Lado B
Mujeres trans: las víctimas invisibles de la trata
La violencia y desarraigo que impactan la vida de las trans las hacen vulnerables a la explotación, pero el Estado peruano no las busca ni las rescata
Por Lado B @ladobemx
06 de enero, 2019
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Elizabeth Salazar Vega | Ojo Público

Sharon nos recibe en su casa, en la calurosa selva de Pucallpa. Está en sandalias, con un vestido largo y el pelo atado. Ha terminado de servir la cena a su familia y nos pide salir al patio, lejos de ellos, para contarnos cómo, a sus 20 años, ya escapó dos veces de la trata de personas sin que las autoridades, ni ella misma, lo sepan.

Era octubre del 2014. Tenía 16 y la vida parecía cambiarle. Sus padres habían empezado a aceptar su identidad trans y ella buscaba nuevas formas de llevar dinero a casa, lejos de la prostitución. Por eso, cuando una señora le ofreció ser cajera en un bar de Huánuco, a ocho horas de su ciudad natal, no lo dudó. Todavía recuerda el nombre del local: el ‘Big Bam’ (sic). Allí la encerraron, la vistieron de varón y la ofrecieron como gay a las personas que llegaban en busca de cerveza y sexo. Cada botella vendida era 1 sol de ganancia y cada almuerzo una deuda.

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“La policía hizo un operativo y nos sacó a empujones. Me dejaron en un albergue de varones, seguro por la ropa. Mi papá tuvo que ir a sacarme. Fuimos a buscar a la dueña del bar para que me pagara el sueldo prometido, pero no quiso”. En el parte policial y fiscal del 23 de octubre del 2014 consta la intervención al local por “actos reñidos contra la moral”, pero no existe una causa judicial que identifique a Sharon como víctima.

La madre de Sharon se deja fotografiar con ella; la abraza dentro y fuera de las tomas, le pregunta si cenó suficiente. La segunda vez que la trata se llevó a su hija fue a ella a quien engañaron. Una trans adulta, popular en el barrio, le prometió que Sharon sería su asistente en un salón de belleza en Argentina; solo debía firmar el permiso de viaje.

Fue un recorrido eterno, por tierra, con escala en Lima, y pasando por Santiago de Chile hasta llegar a la ciudad de La Plata. Allí su cuerpo ya tenía precio: un año y medio en prostitución callejera para costear su traslado. Estuvo solo seis meses, hasta que su mamá pudo reunir dinero para comprarle los pasajes de regreso. “Esa vecina vuelve al barrio, pero no me dice nada porque ve que me puedo defender”, señala.

A sus 20 años, Sharon ha escapado dos veces de la trata de personas. Fue explotada en Perú y Argentina.

Le gusta el baile, pero quiere ser enfermera. Dejó la escuela porque no la aceptaban con cabello largo.

La segunda vez que la captaron la tratante engañó a su madre para tener un permiso de viaje.

Carlos Vilca, reconocido promotor de los derechos LGBTI en Pucallpa, y quien nos acompañó en la entrevista, interrumpe el relato de Sharon.

– ¿Y por qué no has dicho tu propia experiencia para advertir a otras chicas? Hace año y medio eres miembro de la red [Red Descentralizada de Lucha Contra la Trata de Personas] aquí en Ucayali.

– Si, pues. Esto que pasé… es trata ¿no?”

La ruta de la explotación

En este reportaje documentamos las vulnerabilidades que rodean la vida de las adolescentes y adultas trans desde que abandonan sus hogares, impulsadas por la violencia que reciben de sus padres o para expresar su identidad sexual, y cómo este desarraigo las lleva a ser un blanco fácil de la trata de personas o el comercio sexual infantil. La principal ruta de su explotación recorre la selva peruana y llega a Lima o continúa en países como Argentina e Italia, pero es invisible para la mayoría de las víctimas, pues estas creen que es el precio que deben pagar por su identidad.

Enviamos pedidos de acceso a la información pública a la Policía Nacional, al Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), a la Fiscalía y al Poder Judicial para conocer cuántas menores y adultas LGBTI (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transgénero e Intersexuales) fueron rescatadas de la explotación sexual y la trata de personas; a cuántas se le otorgó protección estatal y qué casos derivaron en procesos judiciales.

Las estadísticas muestran que solo en 2017 la policía liberó a 725 personas en situación de trata; la Fiscalía mantuvo 1.464 demandas en curso, y el MIMP acogió a 7 mujeres en riesgo. Se desconoce cuántas de ellas pertenecen a la población LGBTI porque el sistema de registro estatal es binario y obliga a encasillar a las víctimas en masculino y femenino, la única manera de saberlo es apelar a la memoria de los funcionarios que atendieron los casos.

Así, mientras las pocas denuncias que llegan a las autoridades se pierden en las estadísticas, historias como las de Sharon permanecen invisibilizadas.

Para reconstruir las denuncias penales en curso, nos comunicamos con las ocho Fiscalías Especializadas en Trata de Personas que funcionan desde hace dos años en el mismo número de regiones del Perú; así como a las 24 Fiscalías de Crimen Organizado que asumen dicha labor en el resto del país. Solo en la oficina de Lima, a cargo de las fiscales Miluska y Berenice Romero, confirmaron que hay cuatro denuncias en curso que involucran a menores y adultas trans en situación de trata.

En la región Junín, en cambio, no hay registros. No existe un proceso judicial a favor de Otilia, nombre con el que ella se identifica. “Por gusto he hecho la denuncia, no han hecho nada, absolutamente nada, en blanco”, nos dijo. La intensidad en sus ojos es intimidante, aún en la oscuridad de la noche.

Estamos en la misma plaza de Pucallpa donde, hace tres años, una señora se acercó a comprarle un plato de comida que vendía al paso, en una carretilla. Luego de alabar su sazón, le propuso que sea su cocinera en un restaurante. Otilia aceptó y emprendió un viaje que la llevó al Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), zona de la selva central del Perú cercada por la extrema pobreza y los rezagos del terrorismo y el narcotráfico.

“Un año y ocho meses encerrada con llave, sin ver la luz, sin dormir bien. La señora me daba comida como a un perro. Era un bar y quería que yo trabajara con mi cuerpo. Nunca lo hecho, me negué y me encerró en la cocina (..) Quizá porque era maricón, como no quería trabajar, la señora me encerraba para no salir (…) Me escapé por la ventana. Le he roto la ventana, ya no me importaba nada. Todo le dije a la policía, pero no me creyeron”, dijo.

Quien sí le creyó fue una mujer que vendía almuerzos en un caserío de Pangoa, Junín. Durante cuatro meses la ayudó a lavar platos y con el dinero que juntó pudo regresar a su tierra, pero cuando lo hizo, sus familiares ya la habían dado por muerta.

La denuncia que Otilia hizo en la comisaría de Junín nunca llegó a la División Policial de Investigación contra la Trata de Personas.

Iquitos, la ciudad amazónica conocida por el barrio sumergido de Belén, es el primer destino de niñas y adolescentes trans que huyen de las comunidades nativas de la región Loreto, a las que solo se llega tras horas o días de viaje en lancha. Escapan de la pobreza y la violencia en sus hogares, pero también de la enfermedad, o la suma de todos estos factores.

“K” abandonó su natal Tamshiyacu, un pueblo en la ribera del Amazonas, a los 12 años, semanas después que le detectaron VIH. A esa edad tuvo que calcular las consecuencias de seguir viviendo en una comunidad conservadora y religiosa donde se cree que las personas trans y el VIH son propiciados por el demonio, y el tratamiento antirretroviral es escaso. “Enterarme fue lo más duro que me ha pasado”, señaló. Hoy tiene 23 años y no le ha contado a sus padres que es portadora, por eso no quiere que revelemos el nombre que la identifica.

Según Ximena Salazar, antropóloga de la Universidad Peruana Cayetano Heredia, experta en el tema, las personas trans empiezan a revelar su identidad entre los 10 y 13 años, y a esa edad, sin documentos, soporte económico ni educación concluida, abandonan sus casas por el rechazo de sus familias o para encontrar un lugar en el cual desenvolverse con el género que se identifican. La migración que inician es clandestina, marcada por la violencia, persecución, discriminación y privación de sus derechos básicos.

Por eso son vulnerables a ser víctimas de explotadores y tratantes.

Chriss también es oriunda de Tamshiyacu y llegó a Iquitos a la misma edad de “K”, sin educación primaria concluida. Ella asegura que logró vencer el rechazo que sentían sus padres hacia su identidad sexual, y ahora los tiene a todos viviendo bajo el mismo techo, con más hermanos y sobrinos a quienes ayuda a mantener con el dinero que obtiene de la prostitución. Tiene 23 años y quiere migrar a Italia porque ve que otras trans regresaron con mejores ingresos y pudieron comprarle una casa a sus familias.

Carlobi Ríos, coordinadora de la Red Trans en Loreto, reconoce que se llevan a las chicas a Italia y Argentina para prostituirse por voluntad propia, pero no les advierten que al llegar la mayoría es obligada a vender droga o robar para pagar sus traslados y alojamiento. “Eso les da mayores ganancias ¿Y crees que les pueden decir que no? Como dicen aquí: solo las honradas demoran en pagar sus deudas”, sostiene.

A los 12 años Chriss dejó Tamshiyacu, una comunidad nativa a orillas del Amazonas, en Loreto.

Con el dinero de la prostitución mantiene a su familia. Por ellos irá a Argentina, para ganar más.

Los que financian los viajes son trans mayores a las que llaman ‘madres’, por su rudeza o experiencia; y delincuentes que controlan a varias chicas haciéndoles creer que son pareja, sin embargo, la fiscalía y la policía de Loreto no tienen víctimas trans identificadas, solo homosexuales que captan mujeres para la explotación sexual.

En el Perú la prostitución no está penada, pero sí que alguien lucre o facilite la actividad sexual de un tercero, lo que se conoce como favorecimiento, proxenetismo y rufianismo.

El Código Penal también contempla dos delitos de mayor gravedad: la explotación sexual, por obligar a otro a ejercer actos sexuales y ganar dinero a costa de ello; y la trata de personas, que implica la captación, traslado, retención y explotación de una víctima para fines sexuales, laborales, mendicidad o venta de drogas. En caso de menores de edad no es relevante probar si hubo engaño o aceptación de por medio.

Las víctimas crean vínculos de dependencia y terminan sometidas. “La madre te da de comer o te defiende de una paliza, pero a cambio saca dinero de tu cuerpo. El ‘marido’ nos vive, nos golpea, nos agobia y no decimos nada porque pensamos que es normal. Las chicas no identifican la explotación, trata ni abuso. Las puedes hacer dormir en el suelo y ellas estarán agradecidas porque no conocen otra cosa. Hemos entrado en un círculo de violencia normalizada”, explica Miluska Luzquiño, directora de la Red Trans Perú, organización que lucha por los derechos de este colectivo.

Dentro de la población LGBTI, las personas trans son las que tienen menos oportunidades de salir de este círculo. Una encuesta del 2016 que realizó el colectivo No tengo miedo a 118 mujeres trans de seis regiones del Perú, revela que el 38% de ellas no completó la educación primaria o secundaria y el 50,8% no cuenta con seguro médico de ningún tipo.

Tampoco tienen DNI porque nunca lo tramitaron al cumplir la mayoría de edad o porque no quieren renovar el que obtuvieron, pues no refleja su identidad. Sin familia, escuela, ni trabajo que las acepte, las trans sobreviven en la exclusión.

El 2016 se presentó en el Congreso el Proyecto de Ley 790, impulsado por la Red Trans Perú para que las integrantes de este colectivo puedan modificar el nombre y sexo que figura en su DNI, además de coordinar medidas para frenar la discriminación y promover el acceso a un trabajo digno. El documento, sin embargo, duerme desde diciembre del 2016 en la Comisión de Mujer y Familia.

Verona

Iquitos es solo el inicio de la ruta para las trans que ejercen la prostitución. La mayoría emprende un viaje de cinco días en barco, por el río Ucayali, para llegar a Pucallpa, una ciudad de la selva con mayor intercambio comercial y mejores oportunidades económicas. Si aceptan ser llevadas al extranjero, el viaje continuará veinte horas por tierra, rumbo a Lima, y luego tres días más para cruzar Chile y llegar a La Plata, Argentina.

La ruta de la explotación sexual lleva a las trans peruanas de la selva a ciudades de Argentina.

Aquellas que contraen VIH no llevan un tratamiento continuo cuando migran a otro país.

Dandy salió del Perú siguiendo la misma ruta de explotación. Volvió enferma y al poco tiempo falleció.

Verona, una adulta trans, hizo el viaje completo sabiendo que iría a prostituirse. Ya había estado en Buenos Aires, trabajando por su cuenta, pero esta vez una amiga le pidió que vaya a La Plata. Le dijo que ella invertiría en sus pasajes y que luego se lo podía devolver. La prima de Verona, Brandy, también estaba en Argentina ¿Qué podía salir mal?, se preguntó.

“La que me invitó era mi madrina, mi amiga, o creí que lo era. Apenas me instalé dijo: bueno Verona, ya estás acá, te voy a explicar cómo va a ser tu trabajo (…) aquí todas metemos droga. Lo pensé mil veces, qué iba a hacer. Estaba tan lejos”, señaló.

Brandy, su prima, había viajado con su propio dinero, pero al llegar a La Plata comprendió que pararse en cada esquina implicaba, además del pago de cupos, ser parte de esta red criminal. “Mi amiga gastó unos 700 dólares en llevarme en bus, pero una vez allá me dijo que le debía 100 mil pesos. Cuando supe que eso era equivalente a 3.300 dólares me negué, pero ella tenía muchos conocidos. No imaginas todo lo que uno pasa allá”, dijo Verona.

La supuesta amiga era Estrella, una trans peruana de 35 años, que captaba a prostitutas extranjeras para la micro comercialización de cocaína. A cada una la obligaba a vender 100 paquetitos de droga diarios, mientras ofrecían sexo por las calles de La Plata. Su imperio acabó el 18 de agosto del 2017, cuando la policía irrumpió en su casa, con fusiles en manos, y la detuvo con 400 ketes de cocaína y dos armas de fuego.

Ese día, los agentes de la Comisaría Novena de la capital provincial de Argentina también allanaron el hospedaje de las trans captadas. Verona quedó tendida en el piso, boca abajo, con las manos en la nuca, mientras la policía rebuscaba todo. Desde su ángulo, unos metros a la derecha, podía distinguir a Brandy, también en el suelo. Todo fue confuso, hasta que la vio convulsionar y arrojar sangre.

«Tras 22 días de agonía falleció el sábado 10, en el hospital San Martín de la Plata, Brandy Bardales Sangama (43), militante de Otrans. Brandy es la tercera mujer trans que muere en La Plata, víctima de criminalización y de procedimientos policiales vejatorios”.

Así informó la sección Soy, del diario Página 12. Hay dos versiones sobre lo que ocurrió ese día: refiere que Brandy se tragó los paquetes de cocaína para evitar ir presa por posesión; la otra, que fue víctima de la brutalidad policial. Otrans, una asociación civil que vela por los derechos humanos de trans y travestis en Argentina, defiende esta última.

Verona regresó a Perú. El cuerpo de Brandy no puede ser repatriado hasta que se resuelvan las causas de su muerte, pero a nadie más que a Otrans parece importarle.

Lima: el tránsito invisible

Esclavas del Sagrado Corazón. Ese es el nombre de la iglesia que ocupa casi una cuadra de la avenida Tacna, la principal vía de acceso al Centro Histórico de Lima. Sus muros santos colindan con el Jr. Washington, una calle donde decenas de trans inmersas en la prostitución acumulan historias de violencia y vulneración de derechos que ellas mismas no logran identificar.

La mayoría de trans que recorren los jirones Washington, Zepita y Peñaloza asegura ejercer la prostitución sin proxenetas de por medio, pues el último ‘caficho’ que cobraba cupos fue capturado hace ocho meses. Solo conversando con ellas podemos identificar a algunas que migraron de Iquitos, Pucallpa, Chiclayo y Trujillo en la adolescencia, siguiendo a una trans mayor o a un falso novio a quienes pagaron con prostitución las deudas contraídas por la protección o el amor que decían brindarles.

Daleska tiene solo 15 años y asegura no ser explotada por nadie, pero sabe lo que ocurre: “Personas como yo, o de menor edad, se enamoran de un hombre, pero este solo ve dinero. Ve que puede ganar [con ellas], por la edad o talvez porque se ven bien. El chantajismo emocional en nuestra sexualidad es algo normal, porque nos sentimos solas, porque nunca tuvimos afecto, porque nos botan. Entonces te chantajean, hacen de ti lo que quieren y lo único que les queda es obedecer y darles el dinero. Comprarles ropa y hacerlos vivir de ellas”.

Ella migró desde la costa norte de Chiclayo, a los 13 años, y ahora vive con otras trans en viejas casonas del Centro de Lima, en cubículos de 2 metros cuadrados por los que paga 10 dólares por noche. Lo único que conserva del pasado son dos fotos de niño. Ahora su hogar son las trans mayores que le dieron techo y protección. Delatarlas no es una posibilidad.

El Departamento de Estado de EE.UU. advierte en su reporte Trafficking in Persons que las personas LGBTI, especialmente trans, reúnen todas las vulnerabilidades para ser víctimas de tráfico sexual, y desde el 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) recomienda “mejorar los procedimientos de identificación de víctimas y adaptar los servicios de asistencia” que requiere esta población.

Daleska tiene 15 años. Nació en Chiclayo y migró a Lima, donde vive sometida al comercio sexual.

Sus únicas posesiones son un perrito, un televisor y una foto, recuerdo de quién fue.

Dice que tiene novio y escribe cartas de amor. No reconoce a sus clientes como explotadores.

Sin embargo, en Perú, la División de Investigación contra la Trata de Personas (Divintrap) no realiza labores de inteligencia para saber quiénes son y dónde están. “Estamos a la espera de que esta población vulnerable se acerque para conocer cuál es la problemática que están atravesando y, partir de ahí, establecer diferentes estrategias. Tenemos personal capacitado y les pedimos que confíen en la policía”, sostuvo el coronel Antonio Capa, jefe de la Divintrap.

Luzquiño, de la Red Trans Perú, sostiene que la única relación que tienen las trans con la autoridad y, sobre todo, con el personal municipal de Serenazgo, es de violencia. En los casos más extremos las botan de las calles con chorros de agua, las golpean y abandonan en descampados; en otros, las tratan de varones y se burlan cuando quieren denunciar a su pareja por agresión. El rechazo de la autoridad municipal hacia los trans es tal que 11 de las 43 municipalidades de Lima incluyen en sus planes de seguridad ciudadana la “erradicación de homosexuales” o “travestis”.

“¿Qué haría el Estado si rescata a una víctima? ¿La trataría como hombre, le cortaría el pelo? No hay ni albergues que las protejan”, agrega.

Mayra

Tenía 14 años y estaba marcada por el abandono familiar, la violación sexual y se medicaba para controlar episodios violentos. Un cuaderno lleno de garabatos es lo único que guardan de ella en la casa que la acogió el 20 de setiembre del 2017, cinco días después que la policía la encontró drogada y alcoholizada, sometida a la prostitución en las calles de San Juan de Miraflores, al sur de Lima. Los trazos daban forma a su identidad: Mayra, el nombre que eligió.

Su situación no encajaba con la tipología de la trata, pero el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) –la institución encargada de proteger a todos los niños, niñas y adolescentes– sabía que la menor era víctima de explotación sexual comercial y desde mucho antes de la intervención policial. Aun así, no pudo rescatarla ni ofrecerle un albergue que la acepte: Mayra es trans y nadie la quería junto a los niños ni las niñas.

En las actas que levantó el ministerio y la policía, ella no existe. Su caso está archivado como “un adolescente en abandono familiar”, con su foto y nombre de varón.

La Unidad de Investigación Tutelar del MIMP contactó a la Red Trans Perú, sin experiencia previa en acogimiento de personas vulnerables, y en menos de 24 horas le entregó a la menor. “No nos dijeron que era violenta y la psicóloga solo la visitó dos veces”, dijo Sandy Ruiz, la promotora que la acogió. Al cabo de un mes, luego de una de sus crisis, el MIMP se llevó a Mayra y, sin más que ofrecerle, la devolvió al lugar de donde volvería a escapar: su casa. Hoy, a sus 15 años, la menor sigue en explotación sexual, en las calles de San Juan.

En las calles nocturnas de Lima se mezclan las trans explotadas con otras en prostitución voluntaria.

El personal municipal de Serenazgo solo se acerca a ellas para botarlas de las calles, sin distinción.

El Estado no le pudo conseguir albergue a una menor trans y se la entregó a una activista.

El MIMP es el encargado de administrar los Centros de Atención Residencial (CAR) y de cumplir las políticas de asistencia para víctimas. Por intermedio de su equipo de prensa, durante un mes, pedimos entrevistar a alguno de sus representantes, pero no aceptaron.

Si para las menores trans encontrar un albergue es casi imposible, para las adultas es irreal.

El expediente fiscal 01-2018 relata parte del calvario que afrontó Estela desde que acudió al Ministerio Público, junto a su madre, para denunciar a su verdugo: un exnovio que conoció en Italia, a donde viajó para trabajar de enfermera. Al poco tiempo de empezar la relación él se ofreció a pagar las operaciones que ella ansiaba, pero apenas cerraron sus heridas la obligó a prostituirse para saldar la deuda.

Estela pudo retornar a Lima con unos pasajes que le envió su madre, pero el italiano la siguió hasta aquí, la secuestró, le abrió la mejilla con un cuchillo y la dejó ir. A la madre, en cambio, la acosó por teléfono, enviándole fotos y videos de su hija siendo sometida a la explotación sexual. Es allí cuando ambas deciden denunciar.

“Estaban muy afectadas. El policía que le tomó la declaración no sabía si tratarla de él o ella. Pedimos que le consigan un refugio, mientras realizábamos las investigaciones, pero nadie quiso recibirla. Pasaron los días y ella dijo sentir que no le daban importancia. Se fue a su casa y perdimos contacto”, explicó la titular de la Fiscalía Especializada en Trata de Personas, Miluska Romero.

Ella sostiene que el sistema de protección estatal contra la trata se ha diseñado bajo el estereotipo de que las víctimas son mujeres o niños. “Las instituciones no saben cómo extender los servicios a la población trans. Falta capacitar a todos los operadores de la cadena de rescate y protección para que las asistan de acuerdo al género con que se identifican. De qué sirve que recibamos denuncias si el resto de la asistencia estatal no funciona», agregó la fiscal.

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El Ministerio Público es la única institución que acaba de implementar la variable LGBTI en su sistema de registro, a fin de indicar el género del o la denunciante. Para Rosario López Wong, la jefa de la Unidad de Asistencia a Víctimas y Testigos (Udavit) de la fiscalía, la invisibilidad de estas víctimas empieza allí. Revertirlo es un paso importante; no solo para las trans sino para toda la comunidad LGBTI, pero no tendrá efecto si no se replica en otras instituciones.

“Necesitamos demostrar que sí podemos aplicar sanciones drásticas a los tratantes que se aprovechan de la discriminación y exclusión que sufren las trans para captarlas. Es un reto porque en este colectivo hay una resistencia muy marcada a entender que se ha vulnerado su dignidad”, explica Wong.

El actual Plan Nacional contra la Trata de Personas 2017-2021, documento rector de las políticas de Estado en esta materia, le dedica, por primera vez, unos párrafos a la población LGBTI para reconocer su vulnerabilidad y lo difícil que les es “acceder a los servicios de protección y atención, generándose una doble victimización». “Las personas LGBTI poseen, en el marco de la lucha contra la trata de personas, todos los derechos propios de las víctimas de este delito”, indica la norma, pero no incluye planes ni medidas para que eso sea efectivo.

En el Perú, el máximo organismo que fija las pautas para luchar contra este delito –y que podría plantear cambios a favor del colectivo LGBTI– es la Comisión Multisectorial Contra la Trata de Personas, que reúne a las instituciones mencionadas en este reportaje y otras más. Buscamos una entrevista con su director, Miguel Huerta, pero decidió no declarar.

“¿Cómo denuncias la desaparición y explotación una trans?”, nos preguntó Miluska Luzquiño. El afiche de búsqueda incluiría un nombre y foto que no corresponden con la realidad. En la mayoría de casos no habría un documento de identidad para rastrearla ni un familiar preocupado por su ausencia, incluso ella misma ignoraría que está en situación de esclavitud. “Prácticamente no existimos”, se responde la activista. Son las víctimas silenciosas, pero las autoridades esperan que sean ellas las que se pronuncien primero.

Son las víctimas invisibles y silenciosas, pero las autoridades esperan que sean ellas las que hablen primero.

 

*Este reportaje fue realizado en el marco de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, del International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.

*Fotos por Marco Garro

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Autor Lado B
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