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Las batallas de Leo contra el sistema penal
Érika* “transicionó” a Leo dentro del penal de Santa Martha Acatitla, donde lleva 18 años preso. Ahí estudia Derecho, consiguió rebajar su sentencia y, posteriormente, su preliberación. Logró un tratamiento hormonal y, además, lucha por incorporar a su caso la perspectiva de género. Leo ha vencido todos los obstáculos, menos uno: que el sistema judicial cumpla su responsabilidad. El costo de un brazalete electrónico, que corresponde pagar al Estado, le ha impedido salir de la cárcel. Sin embargo, parece estar a un paso de recuperar su plena libertad
Por Lado B @ladobemx
08 de diciembre, 2021
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Dulce Soto | Corriente Alterna

Apoyo en reporteo: Aranza Bustamante, Diana Hurtado, Xilonen Méndez, Luz Cecilia Andrade, Mónica Cruz y Jennifer Olvera

La condena no acaba

La noticia le llegó el 18 de febrero de 2020, cuando tenía 35 años. Tras pasar casi la mitad de su vida en prisión, un juez le otorgó, por fin, la libertad condicional. Durante tres años, Érika Martínez luchó en tribunales por este beneficio, que se otorga a las personas privadas de la libertad que cumplieron 50% de su sentencia con buena conducta y no tienen otros procesos penales en su contra.

La resolución del juez parecía abrirle la puerta a la libertad, pero un requisito adicional se la cerró de nuevo: debía usar un brazalete electrónico para ser monitoreada fuera de la cárcel por el resto de su condena. Y ella, o su familia, debían pagar los 92 mil 600 pesos que cobra una empresa privada por la renta del brazalete.

“Yo le dije al juez: ‘No tengo ni siquiera 5 mil, ¿cómo cree? ¿Cómo voy a pagar un monitoreo?’ Y me contesta que yo debí haber previsto ese gasto. Le dije al juez: ‘¡Si la ley no cobra por irse libre! Eso es lo que se supone. Y, aparte, por una cuestión económica, nadie puede permanecer en reclusión’”, narra Érika en entrevista.

Pero este argumento no evitó que continuara privada de la libertad. Aunque apeló la decisión del juez, sólo logró que le disminuyeran el monto a 71,360 pesos. Nacer mujer, pobre y no contar con apoyo familiar, también le condenó. No pudo pagar el brazalete: por esa razón continúa en la cárcel.

Su caso no es único. De 2016 a septiembre de 2021, 262 personas (249 hombres y 13 mujeres) obtuvieron el beneficio de libertad condicionada con monitoreo electrónico; 87 de ellas, sin embargo, siguen en prisión por no poder pagar el brazalete que se les impuso como medida de vigilancia

Esta cifra, obtenida a través de una solicitud de transparencia, apenas corresponde a los casos que ha representado el Instituto Federal de la Defensoría Pública (IFDP), un organismo del Consejo de la Judicatura Federal (CJF) que ofrece servicios de defensa en todo el país a personas que no pueden pagar un abogado privado.

Para Ángela Guerrero, coordinadora del Centro de Estudios y Acción por la Justicia (CEA, Justicia Social), una organización de la sociedad civil que evalúa e impulsa políticas públicas de reinserción social, obligar a una persona a seguir en prisión porque no puede pagar un brazalete es uno de los últimos eslabones de una cadena de discriminación.

Infografía: René Zubieta

Cómo empezó todo

Érika Martínez quería ser ingeniera en sistemas computacionales. Presentó el examen al Instituto Politécnico Nacional en 2003 y fue admitida. Sin embargo, nunca pudo estudiar esa carrera. La mañana del 18 de junio de ese año hombres vestidos de civil la detuvieron afuera de la casa de una amiga de la preparatoria. Dos semanas antes había cumplido los 18 años.

La acusaron de haber participado en el robo de una camioneta de valores y en el homicidio de dos custodios del automóvil. Según la causa penal 114/2003, revisada por Corriente Alterna, Érika se declaró culpable. Fue presentada ante el Ministerio Público con moretones y golpes en cara y cuerpo causados por una “caída” que sufrió al intentar fugarse, según la versión de los agentes que la detuvieron.

“Después me llevaron a los separos y en los separos estaba Anaid”, su amiga, quien también fue detenida. “Yo no podía ni hablarle, tenía sentimiento. Me vio y lo primero que me dijo fue: ‘Perdóname, era mi mamá o eras tú’”, recuerda Érika.

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Al siguiente día fue trasladada al Reclusorio Oriente. Casi un año después, en 2004, la cambiaron al Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla. Ahí recibió su sentencia: 96 años de prisión y 8 millones de pesos de indemnización.

Aunque en México no existe, en teoría, la cadena perpetua ni la sentencia de muerte, Érika veía su condena justo así. “Yo decía: ‘Me voy a morir en la cárcel’”. 

La depresión la hundió durante los primeros años que pasó privada de la libertad, hasta que llegó la resignación. Entonces se inscribió a la licenciatura en Derecho, que desde 2005 imparte la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) a personas en prisión. Las clases presenciales, suspendidas ahora por la pandemia de COVID-19, se convirtieron en la única conexión con la vida que había imaginado en libertad. No sería ingeniera, pero sí abogada.

La escuela

El centro educativo que acondicionó la UACM en el penal tenía butacas y pizarrones similares a los de cualquier otra escuela. También tenía computadoras, pero sin conexión a internet.  

A pesar de las limitaciones, Érika estaba decidida: pondría en práctica lo aprendido al reiniciar la defensa de su propio caso. Interpuso amparos “por propio derecho”. Los expedientes revisados dan cuenta de ello. Fueron admitidos y, posteriormente, el juez le asignó defensores públicos para que la representaran.

Denunció que había sido torturada al ser detenida, pues antes de presentarla en el Ministerio Público los agentes la golpearon. Un policía le pellizcó tan fuerte el seno izquierdo, que se desmayó. Dijo que al estar en los separos y revisarse esa zona del pecho, que no le dejaba de doler, una parte del pezón, ya negra, se le desprendió.

“Se me cayó, literal, como cuando se cae una verruga. Y empecé a sangrar y a llorar, porque me daba vergüenza de que me habían cortado mi pezón”, relata Érika vía telefónica.

Después de batallar con varios amparos “improcedentes” y corregirlos, Érika ganó el primer round: en 2007 le disminuyeron la condena de 96 a 30 años. Ahora continúa la batalla para que le apliquen, por tercera vez, el protocolo de Estambul, mecanismo diseñado para certificar actos de tortura. El primero se lo hizo el propio sistema penitenciario y concluyó que no había sido torturada. El segundo lo realizó el IFDP y resultó positivo. Así que, años después de ser detenida, un juez ordenó un tercer estudio para corroborar uno de esos dos resultados.

Érika también comenzó a trabajar y a capacitarse en prisión. Tomó talleres de repujado, manualidades, bordado, confitería. Para pagar las copias de su expediente (cada hoja simple cuesta 2.20 pesos y 5.70 si es copia certificada) lavó ropa de otras internas que sí reciben apoyo económico de sus familias. Trapea o limpia vidrios de algunas áreas del penal por 87 pesos (4.3 dólares) a la quincena. A veces colabora en el taller de joyería, donde le pagan 300 pesos (15 dólares) quincenales.

Se reinventó.

La reinvención

En 2008, Érika inició la segunda batalla.

A través de un juicio de amparo solicitó el derecho a un tratamiento hormonal porque deseaba cambiar de género. También modificó su nombre a Leonardo. Leo, como le gusta que le digan.

“Para mí, la aceptación fue difícil. Me daba miedo porque, cuando me trajeron aquí, (los custodios) me decían: ‘Te van a violar porque vas a estar con pura machorra como tú”, recuerda.

Sin embargo, en Santa Martha Acatitla se sintió aceptado. Ahí confirmó su orientación sexual y descubrió su identidad: era un hombre en un cuerpo de mujer.

“Siempre supe que me gustaban las mujeres, pero mi familia era muy conservadora”, cuenta. “Jamás le iba a decir a mi mamá, que es muy de la Iglesia, del catolicismo. Pensaba: ‘No, ni madres, muero con el secreto’. Pero cuando llegué aquí nadie las criticaba, era normal’”.

Por fin, le contó a su mamá, que hasta entonces lo visitaba en el penal. Fue la última vez que la señora visitó a Leo o le contestó una llamada. El resto de su familia también lo abandonó.

“Tuve el rechazo de mi familia. Les dije que era gay y me dieron la espalda. Llevo 14 años solo”.

Ilustración: Iurhi Peña

Las redes de apoyo

Fue una de sus profesoras de Derecho la que motivó a Leo en 2010. Tras el abandono de su familia había descuidado las clases, no asistía ni entregaba tareas. Pero la profesora le animó: aprender de leyes le podría ayudar a recobrar su libertad.

Leo aprendió dos conceptos: principio de progresividad (significa reconocer que los derechos humanos adquiridos no pueden retroceder) y perspectiva de género. Y, basado en ellos, se lanzó, una vez más, contra el sistema penitenciario que hasta entonces le había juzgado sin respetar sus derechos humanos y sin analizar su contexto social.

“La verdad es que, por desinformación, por ignorancia, uno nunca se mueve. Está difícil. Pero yo decidí luchar”, afirma.

Éste es el principal objetivo de la educación superior en prisiones: que las personas adquieran herramientas para comprender su contexto, el proceso penal que enfrentan, y puedan mejorar sus condiciones de vida al salir de la cárcel, explica Mariana Elkisch, profesora del Programa de Educación Superior en Centros de Reclusión, que desarrolla la UACM en seis cárceles de la Ciudad de México.

Más allá de defenderse a sí mismas, pues no tienen cédula profesional para litigar, las personas privadas de la libertad que estudian una licenciatura adquieren herramientas para exigir una mejor defensa, agrega. Esto es relevante en México, donde 65% de las mujeres en prisiones sólo estudió la primaria o la secundaria y la mayoría no cuenta con una defensa privada.

“Sobre todo, en un contexto de una justicia bastante selectiva en este país, en donde para tener un buen abogado requieres de muchos recursos”, explica la profesora.

Por eso llevaron la universidad a las cárceles, en un modelo de clases presenciales único en el país, sostiene. Así, los centros educativos en reclusión se vuelven espacios de liberación y de redignificación, agrega.

Con esto en mente, Leo se trazó un nuevo objetivo: que su solicitud de libertad condicional fuera analizada por el juez con perspectiva de género.

La perspectiva de género

En 2013, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) publicó el Protocolo para juzgar con perspectiva de género. Según éste, “la perspectiva de género no sólo es necesaria en casos relativos a mujeres”, sino en todos aquellos en los que los estereotipos de género, es decir, las ideas impuestas socialmente sobre cómo debe ser, pensar, actuar y sentir un hombre o una mujer, provoquen desigualdad y discriminación.

Por ejemplo, a las mujeres se les atribuye socialmente ser frágiles, cuidadoras, amorosas, sumisas, dependientes. A los hombres, en cambio, ser fuertes, valientes, dominantes, racionales. Estos estereotipos afectan la vida de las personas. 

Las mujeres que ingresan a un centro penitenciario suelen recibir penas más altas que los hombres, incluso cuando se trata de los mismos delitos, según la organización Reinserta. Otro informe de la organización civil Así Legal, que defiende los derechos humanos de las personas privadas de la libertad, explica que a las mujeres se les castiga, además, moralmente. 

“Los contextos penitenciarios son más adversos para ellas porque ‘quedan estigmatizadas como malas en un mundo que construye a las mujeres como entes del bien, y cuya maldad es imperdonable e irreparable’”, cita el informe a la académica Marcela Lagarde.

Aunque este protocolo surgió diez años después de que Érika fuera detenida y sentenciada, se puede aplicar en su caso, ya que juzgar con perspectiva de género implica considerar las condiciones sociales de las personas, interpretar el derecho para el acceso efectivo a la justicia y reconocer las desigualdades y asimetrías de poder que lo limitan, durante todo el proceso penal.

“La perspectiva de género nos permite mirar la presencia de estereotipos en la valoración de los hechos y las pruebas. Si los jueces no aplican la perspectiva de género, pues no hay manera que se miren estos contextos y de que haya un acceso a la justicia sin discriminación y con igualdad”, sostiene Isabel Erreguerena, codirectora de la organización civil Equis, Justicia para las Mujeres.

Este conocimiento le ha servido a Leo para argumentar en los amparos que ha interpuesto. Y así logró ganar dos batallas más. 

El segundo triunfo de Leo llegó en 2018, cuando un juez le concedió, por fin, que las autoridades penitenciarias lo trasladaran cada semana de la cárcel a la Clínica Condesa de la Ciudad de México, especializada en terapia hormonal, para iniciar su transición. Sin embargo, entre 2018 y 2019 solo tuvo dos consultas y la pandemia de COVID-19 detuvo el tratamiento hasta nuevo aviso.

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*Ilustración de portada: Iurhi Peña

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