Qué cosa con la salud mental, oigan. Ya sé que la pandemia nos ha pegado una arrastrada muy gasha, pero yo la siento más ahorita que hace un año. No sé si tiene que ver incluso con la vacunación, ya saben, eso de que cuando está más oscuro es porque ya va a amanecer, pero mientras sale el pinche rayo del sol sientes que te está cargando el payaso.
Cuando me vacunaron, por cierto, me sentí re mal en la noche y me puse a llorar, como que hice catarsis y le mandé audios cursis a mis amigas. Fue hermoso. Nocierto, sícierto.
Bueno, pero la cosa es que entre todo lo que ha pasado en los últimos días he pensado mucho en las palabras, en el peso de las palabras. Lo mucho que pueden doler y sanar. Y cómo a veces por orgullo, por rencor o por pendejez administramos muy mal nuestras palabras.
Hay una chavilla a la que amo mucho y está a punto de cumplir 18 años, que sufre porque su papá se la pasa diciéndole cosas horribles, palabras que se le han ido marcando y la lastiman. La juzga por sus pocas habilidades para las matemáticas, por su físico, por sus intereses. Y es como si con cada palabra fuera marcando su camino. Él le dice que es tonta, y ella se lo cree. Le dice que no logrará sus objetivos y ella lo cree, a veces ya ni lo intenta. Ella quiere ser actriz y él le dice que “no tiene el cuerpo” para serlo. Es desesperante. Lo odio. |