Tres instantáneas han capturado en días recientes las dimensiones actuales del poder militar en el país. El protagonismo de las Fuerzas Armadas en la actual administración es incontrovertible, lo reconoce y agradece el propio presidente. Al hablar de militarización suele ocurrir una disputa semántica por lo que este término implica, aunque sea innegable que en el listado de tareas de las Fuerzas Armadas se han apilado nuevos quehaceres que antes se encontraban en manos civiles. Lo que levanta ámpula es hablar de militarismo, pero la realidad obliga.
Primera. El pasado 20 de noviembre, en la conmemoración del 11 aniversario de la Revolución Mexicana, el secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, tomó partido abiertamente por el relato de la Cuarta Transformación. Intentando poner por delante el bien de la patria como una alusión de carácter universal, el general no escatimó sus palabras y se declaró partidario de este proyecto político, apelando a la unión en favor de uno de los polos.
“Para nosotros –dijo Sandoval como agradecimiento a la confianza que Andrés Manuel López Obrador ha depositado en el Ejército y la Marina– es un timbre de orgullo poder contribuir a la transformación que se está viviendo. Las bases están sentadas y se avanza con paso firme en el proyecto de nación que usted ha impulsado”. Luego, dirigiéndose al público más amplio, asestó: “como mexicanos es necesario estar unidos en el proyecto de nación que está en marcha, porque lejos de las diferencias de pensamiento que pudieran existir nos une la historia”.
La pregunta aparece sin llamarla: ¿qué pasa con aquellas personas que no se ven representadas, por diferentes razones que honran el espíritu plural de toda democracia, en el proyecto referido?
En un ensayo reciente, Daira Arana y Lani Anaya, apuntan que el militarismo puede definirse como un “fenómeno que consiste en la preponderancia del poder militar sobre el poder civil en términos políticos y en donde la esfera castrense influye en la toma de decisiones políticas del Estado más allá de las del sector seguridad y defensa. Mientras la militarización responde a las preguntas quién y cómo, el militarismo responde ‘quién decide sobre quién’ en el sistema político”.
Militarización y militarismo son dos procesos vinculados. Si el primero crece, apuntó a principios de año el ministro en retiro José Ramón Cossío, es más probable que el segundo termine configurándose. El acento del militarismo, no obstante, reside en la influencia política del poder militar, algo con lo que el discurso del general Sandoval raya al pronunciarse en favor de un proyecto que hoy gobierna con toda legitimidad, pero que no es el único que aspira a hacerlo y que ha encontrado en las Fuerzas Armadas a sus principales aliados.
Segunda. Días antes, el 17 de noviembre a ser precisos, la organización México Unido contra la Delincuencia y la representación de la región centro del Centro de Docencia e Investigación Económicas, a través de su Programa de Política de Drogas, dieron a conocer un proyecto de registro de las funciones, facultades y el presupuesto que se han transferido a las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional –de predominante composición militar y bajo el mando operativo de la Sedena– entre 2006 y 2021. Bajo el nombre del Inventario Nacional de lo Militarizado, la base de datos documenta 246 tareas civiles delegadas que evidencian la expansión del poder militar en la vida pública.
Dicho esto, viene a cuento la cita de Cossío: “aunque es difícil dar un pronóstico (sobre el militarismo), sí es posible advertir desde ahora que la transformación cualitativa es más probable si hay más elementos cuantitativos en juego”.
Tercera. Si otra cosa no sucede, este 24 de noviembre la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación discutirá la constitucionalidad del acuerdo emitido por López Obrador el 11 de mayo del año pasado, con el cual formalizó la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, bajo el cobijo del artículo quinto transitorio del decreto de reforma constitucional en materia de Guardia Nacional.
Si bien es problemática esta participación por el saldo fallido de este modelo de seguridad, no sólo en términos de aumento de la violencia sino también de violaciones graves a los derechos humanos por parte de las fuerzas castrenses, al amparo constitucional es legal. La gravedad del acuerdo impugnado es que distorsiona y –podría decirse– militariza los criterios a los cuales tendría que ceñirse el despliegue.
“En tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, el presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”, reza la Constitución desde 2019, mientras que el acuerdo de 2020 no justifica el carácter excepcional, temporal y restringido de las Fuerzas Armadas; no prevé mecanismos de control y rendición de cuentas civiles, efectivos e independientes; y contradice el texto constitucional al no subordinar las labores de militares y marinos a la autoridad civil.
El acuerdo, como lo ha manifestado el colectivo Seguridad Sin Guerra, es una simulación que de avalarse supondría un cheque en blanco a las Fuerzas Armadas, por lo que lo más conveniente sería que fuera el pleno de la Corte y no su primera sala el que conociera y discutiera el asunto.
EL PEPO