*Segunda parte de la serie: Militarización en México
Explicaciones sobre las diferentes caras de la tragedia no han faltado. No son pocos los registros numéricos de las víctimas, no escasean tampoco las explicaciones históricas y políticas de las causas de la crisis y se cuentan por decenas las aproximaciones sectoriales con lecturas particulares. Desde la ciencia social se presenta la economía política de criminalidad, la transnacionalización de la delincuencia y la sociología de la violencia entre muchas otras; y desde las humanidades se colocan sobre la mesa modelos que ayudan a comprender algunos de sus aspectos específicos: la cultura de la muerte, la pedagogía de la crueldad y la semiótica del terror.
Todo aporte suma, algunos más, algunos rápido, algunos menos y otros lento. Pero casi como norma general, de cara a la realidad de la violencia y el dolor, la teoría siempre viene con rezago: en la academia mexicana, la construcción de paz como tema de investigación era marginal antes de la «guerra contra el narco», la investigación sobre relaciones cívico-militares se limitaba a unos cuantos investigadores y la militarización era vista como un tema un tanto exótico más propio de tiranías en Centroamérica, el Caribe y América del Sur.
Pero la desgracia lo cambió todo. Ante la emergencia y por necesidad, áreas oscuras del conocimiento comenzaron a ser iluminadas, y otras que eran inexistentes consiguieron llegar a ser. Aparejada avanzó la especialización -muy conocida en el circuito académico- con un resultado obvio y ambiguo: conocimientos cada vez más profundos sobre parcelas de la realidad cada vez más pequeñas. Y sobre esto, un problema adicional: la dificultad de comunicar aportes individuales de forma inter-escolar (entre escuelas de pensamiento sobre un mismo tema), inter-disciplinaria (entre diferentes áreas del conocimiento atendiendo el mismo problema) e inter-institucional (entre entidades de diferente naturaleza -academia, gobierno, sociedad civil, etc.- con un mismo objeto de interés).
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¿Y qué tiene que ver esto con la militarización? Mucho, de hecho, tal vez, todo.
Cabe aquí una ilustración.
En junio de 2011 tuvo lugar el diálogo en el Castillo de Chapultepec entre el presidente Felipe Calderón y el líder del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, el poeta Javier Sicilia. En aquel encuentro el presidente parecía estar convencido de lo que decía. A pesar de los argumentos en contra, a pesar de los números, a pesar de los testimonios y de las críticas, Felipe Calderón daba la impresión de estar seguro de estar en lo correcto; repetía una y otra vez sus posiciones y en no pocos momentos se le veía frustrado, incluso molesto sintiéndose víctima de la incomprensión. El que no haya sido nunca un buen actor abona a su credibilidad, y con ello, se abre una posibilidad, ¿cuál? la posibilidad de que a pesar de la evidencia, a pesar de los hechos, de la política, de la historia y de todo lo demás, Felipe Calderón, en su fuero interno, estuviera convencido de que la estrategia de militarizar la guerra contra el narco era de verdad el único camino en materia de narcotráfico y seguridad, de que esa estrategia no era sino necesaria y de que era, al fin, su deber emprenderla independientemente de sus costos.
Alguien le susurró al oído que así tenía que ser.
Y lo que llegó a los oídos del entonces presidente como un susurro se convirtió, literalmente, en un grito de guerra que germinó en la mente de todos los que hoy se quejan de que la nueva estrategia de seguridad no es lo suficientemente violenta: “¿Abrazos, no balazos?”; tras década y media de amaestramiento en el satanismo, su sed de sangre es todo menos extraña.
Pero entonces hay más responsables del drama y la tragedia. ¿Felipe Calderón?, sí sin duda, y junto a él todo su aparato de seguridad. Pero faltan los cortesanos de palacio, los académicos, especialistas civiles, periodistas y activistas que por estar en la cercanía al poder por razones ideológicas, personales, profesionales o institucionales tenían voz y la usaron para legitimar la estrategia militar. La guerra que se padece en México no fue, no es y nunca ha sido capricho de un solo hombre: hubo un proceso de gestación, mediante consultas y exploración. Primero del presidente con sus mandos militares, luego, de estos con sus asesores quienes a su vez sondearon en la academia, la prensa y la opinión pública. De arriba hacia abajo se preguntó, y la respuesta llegó en susurros, primero como sugerencias, y luego en la forma de tarjetas, informes y recomendaciones. Se integró, se leyó, se ajustó, se validó y entonces, el infierno.
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Todos los participantes en ese circuito que dijeron «sí» a la guerra llevan algo de la responsabilidad. Aquellos que lo hicieron desde dentro del gobierno son fáciles de identificar ¿pero y los que trabajaron desde afuera? ¿quiénes son? Tras el desastre, muchos cambiaron de casaca y ahora critican su creación.
En su papel de presidente civil y comandante en jefe de las fuerzas armadas, Felipe Calderón carga con mucha de la responsabilidad sin duda, pero no con toda. Responsabilidad tiene también su gabinete de seguridad, y no sólo por lo que hicieron sino también -y de forma más destacada- por lo que dejaron de hacer. ¿Y qué dejaron de hacer? Explorar ¿explorar qué? alternativas para la prevención de la violencia. Tampoco identificaron escuelas de pensamiento y herramientas prácticas para la transformación de conflictos por medios pacíficos, y tampoco se ilustraron en procesos de construcción de paz. Su error entonces estuvo en el sesgo de confirmación de escuchar sólo a quienes tenían los argumentos para reforzar las conclusiones a las que seguramente ya habían llegado de antemano; alimentaron así su propia cerrazón con el sectarismo celoso que acompaña con frecuencia a la especialización académica, y abonaron los dogmas de la cultura (…lo militares son diferentes, pueden más, pueden todo…) con la tierra fértil del mecanicismo simplista de los modelos teóricos a los que siempre rebasa la realidad. En breve: la dureza de la política militar en materia de seguridad del presidente Calderón debió estar soportada -necesariamente antes de su instrumentación- por argumentos igual de duros al amparo de una lectura rígida de alguna teoría no menos inflexible. ¿Quiénes fuera del gobierno dieron sustento a esos argumentos? ¿quiénes hicieron esas lecturas y defendieron esas teorías? (En el circuito académico de la ciencia política y las políticas públicas todos quieren tener acceso al Príncipe y sugerir, al fin y al cabo, si falla, falla él, no los otros). Son los ideólogos del desastre.
Es la militarización de los susurros.
Foto: Andrés Pérez | Flickr
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