Lado B
"Amar a Dios" en tierras de católicos (1er lugar Crónica)
De cómo el entierro de un evangélico encendió la ira de los pobladores de Acajete
Por Lado B @ladobemx
10 de octubre, 2014
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Este trabajo obtuvo el Primer Lugar en la categoría Crónica, del Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla 2014. Fue originalmente publicado en este portal el 23 de julio del 2013

Mientras que en San Miguel Canoa vecinos de la comunidad linchaban a un grupo de estudiantes y trabajadores universitarios a unos kilómetros más al sur, en Acajete, municipio poblano, se quemaban casas y se apedreaba gente por el entierro de un evangélico en el camposanto, ésta es la historia. 

 

Eric David Montero

@ericdmontero

“Ustedes pendejos aquí emborrachándose y en el panteón quieren a enterrar a un evangélico. No les cobro lo que se tomaron pero vayan y avisen a la gente”, dijo Concepción Camacho dueña de la pulquería “Entran burros y salen sabios” a un grupo de hombres que se emborrachaba la tarde del 13 de septiembre de 1968 en Acajete.

Días antes, en San Juan Tepulco, junta auxiliar del municipio de Acajete, había ocurrido una escena similar. Cuando Luis Aguilar Patiño avisó a las autoridades que su hermano Guadalupe había muerto en un accidente y tenía que ser sepultado, alguien, no se sabe si el fiscal o el sacristán de la iglesia, se negó: “No se puede enterrar aquí porque es evangélico”. Y en seguida alguien más, de nombre Guadalupe Sánchez, moreno, alto y corpulento, sonó las campanas con desesperación.

Desde hacía tiempo, a los de la familia Aguilar Patiño le pesaban los señalamientos de ser evangélicos, “hijos del diablo y condenados”, por eso aunque tenían el permiso del presidente auxiliar Juan Chávez para el entierro, cientos de personas se juntaron para impedirlo: primero eran cinco, después 20, 80 y luego se perdió la cuenta.

Armados con piedras, palos y machetes bloquearon la salida del pueblo, mientras otros se fueron a la casa de Guadalupe Aguilar para impedir que saliera el cuerpo, donde tuvo que quedarse dos días.

“No se hizo autopsia –recuerda Lauro Loranca, quien fuera presidente municipal de Acajete en aquel turbulento 1968–, enterrar a un cuerpo clandestinamente es delito, el agente del Ministerio Público tiene que  inspeccionar el cadáver, ver de qué murió. Aquella  vez sólo llegó un enviado con un sobre amarillo que guardaba un papel donde decía que Guadalupe había muerto de calentura y me pedían permiso para enterrar el cadáver”.

Buscando un lugar para la sepultura

El ambiente se puso tenso en San Juan Tepulco, que en aquel tiempo sólo contaba con una escuela primaria, la mayoría de sus habitantes se dedicaba al campo y a la albañilería, se hablaba náhuatl y la religión que reinaba era la católica, aunque había unas 23 familias de evangélicos que no eran bien vistas.

Pasados dos días, el cuerpo de Guadalupe Aguilar seguía metido en su casa, así que Lauro Loranca se fue a la ciudad de Puebla para avisar a las autoridades estatales. Un funcionario llamado Fernando Castro Rayón le sugirió que diera el permiso para enterrar el cuerpo, que para entonces ya había entrado en proceso de descomposición.

Llegaron los granaderos en unas camionetas y un carro, soltaron 25 descargas de máuser para que les abrieran paso. Pero la gente ya había puesto piedras en el camino y los balazos no los intimidaron. Al contrario, la turba dio batalla y rompió el parabrisas de una camioneta. Sólo hubo un detenido: Guadalupe Sánchez, el mismo hombre corpulento que días antes sonara las campanas en señal de alerta.

Como  pudo, la policía rescató a la familia en duelo junto con el cuerpo de Guadalupe de  la casa. Los llevaron al panteón frente a la iglesia, pero el párroco, Simón Vázquez, dijo que no. Hay quien asegura que no fue así, que más bien que ni la cara dio.

Simón Vázquez era chaparro, moreno, un poco calvo y de ojos redondos. Era un sacerdote de cuna indígena, muy inteligente, recuerda Trinidad Juárez, quien fuera su acólito en aquellos años y quien asegura que “nunca dijo abiertamente algo en contra de los evangélicos”, aunque hay quienes recuerdan que sí, que en cada sermón dominical llamaba a sus feligreses a “no dejarse convencer por los hijos del diablo”. Tenían que sacarlos y correrlos.  Pero después de aquella turba el cura cambió su discurso diciendo que Guadalupe “era un practicante del ecumenismo”

Con o sin permiso, la policía señaló un lugar en el camposanto, donde el padre y el hermano de Guadalupe Aguilar comenzaron a cavar. Luego se fue, creyendo que ahí acababa todo.

El presidente municipal huye

La mañana siguiente fue cálida. Y pensando que todo había quedado olvidado, Lauro Loranca abordó un autobús de pasajeros hacia la ciudad de Puebla. Vestía traje negro sin corbata, bajo el brazo llevaba actas de nacimiento, de matrimonio y de defunción para que fueran firmadas. Trinidad Vivanco, el joven subalterno del Ministerio Público, se fue con unos amigos a un mitin político a la ciudad de Tepeaca.

Después de algunas horas Lauro Loranca regresaba a Acajete. En el autobús se encontró a una mujer con un niño de 7 años. Los reconoce: es Gloria Alcázar, la esposa de su amigo Trinidad Juárez, y su hijo “Trinito”. Se sienta junto a ellos y comienzan a platicar.

De pronto un hombre abordó el autobús en el centro de Amozoc, traía miedo en la mirada. “Don Lauro, regrésese. En Acajete hay problemas, lo está esperando todo Tepulco para lincharlo. Usted autorizó un permiso para que se enterrara una persona evangélica aquí en el camposanto. La gente está enojada y lo culpan a usted”.

El presidente municipal se quedó absorto, casi empezó a temblar de nervios, blanco del miedo. Se quedó en silencio escuchando, mientras el autobús se acercaba lentamente a donde acabaría su vida a mano de católicos alborotados.

Gloria Alcázar le dijo que se bajara antes, en Tepatlaxco, pero Lauro Loranca seguía sin saber qué hacer. Ninguna autoridad midió el caso, nadie pensó que con aquel permiso estallaría un conflicto.

En la entrada de Acajete había varias personas armadas con palos, machetes y piedras. Lo estaban esperando. Vieron pasar el autobús, pero no sospecharon que ahí venía él.

Lauro Loranca, vistiendo abrigo que Gloria le prestó y un sombrero, bajó con la mujer y su hijo, en medio de la población ansiosa, simulando ser una enferma.

Llegaron a la casa de Gloria Alcázar y Trinidad Juárez, pero este último pidió a Lauro que se fuera para no poner en peligro a su familia. Las hijas adolescentes de su amigo le prestaron unas pelucas y salió por la parte trasera. Después de esconderse un rato en unos terrenos de cultivo, se resguardó con unos compadres para después salir a la ciudad de Puebla

“Vamos a quemarlo para que conozca a Dios”

La suerte no fue la misma para Trinidad Vivanco. Regresó de la ciudad de Tepeaca con cuatro judiciales y el agente del Ministerio Público, Juan Rodríguez, quien le preguntó por el paradero del cadáver. Tenía órdenes de la Procuraduría de investigar donde había parado el cuerpo.

Al llegar vieron mucha agitación. Un grupo tenía rodeada la casa del presidente municipal. Llegaron hasta la calle principal, que da a la presidencia, y al ver la cantidad de gente reunida  el agente del ministerio público dijo: “esto está cabrón, vámonos”.

No avanzaron ni 200 metros a bordo del automóvil cuando un grupo de unas 700 personas rodeó  el vehículo y empezaron a moverlo violentamente para voltearlo. Todas buscaban al presidente,  incluso revisaron en la cajuela. Estaban enfurecidas por haberles mandado a la policía y por la detención de Guadalupe Sánchez.

“Me bajaron y me tomaron como rehén. Dijeron que no me soltarían hasta que llegara el presidente y comenzaron a llevarme a empujones. Mis acompañantes aprovecharon la situación y huyeron –recuerda Trinidad  Vivanco-, fue el camino más largo de mi vida, había gente de lado a lado de la calle gritando: ‘mátenlo quémenlo’, algunas señoras me  golpearon en la espalda. Unos me querían llevar a Tepulco, otros decían ‘en la barranca de Valero, queda’ y también se escuchó ‘si viene la federación hasta pa’ la federación tenemos’, estaban muy bravos”.

Lo tuvieron tres horas en la cárcel y se calmaron cuando Trinidad Vivanco firmó un acta comprometiéndose a devolver al detenido.

Pero el asunto no paró ahí.

De repente se apareció uno de los cercanos al difunto entre las 6 mil personas agitadas. Algunas, ya estaban con unos pulques encima, lo persiguieron hasta la carretera, donde tomó un camión hacia Huamantla. El conductor vio mucha gente y, pensando que también se iban a subir, se quedó parado. Lo que querían era bajar a aquel hombre a golpes y lo lograron. Después le soltaron un bloque que le reventó la cabeza. Inconsciente, con la cara desfigurada y un ojo salido de órbita, la gente lo arrastró hacia al parque.

–¿A dónde lo llevan? —preguntó Trinidad Vivanco, furioso.

–¡Vamos a llevarlo aquí al parque y a quemarlo para que conozca a Dios!

–¡No sean brutos métanlo a la cárcel! —aconsejó.

Lo soltaron inmediatamente y se quedaron en silencio intercambiando miradas frente al cuerpo de aquel hombre que increíblemente logró sobrevivir, rescatado luego por la Cruz Roja.

Así, mientras en San Miguel Canoa linchaban a trabajadores de la BUAP, acusados de ser comunistas, en San Juan Tepulco quemaron 14 casas de familias evangélicas, que ante el temor de morir a manos de católicos huyeron hacia la ciudad de Puebla y municipios vecinos.

Al otro día Acajete era un pueblo muerto. Nadie asomó la cabeza. Era 15 de septiembre pero no hubo festejos patrios, en la calle permanecía un ambiente tenso, una soledad absoluta, un vacío. Sólo hasta muy tarde una que otra persona se veía caminar sobre la carretera.

Sin sepulcro

Lo que dos días antes no supo la policía es que Guadalupe Aguilar no fue enterrado en el panteón que estaba frente a la iglesia de Acajete ni en el camposanto, -donde quedaban todos aquellos desconocidos-. Apenas se alejó, un grupo de católicos alebrestados expulsó a la familia del muerto que huyó cargando el sencillo ataúd café, ya con la tela rota y dejando tras de sí una estela fétida.

La persecución concluyó en la vieja estación del ferrocarril, como las 8 de la noche.

Regresar a Tepulco a esas horas era una promesa de muerte, así que los deudos y el cadáver permanecieron escondidos en un puente bajo las vías del tren hasta la medianoche cuando, cobijados por la oscuridad, caminaron hasta el terreno de Guadalupe Aguilar, en los límites con la población de Tepatlaxco de Hidalgo, donde al fin quedó sepultado.

Lo que nadie supo, o quiso saber, es que Guadalupe Aguilar no era evangélico. Un hombre llamado Ponciano fue por algún tiempo sacristán de Simón Vázquez pero al trabajar en el municipio de Tepatlaxco con un grupo de evangélicos decidió cambiar de culto. Dejó de ir a las misas dominicales y visitaba sus vecinos —entre ellos a Guadalupe— para convencerlos que dejaran el catolicismo.

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