y el desarrollo de habilidades o competencias, sigue siendo una modificación programática. 

Y es una modificación que aún se queda corta frente a una realidad económica, social, política, cultural, psíquica y espiritual que está en una crisis profunda y clama por una transformación paradigmática.

Una de las razones fundamentales para afirmar esto es que se trata de dos perspectivas radicalmente opuestas pero igualmente simplificadoras, es decir, basadas en la disyunción de elementos y no en la conjunción de ellos; un cambio que se sustenta en una idea que concibe como excluyentes los elementos contradictorios y no asume la mirada de la complejidad que concibe a todos los procesos vitales, humanos y sociales  compuestos de elementos concurrentes, complementarios y contradictorios en tensión y frágil equilibrio.

En efecto, ambas perspectivas se centran en la concepción de la educación como un proceso dinámico, cambiante y en constante modificación, pero entendiendo este dinamismo, este cambio y esta modificación como una sucesión de acciones y no como un conjunto de interacciones, es decir, de “acciones recíprocas que modifican el comportamiento o [y] la naturaleza de los elementos, cuerpos, objetos y fenómenos”; añadiría yo, de los sujetos y los grupos humanos que forman parte de ellas y se influyen mutuamente.

Según el mismo Morin, los procesos vitales vistos desde una perspectiva centrada —no en una sucesión de acciones, sino en un complejo sistema de interacciones— tiene que comprender al menos cuatro grandes elementos, a saber:

En primer lugar, suponer elementos, seres u objetos materiales que pueden encontrarse. Para el caso de la educación, tendríamos que comprender y explicar los procesos formativos desde la suposición de que existen elementos —modelos educativos, currículos, instalaciones, un cierto clima escolar, ciertas condiciones de equipamiento e infraestructura y materiales didácticos o tecnologías para el aprendizaje— y seres —sujetos humanos educadores, educandos, administradores, orientadores, padres de familia— que pueden encontrarse y de hecho se encuentran en torno a una institución o centro educativo.

Un segundo elemento es que debemos suponer —y en el caso de la educación, yo diría proponer y construir— ciertas condiciones de encuentro. 

En este elemento cabe preguntarnos en general cuáles son las condiciones para el encuentro real y auténtico entre los diversos elementos que constituyen el sistema educativo y los diferentes sujetos que cumplen distintos roles en el proceso de formación. 

En estos tiempos de retorno gradual, híbrido y aún experimental a las aulas por parte de educandos y educadores con la participación de  directivos y  padres de familia, sería necesario preguntarnos específicamente si la forma en que se está planteando este retorno genera las condiciones propicias para este encuentro real que fomente la interacción y que no simplemente esté  cumpliendo ciertos requisitos mínimos de carácter sanitario —y de seguimiento y control— para que las acciones aisladas entre sí, de cada tipo de actor y elemento, se realicen o parezca que se están realizando con cierta “nueva normalidad”.

La tercera condición es que las interacciones “obedecen a determinaciones y constreñimientos que dependen de la naturaleza de los elementos, objetos o seres que se encuentren” (p. 69). 

En el caso del proceso educativo, para que existan interacciones realmente educativas tendríamos que ser conscientes de cuáles son las determinaciones y los constreñimientos que están presentes en la convivencia cotidiana en las escuelas debidas a la naturaleza de los elementos: el modelo educativo concreto y su mayor o menor definición y comprensión por los actores, la pertinencia y flexibilidad suficiente o escasa de los planes y programas de estudio, la formación de más o menos calidad de los educadores, las condiciones de salud física y emocional de los educandos y educadores, el liderazgo adecuado o inadecuado de los directivos, la cooperación o resistencia de los padres de familia entre otras cosas, que están presentes condicionando la dirección de las interacciones.

En el caso de nuestro sistema educativo, para la reapertura de las escuelas dentro de la pandemia, tendríamos que ser aún más cuidadosos al analizar estas determinaciones y constreñimientos que son especialmente poderosos y que están ejerciendo una presión implícita o explícita para que existan interacciones cualitativamente mejores o peores, que impulsen u obstaculicen la formación de los futuros ciudadanos de este país.

Finalmente, el cuarto elemento consiste en que las interacciones “en ciertas condiciones se convierten en interrelaciones (asociaciones, uniones, combinaciones, comunicación, etc.), es decir, dan lugar a fenómenos de organización” que regeneran continuamente los procesos formativos, esto a partir de la colaboración entre los distintos actores que logran armonizar y alinear todos los elementos materiales y formales para hacerlos vida, logrando  tener un impacto en la vida de los niños y jóvenes que se están formando en los distintos niveles educativos y en las diferentes instituciones públicas o privadas.

En las condiciones de crisis civilizatoria global afirma Morin: “No se sabe si la humanidad está abocada a la dispersión o si encontrará una comunicación organizadora; no se sabe si las aspiraciones cada vez más profundas y múltiples de una sociedad radicalmente nueva y distinta serán barridas y dispersadas” (p. 113). 

Podemos decir lo mismo de los procesos educativos en estos tiempos pandémicos que se prolongan sin todavía atisbar un posible final: no sabemos si la educación está abocada a la dispersión de acciones aisladas y de mera coexistencia de educadores-educandos en un mismo espacio físico y en un tiempo escolar simultáneo, o si será capaz de encontrar y construir una comunicación organizadora en torno a finalidades compartidas.  

No  sabemos si las aspiraciones de un nuevo mundo y una nueva humanidad —distintas a las actuales— que decaen y parecen apuntar a la auto-extinción serán barridas y dispersadas por un sistema educativo ciego y sordo para captar estas demandas de cambio profundo y radical, mudo e inmóvil para responder a ellas y aparentemente ajeno al mundo real, o si las instituciones educativas serán capaces de encontrar y edificar nuevas formas de comunicación organizadora.

En cualquiera de los dos escenarios, dice el pensador planetario, lo peor para la humanidad es la estadísticamente probable. Pero “en uno y otro caso, todo lo que ha sido creador y fundador ha sido siempre estadísticamente improbable” (p. 113). Pensando en la educación podríamos decir algo parecido. 

Tal parece que lo peor —la inmovilidad, la incapacidad de transformarse, la lentitud para adaptarse al mundo y la total imposibilidad de adelantarse a ese mundo para transformarlo— es lo estadísticamente probable en los sistemas e instituciones educativas que, en lugar de estar analizando cuidadosamente lo aprendido en los largos meses de confinamiento, se encuentran apresuradamente y de manera artificial intentando forzar a la realidad para volver a funcionar como lo hacían antes.

Pero también en la educación —y sobre todo en la educación—, si la pensamos y la creemos seriamente como la profesión de la esperanza, podemos seguir buscando e intentando encontrar esa comunicación organizadora que haga posibles los cambios, de un paradigma que entiende el proceso formativo como un conjunto de acciones -sea desde el ángulo de los que educan, como  desde el lado de los que se educan- y no como un escenario de interacciones. 

Podemos seguir promoviendo que lo creador y fundador de la nueva humanidad que quiere nacer hoy, aquí y que es lo estadísticamente improbable pueda tener las condiciones de probabilidad para emerger.

Nunca como hoy los educadores deberíamos orientar nuestros esfuerzos al trabajo que desembocará en un principio sistémico clave que, en palabras de Morin, es: “la unión entre formación y transformación”, es decir, caer existencialmente en la cuenta de que todo lo que verdaderamente forma, transforma (p. 139).

*Foto de portada: RODNAE Productions | Pexels

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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