Lado B
El arte de Santo Miguelito Pérez
Nunca planeó ser artista pero hizo de su cuerpo un performance caminante
Por Lado B @ladobemx
02 de mayo, 2014
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Ámbar Barrera

@Dra_Caos

Miguel tenía siete años cuando su tía Alicia le enseñó a bordar. Le enseñaba también a sus primos y primas, les compraba los aros, las servilletas y los estambres.

–A ver, mijito, te voy a enseñar a bordar porque si consigues a una mujer que no lo sepa hacer, por lo menos tú le vas a enseñar a que te lo haga.

Miguel no le prestaba atención a las razones. Él se maravillaba viendo cómo el dibujo poco a poco se llenaba de color. Le encantaba sentarse a bordar mientras su tía le explicaba. Miguel continuó bordando por su cuenta hasta que, al menos por un tiempo, lo venció el miedo hacia su padre, un comandante de la Policía Judicial del estado. No le decía nada pero lo miraba con desaprobación. Entonces Miguel tuvo que conformarse con las clases de educación artística en la escuela, donde podía hacer manualidades con papel albanene o repujado.

Él nunca planeó ser artista, quería estudiar restauración, saber sobre la química de los pigmentos y analizarlos en un laboratorio, pero esa carrera no existe en Puebla. Lo más cercano era estudiar artes plásticas, pero para eso, pensó, tendría que ser súper bueno dibujando y él no sabía dibujar. Al final ésa era la opción y decidió entrar, sólo para después poder especializarse en restauración.

Ya estando en la UDLAP, se vio atrapado por las artes y la parte teórica sobre el psicoanálisis en el arte. Comenzó a descubrirse a sí mismo, incluso frente al espejo.

Cada día peinarse o lavarse los dientes frente al espejo no era problema, pero un miedo irracional lo invadió cuando le pidieron verse en uno para autorretratarse. Tal vez era por las bromas que siempre hacían debido a su sobrepeso, quién sabe, tampoco se puso a reflexionarlo. Estas tareas, al final, lo que lograron fue liberar a su Narciso y detonar la línea para su estilo como artista.

Tomada del blog de Santo Miguelito

Él mismo escribiría poco después para presentar algunas de sus obras: “Mi trabajo es una parte de mí. ¡Yo!, ¡Yo!, ¡Yo! y simplemente Yo. ¡He liberado a Narciso! A través del hilo, la aguja y la cámara represento lo que realmente soy, me desnudo y me muestro, para que puedas observarme”.

Tomando una clase de diseño, por ejemplo, hubo un ejercicio en el que tenían que tomar una fotografía de un platillo para una revista o utilizar la comida o un ingrediente para convertirlo en algo artístico. En ese momento Miguel leía a Lacan y su texto sobre el objeto del deseo en el psicoanálisis, así que la idea era convertirse él mismo en un objeto del deseo gastronómico.

¿Cómo convertir este cuerpo gordo, feo y bofo en un objeto del deseo?, pensó. Claro, la respuesta estaba ahí, en aquella golosina deseada a nivel mundial hasta por sus propiedades afrodisiacas: el chocolate. Miguel se desnudó, se cubrió en chocolate líquido y posó para la cámara.

En el examen, nadie identificó el chocolate. Preguntaron si era sangre, o mole, incluso.

“Bueno, si lo que ven es sangre, sangre les daré”, pensó Miguel.

Miguel visitó a su tío abuelo, que tiene una carnicería, para llevar a cabo la idea.

–Estás loco, no te atreves. Acuérdate que de niño no aguantabas ver cómo matábamos a las vacas –le dijo su tío, y Miguel lo sintió como un reto.

De pequeño, una vez espió cómo mataban una vaca. Él lloraba. Su tío acuchillaba al animal y éste chillaba y se movía. Ya llevaban así un rato. Cuando su tío lo miró espiando por la ventana se enojó mucho.

–¡Hijo de su pinche madre, ahí está asomado el pendejo este! ¡Quiten a ese cabrón de la ventana que no se muere la vaca!

La vaca sufrió 15 minutos más. Dicen que cuando sientes lástima por un animal éste tarda en morir, y Miguel lo había comprobado. Así que para sus fotografías, su tío le dijo que la condición era esperar en otro lado hasta que estuviera todo listo.

Tuvo que ser rápido. La sangre de la vaca estaba en una gran cazuela de barro y Miguel comenzó a bañarse en ella. Mientras, Miguel tuvo un déjà vu, otro recuerdo de la infancia. Su bisabuelo, después de matar una vaca, servía en unos vasitos la sangre y se las daba a sus bisnietos. Él tenía que beberla o venía un cachetadón.

–Así vas a crecer fuerte y sano –le decía.

Miguel en ese entonces hubiera preferido verduras, pero en ese instante, mientras tomaba con sus manos la sangre y se la arrojaba a la cara, respirando con la boca y sintiendo de nuevo el sabor dulce y ferroso en su boca, comenzó a entender. Todos sus poros también estaban recibiendo algo. Era adrenalina, la adrenalina que la vaca había hecho circular por su cuerpo justo antes de morir. Miguel se sintió lleno de energía y cargó la piel de la vaca como si nada. 30 kilos de piel sobre su piel. Ni siquiera sintió asco. Pensaba en la mitología nórdica y comprendía por qué para ellos la sangre de toro otorgaba poder.

Tomada del blog de Santo Miguelito

Al día siguiente repitieron la sesión con la misma piel. Entonces Miguel sintió pesadez. No era la piel, era la muerte. No había más adrenalina. Sintió tristeza, nostalgia. Durante varios días no logró quitarse esas emociones lúgubres de encima. Había definido que su arte era una especie de fotoperformance y éste ejercicio le dejó eso, una reflexión sobre la muerte en dos de sus sentidos, la energía y el vacío. Lo efímero. Y todas esas emociones debieron quedar registradas en las fotografías.

Otras cosas han nutrido su visión del arte, como la teoría queer, lo que se considera anómalo, lo que no tiene forma. Y si el arte es la ciencia que estudia la forma de representación del ser humano, Miguel considera ser un humano que vive en un contexto determinado y que analiza todo lo que ha vivido, por eso, además de su Narciso, trata de representar desde el arte sus experiencias personales.

También su arte ha tocado a su padre para conciliar sus diferencias. En 2009 se puso, literalmente, en los zapatos de su padre, se sentó, desnudo, sobre su silla y posó sosteniendo una de sus armas de fuego. A la serie de fotografías la llamó “No temas a donde vayas, que has de morir donde debes”, pensando en el miedo de su padre hacia la muerte y los riesgos de su profesión. Sólo hasta entonces su padre expresó estar orgulloso de él.

Miguel también hace performances fuera de cámara. Conoció a Guillermo Gómez-Peña, famoso performancero chicano en San Francisco, quien se interesó en Miguel al saber de sus fotografías cubierto de chocolate y quiso conocerlo inmediatamente.

–Tú eres performancero, todo lo que haces es performance, tu cuerpo es un performance caminante. Eres Miguel Amorfo, eres como el de las mil formas –le dijo Guillermo con esos grandes ojos delineados y punzantes.

Miguel al principio no se lo tomó tan en serio pero aceptó su invitación al jam de performance “El cuerpo diferente”, presentado en el Museo Ex Teresa, donde Miguel hizo parodia de un fisicoculturista, en calzón, todo bronceado y posando con unas mancuernas. Era una escultura viva que se movía de acuerdo a sellos que las personas le ponían y que decían “Aceptado” o “Rechazado”. Era la contraparte del cuerpo perfecto en un cuerpo imperfecto actuando de acuerdo a la aprobación de los otros.

El arte de Miguel, además de queer y performativo, también es colectivo. Guillermo le apodó Santo Miguelito y contribuyó a la idea completa de su performance. Elizabeth Flores del Colectivo Oso y Patricia Villegas son las fotógrafas que lo apoyan para llevar a cabo sus ideas. Su madre, sus tías y otras mujeres que bordan han contribuido a su trabajo de bordado, el que durante más tiempo ha desarrollado Miguel. Junto a ellas ha ido generando nuevas formas y texturas. Y su tía Alicia sigue aconsejando a Miguel sobre sus puntadas.

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Autor Lado B
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