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¡Viva el mole de guajolote! Retóricas de la enfermedad
Como todas las enfermedades, la provocada por el SARS-CoV-2 se construye con metáforas: como la inmunidad de los pobres propuesta por el gobernador Luis Miguel Barbosa
Por Klastos @
23 de abril, 2020
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Gabriela Méndez Cota

Todo parece ya algo lejano, pero en los confusos días de la llegada del coronavirus a México el gobernador de Puebla, Luis Miguel Barbosa, hizo una serie de comentarios que suscitaron un gran escándalo a nivel nacional e internacional. 

El 14 de marzo bromeó diciendo que la vacuna contra el coronavirus era el mole de guajolote, y el 25 de marzo atribuyó directamente el riesgo de contraer la enfermedad al hecho de ser gente acomodada

Titular en The Guardian, 26 de marzo de 2020. Imagen de: The Guardian.

Entre una fecha y otra, el gobernador acusó a una familia, residente del lujoso fraccionamiento La Vista, de omitir información sobre un reciente viaje a Estados Unidos, donde los miembros se habrían infectado de coronavirus. A su regreso los acusados habrían “desatado el caos en Puebla” al reincorporarse a sus actividades sin medidas de prevención. 

Al parecer la acusación de Barbosa fue acompañada por un linchamiento en redes a la familia que resultó ser importadora del virus, pero lo que dio la vuelta al mundo fue su falaz conclusión de que, por presentarse la enfermedad entre los ricos, “los pobres estamos inmunes”.

No se hizo esperar un severo llamado de una organización internacional que defiende la libertad de expresión a no interferir con el trabajo periodístico de combatir rumores, prejuicios y miedo en tiempos de pandemia. Aun así, en medio de la polémica, el gobernador insistió en una visión culinaria para combatir el virus. Por ahí del 31 de marzo introdujo el matiz de que el caldo de pollo y el chile picado ayudan si no a prevenir entonces sí a recuperarse de la enfermedad.

¿Cómo interpretar esta insistencia? En lugar de enjuiciar los dichos de Barbosa  señalo el mole de guajolote, el caldo de pollo y el chile picado como punto de partida para pensar, asociativa y migratoriamente, en los aspectos metafóricos de la enfermedad. 

Obviamente, no sólo se enferman viajeros ricos, y entre los viajeros pobres que se enferman más se cuentan no pocos migrantes poblanos. Muchos de ellos trabajan en Nueva York, donde nació y murió Susan Sontag, y donde escribió La enfermedad y sus metáforas (1977) mientras padecía un cáncer de mama. 

Susan Sontag, Illness as Metaphor, Farrar Sraus & Giroux, 1978

Sontag polemiza contra las fantasías que han informado la relación moderna u “occidental” con la enfermedad. Afirma que pueden distinguirse dos grandes paradigmas de metaforización en torno a la tuberculosis y el cáncer, y que cada cual a su manera castiga, culpabiliza y oprime a quienes enferman, al mismo tiempo que inyecta fuerza retórica en patrones más amplios de violencia social.

Ahora bien, las narrativas de la enfermedad parecen estar más cerca de la operación de los sueños que de los brutales fenómenos de agresión y linchamiento que parecen ser una constante en la historia de las pandemias. Es decir, como los sueños, ellas encubren su función punitiva mediante la estetización y la moralización, operaciones tanto más ricas y complejas cuanto mayor es el desconocimiento científico de la enfermedad. 

En el caso de la tuberculosis, cuya causa bacteriana se descubrió apenas en 1882, fue objeto privilegiado de un imaginario romántico que la asoció, de modo persistente, con los pulmones. No es que la tuberculosis pulmonar haya sido más común que las otras, dice Sontag, sino que culturalmente, los pulmones son imaginados como un órgano superior, y su función respiratoria como la vida misma e incluso como la verdad del alma.

La tuberculosis se imaginó entonces como una condición que pide aire so pena de “consumir” el cuerpo en líquidos: flema, moco, esputo, sangre. Lo interesante es que esa licuefacción del cuerpo se interpretó, de cualquier manera, como una desmaterialización, es decir, como una espiritualización. Metafóricamente, insiste Sontag, una enfermedad de los pulmones se imagina como una enfermedad del alma. 

Si bien es de raíces antiguas este imaginario cultural de la tuberculosis, o quizá precisamente por ello, resulta que se adapta muy bien a dramatizaciones modernas. En el imaginario romántico de la tuberculosis, el trabajo intelectual y la creatividad artística, la frustración amorosa y la enfermedad pulmonar no son elementos inconexos sino que son parte de un mismo paquete, donde la enfermedad se define como una “revolución de los órganos” (Bichat). 

Sontag llega a sostener que gracias a las metáforas de la tuberculosis se articuló la moderna noción de individualidad: de un yo psicológicamente complejo e “interesante” por su confrontación espiritual con la muerte. Esta confrontación se produce a través de una enfermedad del tiempo moderno: un tiempo lineal y progresivo, mecánico y espasmódico, compuesto de intervalos de contrastes extremos: rachas de euforia, hambre voraz y apetito sexual desaforado que dan lugar a fuertes recaídas, crisis respiratorias y periodos de languidez. 

Ingmar Bergman, El silencio, 1963. Imagen tomada de Filmaffinity.

En El silencio, Ester, la hermana tuberculosa de Anna, es una mujer compleja e interesante. El drama de sus últimos días transcurre en un país lejano y al borde del precipicio de la guerra, a donde llega en ferrocarril junto con Anna y su pequeño hijo. Como buena tuberculosa, es también una mujer intelectual, traductora de profesión, y se halla atormentada por un amor incestuoso que la orilla ineluctablemente hacia una muerte solitaria. 

Según Sontag, mediante la categoría de lo interesante las asociaciones románticas de la enfermedad convirtieron la salud en algo relativamente banal e incluso vulgar. También dieron lugar a que la tuberculosis llegara a convertirse en en una enfermedad aspiracional. Para trepadores y trepadoras sociales la enfermedad respiratoria llegó a ser signo de una naturaleza gentil y delicada, es decir, superior. Ello puede explicar en parte el resentimiento que la saludable Anna expresa a Ester en uno de los momentos más dramáticos de El silencio

Volviendo a Sontag, se lamentaba de que en los años 70 no había una romantización del cáncer como la de la tuberculosis, algo que puede haber cambiado desde entonces. Con todo, para Sontag hay algo que vincula estos dos paradigmas de metaforización, y se trata de la mera atribución de un sentido psíquico a la enfermedad.

A diferencia de la peste bubónica, el cólera o la sífilis, que reúnen al individuo con la colectividad, la tuberculosis y el cáncer se imaginan como enfermedades que individualizan e incluso otorgan una personalidad “interesante”. Pero mientras que la tuberculosis adopta cualidades metafísicas asociadas a los pulmones, el cáncer llama la atención por su tendencia a atacar las “partes bajas” del cuerpo: el recto, el colon, el cérvix, o las mamas, los testículos y otras partes que avergüenzan

Si la tuberculosis supuestamente “acelera la vida, la realza, la espiritualiza”, el cáncer en cambio “se extiende”, “prolifera” y es necesario “extirparlo” o “contenerlo”. Si la tuberculosis afectaba, supuestamente, a la gente demasiado voluptuosa y creativa, el cáncer supuestamente afecta a la gente inhibida e incapaz no tanto su sexualidad o su talento como su ira. En lugar de una producción artística del yo, el cáncer llama a una intervención militarizada en el cuerpo, el cual se vuelve terriblemente opaco y extraño para el enfermo.

Fotograma de Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972).

Nada es más punitivo, alega Sontag, que el gesto mismo de interpretar, de asignar un significado a la enfermedad, pues según ella esto contribuye inevitablemente a localizarla en un fracaso, maldad o vergüenza personal, lo cual no sólo acentúa el sufrimiento de quien enferma, sino que tiene repercusiones en el manejo social de la enfermedad.

Mucho antes del foucaultiano concepto de “gubernamentalidad neoliberal”, la tuberculosis y el cáncer habían sido figuradas como la mala conducta de un homo economicus: en el primer caso, como un despilfarro o consumo de la vitalidad que estaría mejor empleada en el ahorro y el trabajo productivo, y en el segundo, como una represión y petrificación de la energía que debería circular en el consumo y el gasto.

¿Qué hay entonces del coronavirus? De la secuela titulada El SIDA y sus metáforas (1988) recojo el énfasis de Sontag en que toda epidemia conlleva una batalla retórica, una lucha por determinar el sentido de la enfermedad y en esa medida el gobierno del cuerpo social. 

Así como el SIDA fue, según Sontag, objeto de una rearticulación del paradigma espacial y militarizado del cáncer en torno a un agente infeccioso (el VIH), podríamos estar ante una rearticulación del paradigma temporal y espiritualizante de la tuberculosis en torno al espacio doméstico virtual e hipervigilado, y aun así figurado como el más seguro, saludable y moral. Desde ahí, resulta seductor contemplar sublimes interpretaciones de la pandemia como una suerte de “freno de emergencia” benjaminiano ante la barbarie capitalista que literalmente nos asfixia, o bien regodearse confortablemente en pintorescos compendios filosóficos de talante orientalista.

Sirva el mole de guajolote para interrumpir nuestras fantasías redentoras que, de tan interesantes, subrepticiamente confieren un nuevo heroísmo romántico a la burguesía internacional hiperconectada. 

Desde un punto de vista médico, no está claro que el medicamento antimalárico que está promoviendo Donald Trump como cura milagrosa para el COVID-19 tenga mayor respaldo científico que el caldo de pollo, y en cambio hay elementos para considerar que lo que comen las y los poblanos, según sean ricos o pobres, no es del todo irrelevante para sus probabilidades de superar la enfermedad.

Quizá, precisamente en la medida en que se nos presentan como banales y vulgares, el caldo de pollo y el chile picado aporten, si no una cura milagrosa, al menos una sana distancia ante las batallas retóricas por la enfermedad.

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