—Hay dos tipos de aristócrata. El que es lo es porque tiene mucho dinero o un título, y el que es lo es porque en el fondo es dueño de su persona. Yo soy un aristócrata. A mí me educaron para ser muy orgulloso de mí mismo, muy elocuente de mi presente, mi pasado y mi futuro. Dueño de mi capacidad de transformar el mundo.
La obra de Carlos Arias discurre principalmente entre la pintura, el bordado, y a veces realiza figuras tridimensionales de diversos materiales. Hace dos años la Capilla del Arte presentó su exposición El hilo de la vida, una basta recopilación de sus obras en bordado.
—El bordado es tan lento, que te permite ver cómo lo haces, te conviertes en espectador de tu propia transformación. Es en ese sentido que un campesino es aristócrata, cuando está orgulloso de cosechar su maíz porque él lo sembró. Es una idea mucho del socialismo utópico, —aclara Carlos mientras se ríe— pero es una idea que heredé.
Carlos nació en Chile y ha vivido gran parte de su vida en México, aunque él mismo no se considera de ninguna patria en realidad. Actualmente vive en Cholula, es académico de la UDLAP y ha expuesto su su obra artística de manera individual y colectiva desde 1993 en distintos países.
El acento de Carlos es chileno aunque no tan marcado y su conversación fluye como un río de muchas vertientes: va del relato sobre la vida de su abuelo a la reflexión del arte contemporáneo y al análisis de la obra de Duchamp en la historia, sin perder el hilo. Y una vez inmerso, también lanza reflexiones que aplican no sólo para el arte sino para la vida misma.
—Las cosas hay que hacerlas, no cuestionarlas tanto —dice mientras pone su cigarro en el cenicero y vuelve a cruzar las piernas, poniendo a un lado el bordado que ha estado trabajando mientras charlamos—, hacerlas solamente, saber verlas por detrás, y por arriba y por abajo… tomar distancia y no dejar de hacer. No importa lo que cueste: Dinero, tiempo, trabajo… todo eso siempre llega. El tiempo trae todo.
Entonces trae a cuenta el arquetipo del rebelde para Osho (aquel místico y gurú indio): “El rebelde vive individualmente, no como el diente de un engranaje, sino como una unidad orgánica. Su vida no es decidida por nadie más que su propia inteligencia. La fragancia de su vida es la de la libertad”.
La casa de Carlos Arias está llena de arte. Son piezas propias y obras que le ha comprado a otros artistas o incluso que ha conseguido en el callejón de Los Sapos. Uno le gusta por el color, otro por el manejo de la luz y otro por los detalles.
Es una casa muy bien iluminada, perfecta para el trabajo de un artista visual. Antes de llegar a su estudio hay un pasillo tapizado de libros. Tantos que es imposible con un vistazo reconocer cada uno.
Entre esas piezas de arte repartidas por todas las habitaciones también se esconden reliquias familiares, como una medalla que su abuelo paterno Carlos Lagarrigue esculpió -y que el mismo gobierno de Chile le encargó hacer- en memoria de los caídos en la primera guerra mundial.
Su estudio consta de dos plantas y en el segundo piso la luz se distribuye más cálida. Ahí se encuentra suspendida con hilos la pieza que Carlos realizó para una exposición colectiva sobre arte y arquitectura. Esta pieza semi-escultórica (como el mismo Carlos la llama) es una figura humana hecha con cinchos plásticos.
Carlos viene de una familia de artistas. Sus abuelos fueron escultores de cerámica y uno de los recuerdos más vívidos en su infancia es haber asistido al taller de su tía (también escultora) y de cómo ella le hizo un retrato. Recuerda sobre todo el olor a barro y ese sentido de pertenencia.
—No quise ser escultor porque es mucho trabajo, se hace mucho polvo, es difícil mudarse. La pintura siempre se puede entubar, por ejemplo. Además a mí me interesa mucho más la imagen que el bulto.
Piezas como la de este hombre de cinchos son consideradas por Carlos como trabajos en tercera dimensión conectadas principalmente con los espacios arquitectónicos. De hecho, a Carlos no le gustan las técnicas artísticas que implican una estructura previa a la obra final, como el alambre en la escultura a la que después se va añadiendo volumen, por ejemplo.
Sus piezas, dice él, “no tienen alma”, es decir, carecen de esa estructura previa. Él prefiere que los materiales sean autosustentables, como la cerámica o el bordado, que son la estructura y la obra al mismo tiempo.
—Nunca me han interesado las máquinas, porque tienen una estructura. Entiendo que tenga estructura una máquina en la industria, por ejemplo, pero no el arte. La pintura es un poquito falsa en ese sentido… el video, la foto, el grabado… porque es algo que haces primero en un soporte y luego lo pasas a otro.
Carlos pasó los primeros años de su vida en Chile. Recuerda largas noches de sobremesa en las que su extensa familia platicaba por invitación de su abuela, a quien define como una “gran matriarca”.
A su abuelo materno, Carlos lo describe como “contestatario, cabrón y anarquista súper violento”. Respetado profundamente por él y por el resto de la familia, su abuelo Carlos Vicuña fue un político chileno y asistió al primer encuentro iberoamericano de estudiantes en 1912 en Lima, Perú, donde conoció a José Vasconcelos: “Era como un Quijote de la Mancha pero en Chile. Un tipo así como de novela”.
Carlos Arias vivió el término de esas largas reuniones familiares después del golpe militar en 1973. Tenía entonces 10 años y sus padres decidieron mudarse a México para evitar que sus hijos fueran educados en un contexto de dictadura.
Uno de los primeros recuerdos que Carlos tiene de México es el de su estancia en el centro Activo Freire en la ciudad de México, donde compartió el aula con niños de Uruguay, Brasil o Perú, otros países en los que también se vivieron dictaduras en aquel entonces.
Su hermana, cuatro años mayor que él, estudió Arte en la Academia de San Carlos, así que a los 13 Carlos ya acudía a las fiestas de su hermana y conoció a artistas como Adolfo Patiño, Olivia Hinojosa, a los miembros del grupo SUMA y a muchos otros que en los 80 serían los más representativos de esa generación.
Carlos pintaba desde la adolescencia. En aquel entonces le gustaba el trabajo de Cuevas, Picasso, y cuando llegó a la universidad se vio influenciado por el expresionismo alemán. El artista volvió a Chile justamente para estudiar la licenciatura en Artes Plásticas y sin saberlo, también volvió para vivir allá los últimos años de la dictadura de Pinochet.
—Fue una época muy violenta, pero cuando lo vives no te das cuenta. Te das cuenta que fue violento hasta que se lo cuentas a otros, pero mientras lo estás viviendo no lo sientes, porque lo estás consumiendo.
Carlos volvió a México en 1988 para estudiar la maestría en Artes Visuales en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM y desde entonces, aunque Carlos continúa viajando a Chile, reside oficialmente en Cholula. De hecho, la casa donde ahora cuenta su historia, la construyó hace seis años.
El primer interés artístico para Carlos Arias fue la pintura y reconoce que aunque su formación fue muy academicista, no le gusta la idea de la perfección técnica. Así que aunque le importa la composición y la forma, también es rebelde y le gusta romper las reglas o ponerlas entre dicho. Además, busca constantemente regresar a esa primera pincelada más natural e ingenua que llegar a un acabado fino.
Sobre el tema de la perfección en la técnica de la pintura, le parece incluso absurdo aspirar a ello, pues para eso ya existe la foto y el video.
—Por eso el hiperrealismo es muy atractivo para el gran público, porque está hecho a mano pero parece que está hecho con una máquina. Otro de los sueños del ser humano, la pretensión de ser una gran máquina
A él le interesa la pintura como materia, como color y como forma, por lo que el tema no le es relevante, sino más bien resulta un pretexto para que haya una conformación de espacio-tiempo, luz y color a través de la forma.
—Hay artistas que tomaron ideologías muy extremistas —dice Carlos refiriéndose a los artistas de su generación—, sin querer limitaron su producción o su capacidad de crear o transformar a un contexto que ya no existe. Se quedaron como una especie de islas, volando, como fantasmas. Es un tipo de arte que no pertenece al pasado porque ya fue, ni pertenece al mundo actual porque éste no está interesado ya en ese imaginario.
El interés que tiene Carlos en la historia es más macro. No se trata de su historia personal o la historia de sus abuelos, sino de esas cosas que cuando las sacas de su tiempo y le quitas todas sus etiquetas, se vuelven mucho más interesantes y es cuando el diálogo con ellas realmente inicia, como su relación actual con la pintura o incluso con el bordado.
En ese sentido, le pone de mal humor que a Duchamp lo incluyan en la historia del arte. “Duchamp se revuelca en su tumba por eso”, dice Carlos, porque “abrió una nueva historia del arte que no pertenece a esa historia detrás de él”. Duchamp abrió un territorio que, por desgracia y en su opinión, no se ha logrado desarrollar todavía.
El artista reprueba que en la actualidad pareciera que los artistas están obligados a tener una “propuesta”, pero las imágenes sobrevivirán sólo si pueden hacerlo por sí mismas, sin propuestas de por medio.
—¿A quién le interesan los pintores de los años 50 en Francia? A nadie. No trascendieron. A mí sí me interesa la trascendencia, como la caja de olinalá que trasciende. Se hace en Filipinas y pasa a Michoacán, Guerrero y hasta China. Traspasa tiempo y espacio.
Desde la pintura, la actual ocupación de Carlos Arias es ligar diferentes épocas de su propia pintura con nuevas piezas que hablan sólo de espacio y color con formas geométricas.
En bordado, en cambio, su labor ahora se ha volcado en hacer textos irónico y el abordaje del tema del ego.
En el verano de 1991 Carlos se tomó un descanso de la pintura haciendo bordado. Fue tan laborioso y tan bueno el resultado, que desde que terminó la primera pieza supo que esa era una obra de arte.
Aquella pieza es una pintura que hizo exprofeso de las cordilleras, donde incorporó el bordado de un niño y una niña pescando en un río.
Para 1994 se dio cuenta que si quería bordar tenía que dejar la pintura porque bordar era muy lento y requería mucho tiempo.
—Cuando te das cuenta que estás sentado, pensando y pasan horas y días… te das cuenta que hay un sentido en el bordado no sólo terapéutico sino también para renovarse, repensar todo más fríamente. Tomas un lugar más de espectador que de participante, y es mucho más divertido ser espectador que participe, así no tienes que sufrir las heridas de la gente que vive el día al día.
En México comenzó a exponer sus bordados relativamente hace pocos años pero en el extranjero fue mucho antes. Él cree que esto pasó porque al bordado se le veía como parte de la clase media urbana o de lo indígena y eso era rechazado en el mercado de arte, relegado como “arte menor”.
El bordado y otras “artes menores”, explica, son recursos que se traspasan de generación en generación, que no tienen que ver con la academia o con una escuela, una tendencia o una vanguardia, etiquetas que generalmente le dan un valor a las obras en el mercado.
Para Carlos, el valor de una obra de arte es independiente a su valor en el mercado del arte. En ese sentido, el bordado vale por sí mismo, no importa si no está colgado en un museo o no. Cuando hace bordado, dice, está rompiendo con todos estos cánones establecidos. Con el esquema de poder.
—Genera una responsabilidad ética el elegir un material o un soporte. Cuando lo eliges, entonces entras en un diálogo no generacional, sino más amplio: Dialogas con artistas que ya no están vivos y con los que todavía no han nacido.
Entre los textos que ha comenzado a bordar para piezas futuras, están los relacionados con la globalización y la era de la presencia rotunda de la personalidad: el tema del ego.
Como ejemplo, está bordando los elogios que una escritora hizo sobre su arte a través de un correo electrónico. Hace 20 años, a Carlos aquello le hubiera parecido “inmoral, poco ético y hasta de mal gusto”, pero en la era de la selfie, “hablar sobre tu persona es lo más serio que puede hacerse”.
—Exploro la figura del ego no como egolatría sino como el ser genuino. Tener una clara consciencia de quién eres y dónde estás parado. Es una figura muy renacentista, yo creo. Una vez una alumna me dijo: Usted es muy ególatra. Y le dije: no, yo no soy ególatra. Creo en mí, me gusto… me gusto como soy pero porque quiero ser mejor. Trato de transformarme y de divertirme.
¿Y cómo construye su trascendencia Carlos Arias? “Siendo muy consistente, muy autocrítico y muy libre”. No copiándose a sí mismo, haciendo citas, opiniones y desvíos para “generar un árbol de conocimiento de tu propio trabajo”.
—Yo a los más de 50 años que ya tengo, miras más en retrospectiva lo que has hecho, entiendes que tienes una responsabilidad contigo mismo, con tu sentido de humanidad y ahí entra la sociedad como patícipe. Así si no hay trascendencia en la historia, la hay en el diálogo interno de las piezas entre distintas décadas.