Para la tradición cinematográfica en México el concepto de autor quedó acuñado entre las décadas de los años sesenta y setenta al referirse a aquellas prácticas que buscaban romper con la forma y discurso de la ideología dominante puesta en reproducción visual y narrativa en la llamada Época del Cine de Oro. Por aquel entonces, el Primer Concurso de Cine Experimental nombró como filme ganador a La fórmula secreta (México, 1965) de Rubén Gámez y también cobró prestigio En el balcón vacío (México, 1962) de Jomí García Ascot, docudrama rodado en el Parque Lira, el Colegio Madrid, el Edificio Condesa, el Desierto de los Leones y otras locaciones de la Ciudad de México; trabajos a los que se sumarían voces como la de Felipe Cazals y Arturo Ripstein en sus etapas más tempranas.
En esa línea, clasificar las imágenes de Carlos Reygadas (1971) en alguna vertiente del cine mexicano resulta no menos complejo. A través de su filmografía se hace notorio un desajuste estético frente al de sus antecesores, e incluso contemporáneos como Amat Escalante o Nicolás Pereda, pues sus relatos y tramas mantienen claras distancias de la posición con que la mayoría de los cineastas nacionales recrea sus espacios ficcionales. Los elementos de la mexicanidad suelen ocupar un segundo renglón en el cine de Reygadas, a pesar de tratarse de historias, desde Japón (2002) hasta Nuestro tiempo (2018), desarrolladas en México.
Si en Japón, ópera prima del realizador, acudimos a la historia de un hombre que dejaba atrás la Ciudad de México para preparar su propia muerte, mientras que en Luz silenciosa (2007) fuimos testigos del peculiar régimen de libertades civiles en el interior de una comunidad menonita al norte del país, y en Este es mi reino (2010) —cortometraje de la serie Revolución en el que compartió créditos con Gerardo Naranjo, Patricia Riggen, Mariana Chenillo, Fernando Eimbcke, Rodrigo Plá, Gael García, Diego Luna y el mismo Escalante— Reygadas hizo evidente el dispositivo que enmarcaba al supuesto documental para transformarlo en un mise en abymedonde se dirige a sus camarógrafos para que intervengan en la película; el sesgo autoral del cineasta se condensa en un vasto repertorio de paisajes fílmicos, más adelante espacios destinados para (que ocurra) la ficción, construidos a partir de tensiones sexuales donde pujan para lados opuestos tanto el deseo como el impulso destructor de sus protagonistas.
Los atardeceres al rojo vivo, el sonido del viento entre arboledas, la llegada a la ciudad, un cielo que se nubla, la desnudez, los ladridos de los perros o el alarido de otras bestias figuran entre los espacios ficcionales más recurridos por Reygadas. En Nuestro tiempo estos artificios cobran forma de real y posteriormente revelan la potencia de la naturaleza; a manera de preámbulo un toro embestirá a una yegua en analogía al desgaste de la vida marital de Juan y Ester. El realizador abona con su más reciente largometraje, aunque de manera remota, al repertorio de dramas del cine mexicano en torno a la desobediencia en la vida marital, entre los que figuran Retrato de una mujer casada (Alberto Bojórquez, 1979) o La mujer de Benjamín (Carlos Carrera, 1991). Sin embargo, será Bajo California: el límite del tiempo (Carlos Bolado, 1998) la película con que Nuestro tiempo guarde más similitud en su construcción visual.
Nuestro tiempo es también la ampliación narrativa de Post Tenebras Lux (2012), su largometraje antecesor, donde el diablo se instalaba en casa de una joven familia para interpelar su puesta en escena cotidiana. Ahora, en Nuestro tiempo, Reygadas reitera sobre un punto: el dispositivo más obvio, el del matrimonio, es en estructura no solo la mayor ficción contada sino un punto de desencuentro de sus personajes: su esposa, él mismo recreado a lo largo del filme, cuya asimetría frente al otro es transgresora y permanente.
*Foto de portada tomada de Sensa Cine México