Lado B
Aquí no ha pasado nada
Habría que formar al menos en la sensibilidad que no permita el olvido, en la atención de largo plazo que impida que las muertes de hoy borren las muertes de ayer
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
01 de mayo, 2018
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Martín López Calva

@M_Lopezcalva

Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos,
ni siquiera el criminal.

Jaime Sabines. Tlatelolco.

Mientras los candidatos presidenciales andan en campaña peleando por muchas cosas que no son de vida o muerte, la vida de todos nosotros está cada vez más en riesgo y la muerte continúa apoderándose de nuestras calles, plazas, carreteras e incluso de nuestras casas particulares.

Al mismo tiempo que en los medios se discute quién ganó el debate y cómo están abordando el post debate los aspirantes a la presidencia de este país herido, cada día en nuestra patria mueren violentamente más de 80 personas según las estadísticas más recientes.

Mientras los seguidores de los candidatos se deshacen en descalificaciones e insultos para quienes no están con su favorito y difunden noticias en su mayoría falsas o distorsionadas sobre los rivales de su preferido, la violencia sigue apoderándose de todos los rincones de este país que se encuentra en una de las más profundas crisis de toda su historia.

Es tan grande este reino de la violencia que como dice el poema, nadie sabe ya el número exacto de los muertos, ni siquiera los asesinos, ni siquiera el criminal. Cada medio y organismo público tiene sus números, sus estadísticas y cada político maneja estas cifras a su conveniencia diciendo que cuando gobernó, la violencia disminuyó, aunque en realidad haya aumentado. Todos aceptan que las cosas han llegado a un estado inaceptable, la mayoría dice que la estrategia actual de combate al crimen organizado no está funcionando pero nadie dice cuál sería la forma exitosa o al menos alternativa para tener resultados positivos.

Nadie sabe el número exacto de los muertos. Pero el número de muertos sigue creciendo día a día, de manera tan sistemática, permanente y persistente que se ha normalizado, se ha vuelto parte de nuestra vida, se ha incorporado a nuestro paisaje y ya no indigna ni asusta, ya no sorprende ni provoca reacciones notables y más o menos permanentes.

Aquí no pasa nada.

El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos,
con televisores, con radios, con banderas olímpicas.

El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.
alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen está allí.

Jaime Sabines. Tlatelolco.

Aquí no pasa nada y el crimen está allí, cubierto de fake news y memes, de discusiones estériles en Facebook y adjetivos insultantes en Twitter para quienes no piensan como nosotros o siguen a un partido o a un equipo de fútbol diferente al nuestro.

El crimen está allí, en la colonia de junto, en el pueblo por el que pasamos cuando viajamos, en las calles o las casas de los vecinos, en la plaza donde vamos a pasear, en el restaurant donde hemos comido tantas veces.

Aquí no pasa nada, aunque los jóvenes convertidos en sicarios están acabando con los jóvenes que estudian, trabajan o buscan una forma honesta de ganarse la vida. Jóvenes matando jóvenes, disolviendo sus cuerpos en ácido. Jóvenes secuestrando jóvenes, acabando con el porvenir de un país que parece estar empeñando en no tener futuro.

El crimen está allí, pero ya es parte del paisaje, ya no indigna a nadie, no conmueve, no atrae la atención, no genera movimientos sociales perdurables, no ha bastado para levantar a una ciudadanía que ya no ve a los muertos porque se encuentra muerta de miedo.

Habría que lavar no sólo el piso; la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.

La bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.

Jaime Sabines. Tlatelolco.

Habría que lavar no sólo el piso sino la memoria de todos los que hemos sido testigos de esta barbarie. Habría que quitarle los ojos a todos los que han visto, los oídos a todos los que han escuchado, la lengua a todos los que han callado ante la catástrofe social que nos envuelve.

Habría que asesinar también a los deudos –y en algunos casos, por terrible que parezca, ya se ha asesinado a los deudos- para que nadie llore, para evitar que haya testigos. Habría que poner sellos de clausura a este país inviable, destructivo, asesino de sus propios hijos, habría que delimitar con cintas de precaución cada espacio en que vivimos, cada senda por la que transitamos, cada milímetro de aire que respiramos.

Pero como dice el poeta, la sangre echa raíces y de pronto crece como un árbol en el tiempo, en este nuestro tiempo de violencia y sinrazón. La sangre como una enredadera que nos salpica y nos moja de vergüenza, aunque no sintamos la vergüenza de ser cómplices por omisión, por pasividad, por inacción, cómplices en defensa propia.

Pero las bocas de los muertos nos están escupiendo una perpetua sangre quieta que nos mancha, nos deja una marca indeleble, el sello de ser ciudadanos de un país en el que el terror es el paisaje más común y la muerte violenta un escenario posible simplemente por estar en un “lugar equivocado” en un “momento equivocado”.

¿Qué hacer como educadores? ¿Cómo seguir trabajando por una educación personalizante?

Habría que formar al menos en la sensibilidad que no permita el olvido, en la atención de largo plazo que impida que las muertes de hoy borren las muertes de ayer, en la empatía que haga sentir como nuestro el dolor que viven los que sufren en carne propia la violencia, en la comprensión que nos haga acercarnos unos a otros para tratar de construir un tejido social tan apretado y resistente que nos ayude a sobrevivir la violencia sintiendo el apoyo de los demás.

Habría que educar personas críticas, capaces de preguntarse seriamente si esta forma de muerte es la única forma posible de vida.

Habría que desarrollar procesos de convivencia escolar que de manera creativa, propositiva y comprometida griten ¡Ya basta!.

Pero esto es tal vez un sueño imposible, una utopía inalcanzable, porque si miramos a nuestro alrededor, si ponemos atención a los políticos, a los medios de comunicación, a las redes y a las preocupaciones sociales, parece ser que aquí no pasa nada.

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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