Lado B
Turismo académico y expansión de horizontes
Estoy sentado frente a la ventana de mi habitación en un hotel cercano al aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas. Es domingo por la noche y me siento muy cansado por estos diez días intensos fuera de casa
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
27 de septiembre, 2016
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Martín López Calva

@M_Lopezcalva

“¿Deberíamos los académicos abstenernos de asistir a congresos organizados en lugares paradisiacos? ¿Por qué causa tanto recelo el turismo académico?
Viajar, reflexionar y pensar van de la mano. “Viajamos para cambiar, no de lugar, sino de ideas”, diría el influyente filósofo francés, Hippolyte Taine (1828-1893). Es muy poco probable que las creaciones intelectuales y científicas que de verdad valen la pena hayan surgido exclusivamente del refugio local del estudioso. La ciencia es una actividad humana que requiere interacción social constante y discusión continua”.

Pedro Flores Crespo. ¿En verdad es malo el turismo académico?

 

[dropcap]E[/dropcap]stoy sentado frente a la ventana de mi habitación en un hotel cercano al aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas. Es domingo por la noche y me siento muy cansado por estos diez días intensos fuera de casa, el jet lag que no acaba de salir y una gripe que me pescó al llegar a Valencia y no termina aún. En el tren de venida a Madrid pude escribir mi artículo de mañana y eso me motivó a no aprovecharme del mensaje ambiguo que dejé a mis lectores hace dos semanas y a pesar de que la energía no está en los niveles aceptables, ponerme a redactar estas líneas.

El tema siempre es algo que cuesta trabajo, tal vez lo que cuesta más trabajo. Le he dado vueltas al asunto todo el día y hay una idea que vino en la mañana que salí del hotel y no me deja. Todo surgió a partir de una reflexión en mi larga caminata de ayer por la tarde, después de regresar de Rubielos de Mora, el hermoso pueblo medieval al que nos llevaron a pasear el Dr. Escámez y su familia. Se trata del tema del mal llamado “turismo académico”, que es muy criticado y se esgrime como argumento cada vez más recurrente desde los escritorios de las burocracias universitarias cada vez que la crisis económica aprieta los recursos y se quiere recortar gastos –por supuesto empezando por lo académico- con una justificación supuestamente inobjetable.

¿Por qué vale la pena el “turismo académico”?

1.-Medirnos, compararnos: Un panel en cualquier congreso internacional. Participan los grandes nombres, los académicos de mucho prestigio y con una trayectoria notable. Estamos sentados mis colegas y yo, humildes mortales que enviamos ponencias a dictamen esperando con nerviosismo que se aprobaran y que hemos preparado con mucho cuidado nuestra síntesis para exponer en nuestra mesa. Escuchamos, tomamos notas, poco a poco vamos haciéndonos una idea comprensiva de los planteamientos y valorando sus aportaciones originales en cuanto a contenido, sustento, forma, impacto en el auditorio. A veces esta valoración es de excelencia, porque lo escuchado es notable y nos ha dejado mucha riqueza, nos ha generado nuevas preguntas, ha resonado en forma de cuestionamientos críticos a lo que creemos y hacemos cotidianamente en nuestro propio campo académico. Otras ocasiones se trata de alguna buena síntesis, con algunos elementos interesantes, pero que no aporta mayores cosas, que nos hace pensar que lo que hacemos en México no está tan lejano en calidad y profundidad de lo que se hace en otros países, que lo que producen los académicos “normales”, incluso lo que hacemos nosotros, podría exponerse en ese espacio destacado y no desmerecería, no mostraría una gran distancia con lo que se ha presentado ahí por parte de una de las estrellas del campo.

El mal llamado turismo académico sirve entre otras cosas para medirnos, para comparar nuestro nivel personal y general frente a lo que se hace en otros países.

2.-Exponer (nos) para acoger la crítica y mejorar: Una mesa de ponencias o un panel en el que nos toca presentar nuestro trabajo. El nerviosismo previo, el repaso constante que nos hace replantear la forma en que comunicaremos más eficazmente nuestras ideas centrales, ese dar vueltas y vueltas a lo que uno ha trabajado, escrito y re-escrito, revisado a la luz de las propias observaciones, de los comentarios de colegas a quienes consultamos, de los dictaminadores del congreso o el coloquio correspondiente. Finalmente llega el momento, exponemos nuestro trabajo, que es una forma de exponernos.

Exponer es exponernos y esa exposición implica mostrarse para ser criticado, cuestionado, retroalimentado, sometido a argumentos contrarios a los nuestros, a contra ejemplos y evidencias distintas a las que sustentan nuestras conclusiones, a marcos teóricos opuestos a los que fundamentan nuestras aseveraciones, a enfoques metodológicos diferentes, más frescos, tal vez más sólidos que los nuestros.

[pull_quote_right]El mal llamado turismo académico sirve entre otras cosas para medirnos, para comparar nuestro nivel personal y general frente a lo que se hace en otros países.[/pull_quote_right]

En esa exposición, si hay apertura, salimos siempre con nuevas preguntas, ideas, sugerencias y con un mismo trabajo que ya es otro a la luz de lo que los demás nos han dicho, de lo que se da en otros contextos, de las miradas de los diferentes.

3.-Comprender que los grandes son seres humanos como nosotros: Leer a Juan Escámez, por ejemplo, leerlo como el gran gurú de la Educación en valores cuando uno estaba empezando a hacer sus primeros balbuceos sobre el tema, usar su clasificación de enfoques sobre la formación moral en una de las primeras publicaciones –ese librito de Educar la Libertad, hoy llamado Más allá de la educación en valores, que te sigue gustando a pesar del tiempo transcurrido-, conocerlo después en Murcia en el 2008, verlo con reverencia y cierto temor, seguirlo admirando por la claridad con que se expresa y la solidez de sus argumentos verbales, a la altura de sus escritos. Ser invitado por Juan Escámez a una excursión a un bello pueblo medieval cercano a Valencia, el sábado después del congreso de este 2016. Conocer a su esposa, a su hijo, a su nuera, compartir el viaje y la charla sobre muchos temas educativos en los que uno se va ilustrando a partir de sus anécdotas, sus ejemplos, sus bromas e ironías. Caminar con él por el pueblo y que se acerque constantemente a tratar de hacerle a uno el recorrido más agradable aportando datos y experiencias familiares, cuidando todo el tiempo que uno se la esté pasando bien, que entienda cómo pedir la comida del menú escrito, que no falte cerveza, ni vino, ni comida, ni café en todos los lugares de la larga mesa, disfrutando al vernos disfrutando…Ese encuentro humano no es un simple trabajo de “networking” como le llaman en lenguaje empresarial en algunos grupos de académicos, no es hacer red para conseguir acuerdos de trabajo, ni proyectos con financiamiento común. Es algo más profundo y significativo: es saber que los grandes investigadores son seres humanos y pueden ser humanamente generosos, abiertos, dispuestos, solidarios, interesados en aprender de uno igual que uno aprende de ellos. Se trata de experiencias que burocráticamente valoradas no sirven para nada, pero que son las que van haciendo que quien asiste a estos congresos crezca y profundice en sus raíces académicas y humanas, enriquezca sus visiones del mundo, sea más capaz de comprenderse  y comprender lo que le rodea, de mirarlo con curiosidad científica enraizada en inquietud humanizante.

4.-Someternos al impacto de otra (s) cultura (s): Llegar a una estación del tren en Tokyo y no entender absolutamente nada, intentar como se puede, con señas y sonrisas, preguntar hacia dónde debe uno dirigirse para llegar a su destino en Yokohama. Sentir el silencio profundo, la energía que impregna de paz el corazón en un templo Sintoísta o Budista, constatar el legendario respeto, la reverencia hacia los demás, la convivencia de lo más moderno de la tecnología con lo ancestral de la tradición, empaparse de una cultura diferente, dejarse llenar por esos significados y valores, tratar luego de procesarlos y comprenderlos, de contrastarlos con lo propio, de saberse parte de un todo más amplio, de un horizonte mucho más abierto, de una comunidad en potencia formada por miles de millones de seres humanos en todo el planeta, constatar lo pequeño que es uno al lado de ese inmenso todo, valorar lo importante que es uno para lograr que ese inmenso todo pueda lograr cierta armonía y equilibrio, cierta orientación hacia la realización de lo que es realmente humano dejando de lado los detalles, los formalismos, los prejuicios, las intolerancias, las exclusiones explícitas o latentes. Esa exposición a otra cultura o a otras culturas, ese crecimiento en humanidad, esa cura de los nacionalismos mal entendidos que da el viajar según palabras de Pío Baroja, lo aporta el mal llamado turismo académico y no lo aporta solamente a la persona que sale, lo aporta a toda una institución a la que regresa y en la que va a comunicar ese horizonte más amplio, esa capacidad de entender al otro, esa sintonía con la especie humana que somos.

Para esto y mucho más sirve el turismo académico y como dice Pedro Flores en su artículo ya citado, no se trata de justificar aquí los abusos que sin duda existen en este tipo de actividad en todas las universidades públicas y privadas del mundo. Se trata de valorar lo que aporta la experiencia de participar en un buen congreso, al que se asiste seriamente y en el que se acude con la actitud de exponerse, escuchar, aprender, recrearse, someterse al impacto de otra cultura, reconocer a los grandes investigadores, dialogar y potenciar junto con los colegas lo que es posible lograr para construir más y mejor conocimiento en el campo para beneficio de la sociedad local, nacional y global en la que vivimos.

Porque como dice Flores Crespo: “Ver con recelo cosas como el hecho de viajar a un país distinto para exponer los resultados de una investigación es desconocer la naturaleza del trabajo académico; la cual, como recordamos, no es fabril. El disgusto que causa el turismo académico revela, además, un problema clásico que escritores como Carlos Monsiváis y los especialistas educativos han identificado: la separación entre la educación y la cultura. Esta disociación, según Monsi, ha traído consecuencias “desastrosas” para la enseñanza de México y consignaría: “Usted está para dar clases, no para mirar y apreciar su alrededor”.

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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