Lado B
Internet, la tumba de la utopía posmoderna
Internet es mucho menos selectiva que el museo o que las editoriales tradicionales. Pero diversos artistas no se conforman con que sus obras online se hundan en el “gran basurero” de la red
Por Lado B @ladobemx
28 de noviembre, 2014
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Internet es mucho menos selectiva que el museo o que las editoriales tradicionales. Pero diversos artistas no se conforman con que sus obras online se hundan en el “gran basurero” de la red. El filósofo y crítico Borys Groys dice que no vale la nostalgia por los viejos tiempos de censura estética, y piensa las vanguardias, el rol de la web en el arte, las utopías de hoy, el peso de Wikileaks y el valor del secreto, y anticipa nuevas guerras cibernéticas. Un ensayo del libro “Volverse público. Las transformaciones en el ágora contemporanea” publicado por Caja Negra. 

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Boris Goys | Revista Anfibia

@revistaanfibia 

El tema de este ensayo es el trabajo artístico. Ahora bien, por supuesto yo no soy un artista. Aunque el trabajo artístico es bastante específico en ciertos aspectos, a la vez no es completamente autónomo. Depende de condiciones –sociales, económicas, técnicas y políticas– de producción, distribución y presentación estéticas más generales. Durante las últimas décadas estas condiciones cambiaron drásticamente debido a la emergencia, sobre todo, de Internet. Durante la modernidad, el museo era la institución que definía el régimen dominante bajo el cual funcionaba el arte. Pero en nuestros días, Internet ofrece una alternativa para la producción y distribución del arte, una posibilidad que adopta el siempre creciente número de artistas.

¿Cuáles son las razones por las que a la gente le gusta Internet, especialmente en el caso de artistas y escritores?   Obviamente, en primer lugar a uno le gusta Internet porque no es selectiva o al menos es mucho menos selectiva que el museo o que las editoriales tradicionales. Es más, la pregunta que siempre preocupó a los artistas en relación con el museo era sobre los criterios de selección, es decir, ¿por qué algunas obras ingresan al museo y otras no? Conocemos, de algún modo, las teorías católicas de selección según las cuales una obra merece ser elegida por el museo: ser buena, hermosa, inspiradora, original, creativa, poderosa, expresiva, históricamente relevante y otros cientos de criterios semejantes. Sin embargo, estas teorías colapsaron históricamente porque nadie podía explicar por qué una obra era más hermosa y original, que otra. Así, se impusieron otras teorías, un poco más protestantes o incluso calvinistas. De acuerdo con ellas, se optaba por ciertas obras porque habían sido elegidas. El concepto de un poder divino, soberano y sin ninguna necesidad de legitimación se transfería al museo. Esta teoría protestante que remarca el poder incondicionado para elegir es una precondición para la crítica institucional –el museo es criticado por cómo usa y abusa de este supuesto poder.

Ahora bien, este tipo de crítica institucional no tiene mucho sentido en el caso de Internet. Por supuesto que hay ejemplos de censura política en Internet a cargo de ciertos Estados, pero no hay censura estética. Todos pueden poner en Internet cualquier texto o cualquier material visual de cualquier tipo y hacerlos accesibles a nivel global. Obviamente, los artistas se quejan con frecuencia de que sus producciones se hunden en el océano de información que circula en Internet. Internet se presenta como un gran basurero en el que todo desaparece y nunca logra alcanzar el nivel de atención pública que uno esperaba obtener. Pero la nostalgia de los viejos tiempos de la censura estética a cargo del sistema de museos y galerías que velaban por la calidad, la innovación y la creatividad estética, no conduce a ninguna parte.

A fin de cuentas, todos buscan en Internet información sobre los propios amigos y sobre lo que están haciendo ahora. Uno sigue ciertos blogs, ciertas páginas, revistas electrónicas y espacios de información, e ignora todo lo demás. El mundo del arte es solo una pequeña parte de este espacio digital público y el mundo del arte mismo ya está muy fragmentado. Por lo tanto, incluso si hay muchas quejas sobre la invisibilidad de Internet, nadie está realmente interesado en la observación total: todos buscan información específica y están listos para ignorar todo el resto.   De todos modos, la impresión de que Internet como totalidad es inobservable define nuestra relación con ella: tendemos a pensarla en términos de flujo infinito de información que trasciende el límite de nuestro control individual. Pero, de hecho, Internet no es el lugar del flujo de información, es una máquina que detiene e invierte ese flujo. La inobservabilidad de Internet es un mito.

El medio de Internet es la electricidad. Y el suministro de electricidad es finito. Por lo tanto, Internet no puede soportar un flujo infinito de información; está basada en un número definido de cables, terminales, computadoras, teléfonos móviles y otros equipos. Su eficiencia se basa justamente en su finitud y por lo tanto, en su observabilidad. Los motores de búsqueda como Google así lo demuestran. Hoy en día, uno escucha mucho sobre el grado creciente de vigilancia, especialmente a través de Internet. Pero la vigilancia no es algo externo a la web o un uso técnico específico. Internet es, por definición, una máquina de vigilancia; divide el flujo de información en operaciones pequeñas, rastreables y reversibles y así ubica a cada usuario bajo vigilancia real o posible. Internet crea un campo de visibilidad, accesibilidad y transparencia total.   Los individuos y las organizaciones tratan, por supuesto, de escapar de esta visibilidad total creando sistemas sofisticados de claves y protección de información. Hoy la subjetividad es una construcción técnica: el sujeto contemporáneo se define como dueño de una serie de claves que conoce y los demás no. El sujeto contemporáneo es, fundamentalmente, alguien que guarda un secreto. En cierto modo, es una definición de sujeto muy tradicional: el sujeto siempre se definió como el que conoce algo sobre sí que nadie –excepto Dios, quizás– pueden conocer justamente porque los demás están ontológicamente incapacitados para “leernos los pensamientos”. Sin embargo, hoy en día, nos las vemos con secretos que no están ontológicamente sino técnicamente protegidos. Internet es el lugar en el que el sujeto se constituye originalmente como transparente, observable y solo después empieza a estar técnicamente protegido para ocultar el secreto revelado originalmente.

Sin embargo, toda protección técnica puede eliminarse. Hoy en día, el hermeneutiker se vuelve hacker. Internet es el lugar de las guerras cibernéticas en las que el trofeo es el secreto. Conocerlo implica tener bajo control al sujeto que se constituye a partir de ese secreto; las guerras cibernéticas son guerras de subjetivación y de-subjetivación. Sin embargo, estas guerras pueden tener lugar solo porque Internet es originalmente el lugar de la transparencia.   Ahora bien, ¿qué significa esta transparencia original para los artistas? Me parece que el verdadero problema con Internet no es Internet como lugar de distribución y exhibición del arte sino como lugar de trabajo. Bajo el régimen del museo, el arte se producía en un lugar –el atelier del artista– y se mostraba en otro –el museo. El surgimiento de Internet borró esta diferencia entre producción y exhibición del arte. En la medida en que involucra el uso de Internet, el proceso de producción estética está siempre expuesto, de principio a fin.

Antes, solo los trabajadores industriales actuaban bajo la mirada de otros –bajo ese control constante que Michel Foucault describe de manera tan elocuente. Los escritores o los artistas trabajaban retirados, más allá del panóptico y el control público. Sin embargo, si los así llamados trabajadores creativos usan Internet, están sujetos al mismo grado de vigilancia, o incluso más, que uno de los trabajadores foucaultianos. La única diferencia es que esta vigilancia es más hermenéutica que disciplinaria.

adelanto-groys-1-izqdaLos resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan la web porque poseen los medios de producción, las bases técnicas y materiales de Internet. Uno no debería olvidar que Internet está en manos privadas y que el rédito que produce viene fundamentalmente de la publicidad dirigida. Aquí nos encontramos frente a un fenómeno interesante: la monetarización de la hermenéutica. La heremenéutica clásica que buscaba al autor detrás del trabajo fue criticada por los teóricos del estructuralismo y del close reading, que pensaban que no tenía sentido ir a la caza de secretos ontológicos que eran, por definición, inaccesibles. Hoy en día, esta hermenéutica tradicional renace como medio de explotación económica extra de los sujetos que operan Internet, donde todos los secretos son originalmente revelados. Acá el sujeto no está escondido detrás de su trabajo.

La plusvalía que tal sujeto produce y que resulta apropiada por las corporaciones de Internet es el valor hermenéutico: el sujeto no solo hace algo en Internet, también se revela a sí mismo como ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetarización de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes con los que uno se confronta en el curso de las últimas décadas.   A primera vista pareciera que para los artistas esta exposición permanente tiene más aspectos positivos que negativos.

La resincronización de la producción y la exposición del arte a través de la web parece mejorar las cosas en lugar de empeorarlas. Es más, esta resincronización implica que como artista, uno no necesita ejecutar ningún producto final, ninguna obra de arte. La documentación del proceso del hacer estético ya es una obra. La producción estética, la presentación y la distribución son coincidentes. El artista es un blogger. En el mundo del arte contemporáneo, casi todos actúan como bloggers –artistas individuales pero también las instituciones estéticas e incluso los museos. Ai Weiwei es paradigmático en este sentido. El artista de Balzac que nunca podía presentar su obra no tendría problemas bajo estas nuevas condiciones: la documentación de sus esfuerzos para crear una obra magistral ya sería su obra. Por lo tanto, Internet funciona más como una iglesia que como un museo. Como tan célebremente lo anunciara Nietzsche, “Dios ha muerto”, y por eso hemos perdido al espectador. El surgimiento de Internet implica el regreso del espectador universal.

Así pareciera que estamos de vuelta en el paraíso y que, como los santos, hacemos el trabajo inmaterial de simplemente existir bajo la mirada divina. De hecho, la vida de los santos puede describirse como un blog leído por Dios y que permanece interrumpido incluso después de la muerte del santo. Entonces, ¿por qué todavía necesitamos tener secretos? ¿Por qué deberíamos rechazar la transparencia total? La respuesta a estas preguntas depende de la respuesta a un interrogante más fundamental que concierne a Internet: ¿produce Internet el regreso de Dios o del genio maligno cartesiano con su mal de ojo?   Yo diría que Internet no es el paraíso sino más bien el infierno o, si se quiere, el infierno y el paraíso juntos.

Jean-Paul Sartre ya dijo que el infierno son los otros, la vida bajo la mirada de los otros (y Jacques Lacan dijo después que la mirada de los otros emana de un ojo malvado, de una mirada que produce el mal de ojo). Sartre sostuvo que la mirada de los otros “nos cosifica” y de este modo niega las posibilidades de cambio que define nuestra subjetividad. Sartre concibe a la subjetividad humana como un “proyecto” dirigido hacia el futuro –y este proyecto como un secreto ontológicamente garantizado porque nunca puede revelarse aquí y ahora sino solo en el futuro. En otras palabras, Sartre entendía al sujeto humano como sujeto en lucha contra la identidad que le había otorgado la sociedad. Esto explica por qué consideraba la mirada de los otros como un infierno: en la mirada del otro vemos que perdimos la batalla y que somos prisioneros de esa identidad socialmente codificada que se nos asignó.   Entonces, podemos tratar de evitar la mirada del otro por un tiempo para ser capaces de revelar nuestro “verdadero ser” después de cierto período de reclusión, para reaparecer en público bajo una forma nueva, en una forma nueva. Este estado de ausencia temporaria es constitutivo de lo que llamamos proceso creativo.

De hecho define justamente, lo que llamamos proceso creativo. André Breton narra la historia de un poeta francés que, cuando se iba a dormir, ponía un cartel en la puerta que decía: Silencio, poeta trabajando. Esta anécdota sintetiza una mirada tradicional del trabajo creativo: es creativo porque tiene lugar más allá del control público, incluso más allá del control que ejerce la conciencia del autor. Este período de ausencia puede durar días, meses, años o incluso toda la vida. Una vez concluido, se espera que el autor presente una obra (incluso puede encontrarse entre sus papeles póstumos) que será entonces considerada creativa precisamente porque parece emerger casi de la nada. En otras palabras, el trabajo creativo es un trabajo que supone la desincronización del tiempo de trabajo respecto del tiempo de exposición de los resultados de esa obra.

El trabajo creativo se practica en un tiempo paralelo, de reclusión, en secreto, y por lo tanto, produce un efecto de sorpresa cuando este tiempo paralelo resulta resincronizado con el tiempo del público. Es por eso que el sujeto de la práctica estética tradicionalmente quiere permanecer oculto, invisible, existir en un tiempo aparte. La razón no es que los artistas hayan cometido ciertos crímenes o escondido secretos comprometedores que quieren mantener lejos de la mirada de los otros. La mirada de los otros se vive como una mirada maligna, no cuando quiere penetrar en nuestros secretos y volverlos transparentes (una mirada así de penetrante es más bien, halagadora y atractiva), sino cuando niega que tengamos secretos, cuando nos reduce a lo que esa mirada ve y registra.  

La práctica artística se entiende habitualmente como individual y personal pero ¿qué significan estos términos? Lo individual se entiende siempre como lo que es diferente de los demás (en una sociedad totalitaria todos son iguales; en una sociedad democrática y pluralista, todos son diferentes y respetados en tanto diferentes). Sin embargo, aquí el punto no es tanto la diferencia de uno respecto de los demás sino la diferencia respecto de sí mismo, el rechazo a ser identificado de acuerdo con los criterios generales de identificación. Es más, los parámetros para definir nuestra identidad codificada socialmente nos resultan completamente extraños. No hemos elegido nuestros nombres, no hemos estado presentes de manera consciente el día de nuestro nacimiento, no elegimos el nombre de la ciudad o de la calle donde se supone que tenemos que vivir, no elegimos a nuestros padres, ni nuestra nacionalidad, etc. Todos estos parámetros externos de nuestra existencia no tienen sentido para nosotros, no tienen correlato con ninguna evidencia subjetiva. Indican cómo nos ven los otros pero son totalmente irrelevantes para nuestra vida personal como sujetos.  

Los artistas modernos practicaron una revuelta contra las identidades que les eran impuestas por los demás –la sociedad, el Estado, la escuela, los padres, etc.– y a favor del derecho a la autoidentificación soberana. El arte moderno fue una búsqueda del “verdadero Yo”. Aquí la cuestión no es si el verdadero yo es real o si es simplemente una ficción metafísica. La cuestión de la identidad no es una pregunta por la verdad sino por el poder: quién tiene el poder sobre mi identidad, ¿yo o la sociedad? Y de manera más general, ¿quién tiene el control, la soberanía sobre la taxonomía social y los mecanismos sociales de identificación?, ¿las instituciones del Estado o yo? Esto significa que la lucha contra mi propia persona pública y mi identidad nominal tiene también una dimensión pública y política porque está dirigida contra los mecanismos de identificación dominantes, contra la taxonomía social dominante con todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que el artista moderno dice: no me miren a mí; miren lo que estoy haciendo; este es mi verdadero yo –o tal vez mi no-Yo, mi ausencia de Yo. Más tarde los artistas abandonaron la búsqueda de ese yo oculto, verdadero.

En cambio, empezaron a usar sus identidades nominales como readymades y a organizar con ellas un complicado juego. Pero esta estrategia todavía presupone la desidentificación de las identidades nominales y socialmente codificadas, para volverse capaz de re-apropiarse de ellas artísticamente, transformarlas y manipularlas. La modernidad fue la época del deseo de utopía. La expectativa utópica no es más que el proyecto personal de descubrir o construir el verdadero Yo que se vuelve exitoso y socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto individual de búsqueda del verdadero Yo adquiere una dimensión política. El proyecto artístico se vuelve un proyecto revolucionario que busca la transformación total de la sociedad y la obliteración de las taxonomías existentes. Aquí el verdadero yo se resocializa, por medio de la creación de la verdadera sociedad. 

[quote_left]Extracto del texto originalmente publicado en Revista Anfibia. Click aquí para seguir leyendo. [/quote_left]

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