Se lo ha llamado de diversas maneras: “Desorden de colapso colonial”, “Armagedón de polinizadores”, “Enfermedad de mayo”, “Apocalipsis de las abejas”. Aún así, todas estas etiquetas refieren al mismo y misterioso fenómeno: desde hace poco más de 20 años, investigadores advierten una disminución drástica y sin precedentes de las poblaciones de abejas tanto domésticas como silvestres en todo el mundo.
Las alarmas suenan temporada tras temporada: en 2008 la Asociación Británica de Apicultores informó que la población de abejas en el Reino Unido se había reducido alrededor del 30 % respecto al año anterior. Para la misma fecha, en Estados Unidos las y los apicultores anunciaron que habían perdido el 28,1% de sus abejas. En 2010, la pérdida fue aun mayor: un 43,7%. Y en 2019, se registró una disminución del 35,6%, según la Bee Informed Partnership. El resultado ha sido una subida del precio de los alimentos, especialmente en el caso de las almendras, que hasta ahora han dependido totalmente de las abejas melíferas para su polinización.
No se trata de un hecho aislado. Se produce en el marco de un declive mundial de la llamada “entomofauna”: según un estudio publicado en 2019 por el ecólogo español Francisco Sánchez-Bayo, más del 40 % de las especies de insectos están amenazadas y en posibles vías de extinción. Para este científico de la Universidad de Sidney, la desaparición de los insectos podría desencadenar un “colapso catastrófico de los ecosistemas de la Tierra”.
Los anuncios sobre el declive global de los polinizadores condujeron en los últimos años a movilizaciones a nivel global y al estreno de varios documentales como Vanishing of the Bees (2009), Colony (2010), Queen of the Sun: What Are the Bees Telling Us? (2010) y More than Honey (2012), entre otros. Todo sea para llamar la atención de los tomadores de decisión. El 2 de diciembre, por ejemplo, personas que integran el grupo ambiental alemán Campact instalaron un cementerio de 200 abejas de cartón de gran tamaño frente a la Cancillería en Berlín exigir una nueva ley para protegerlas.
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“En las últimas décadas, se ha informado tanto la disminución en la abundancia como en la diversidad de especies de abejas a nivel local, regional y nacional en diferentes continentes, pero hasta ahora no se había realizado una evaluación a largo plazo de las tendencias mundiales”, cuenta a SINC el biólogo evolutivo argentino Eduardo Zattara. “Además, los estudios existentes tienen un fuerte sesgo hacia el hemisferio norte, en particular América del Norte y Europa”.
Para encontrar un enfoque alternativo y evaluar si la progresiva desaparición de las abejas es un fenómeno global que afecta a todos los principales linajes, este investigador de la Universidad Nacional del Comahue en la ciudad de Bariloche se sumergió, junto a su colega Marcelo Aizen, en los datos disponibles públicamente en el Centro de Información sobre Biodiversidad Global (GBIF), una colosal red internacional de bases de información, que contiene más de tres siglos de registros de museos, universidades y ciudadanos privados.
Allí se recopilan datos sobre cualquier tipo de forma de vida que hay en la Tierra, desde especímenes de museos recogidos en los siglos XVIII y XIX hasta fotografías de teléfonos inteligentes geoetiquetadas y compartidas por naturalistas aficionados en los últimos días y semanas.
Tras un intenso y paciente trabajo de big data, las y los científicos argentinos se sorprendieron con lo que detectaron: una cuarta parte de las 20 mil especies de abejas conocidas no aparecen en los registros públicos desde la década de 1990.
“Nuestro trabajo es el primero que pone en evidencia que este es posiblemente un fenómeno de índole global”, advierte Aizen, co-autor de la investigación que se publica hoy en la revista científica One Earth.
En las últimas décadas, se ha informado tanto la disminución en la abundancia como en la diversidad de especies de abejas a nivel local, regional y nacional / Foto: Pixnio
La relación entre las personas y las abejas se remonta a 9.000 años, casi desde la invención de la agricultura, según un análisis químico realizado en Turquía. Pinturas rupestres en las cuevas de la Araña en Valencia parecen mostrar también a personas recolectando miel.
Los antiguos egipcios fueron los primeros en estudiarlas, como lo demuestran jeroglíficos del 2400 a.C. La miel y la cera fueron utilizadas en todo el Mediterráneo oriental y más allá como medio de conservación, tanto por babilonios como por asirios.
Para atraerlas y garantizar su reproducción y supervivencia, varias especies vegetales desarrollaron flores con pétalos de colores llamativos y aromas distintivos. Más tarde, evolucionaron para producir néctar, una comida rica en azúcar que las abejas consumían a cambio de sus servicios como polinizadores. Perfectamente adaptados uno al otro, prosperaron y sobrevivieron a la extinción masiva de la flora y la fauna de hace 65 millones de años.
Charles Darwin estaba fascinado por las abejas. Consideraba que estos insectos sociales -como las avispas, las hormigas y las termitas- eran enigmas evolutivos. Uno de los rasgos más llamativos de estos insectos -que pueden ver la luz ultravioleta, pero no el extremo rojo del espectro, por lo que perciben el mundo como más azul y púrpura que nosotros- es la amplia gama de diferentes tipos de comportamiento que tienen: algunas especies son solitarias, otras viven juntas en grandes grupos familiares y algunas forman sociedades complejas donde los individuos están casi completamente subordinados a las necesidades del grupo social, incluso renunciando a su propia capacidad para reproducirse en el intereses de la colmena.
Se conocen alrededor de veinte mil especies de abejas, de las cuales aproximadamente 250 son abejorros, 500 a 600 son abejas sin aguijón y 7 son abejas melíferas. Se cree que estas últimas son las más exitosas de todas las especies de abejas, con mayor distribución en el mundo. Se habrían extendido desde Asia a Europa y África hace entre dos y tres millones de años.
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*Foto de portada: El biólogo argentino Eduardo Zattara junto a una obrera de abejorro europeo (Bombus terrestris), especie que tras su introducción intencional en Chile para polinizar cultivos se asilvestró y cruzó los Andes entrando en Argentina / Foto: S. Pacheco | G. Maldonado
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