Lado B
Yukio Mishima: Una rosa en el desierto
 
Por Lado B @ladobemx
26 de noviembre, 2013
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Mishi

Julieta Lomelí Balver

@JulietaBalver

Decía el poeta Angelus Silesius que “la rosa es sin por qué, florece porque florece”. Lo que abunda en el jardín japonés es la flor de loto, pero la rosa silvestre que nace sin razón, en la intemperie de cualquier prado, enredada en sus propias espinas, bella a la vista, pero peligrosa al tacto, no es tan comunes. Una rosa de este tipo –salvaje y altiva- nació en el Japón del siglo pasado, sin un por qué concreto -al igual que su venida al mundo-, floreció también su escritura. Estamos hablando del feroz Kimitake Hiraoka, mejor conocido como Yukio Mishima, un pseudónimo, por cierto, sonoramente estético. Y es que todo él, -desde su nombre artístico, su escritura y su maravilloso cuerpo-, era un homenaje a la belleza. Un dios mortal, una escultura al estilo griego, donde la perfección del cuerpo, no está peleada con la perfección de la inteligencia.

Un escritor obsesionado con el arte -más allá del ejercido en sus novelas, cuentos y ensayos-, como forma cotidiana, proyectado a todos los ámbitos de la existencia: hacer de la vida una obra de arte. Esta pasión por configurar su propio mundo como una hermosa pieza artística, llevó a Mishima a vivir en un excedente de sentido, apreciando hasta el más mínimo detalle que cada segundo derramaba tras su agotamiento.

Esto es la escritura del japonés, una experiencia suspendida en los poros de la piel, en la musicalidad que provoca el viento de la noche más tranquila, o en el ruido del paso agitado de la ciudad. Vivir es detenerse a ver las tejas de las casas o escuchar el oleaje del mar. Hasta lo más banal, a veces logra ser lo más importante en una novela: “mediante la observación microscópica y la proyección astronómica la flor de loto puede convertirse en la base de toda una teoría del universo y en un agente por medio del cual podemos percibir la verdad”.

La literatura antecede los edificios conceptuales de cualquiera, la literatura es esta forma más originaria de pensar el mundo sin tantas pretensiones teóricas. La literatura –dice Gómez Dávila- es la más sutil, y quizá la única exacta, de las filosofías. Pero esta obsesión por las letras ¿no será un riesgo, una forma de perderse en las palabras, evadiendo la vida misma? No lo es, porque vivir es escribir y escribir es vivir. No hay escisión entre una cosa y la otra. El buen escritor se dará siempre cuenta de ello. Mishima en algún cuento, hablaba de Goethe, quien no se suicidó gracias a hacer de la escritura una terapia de vida,  la resolución a su eterna pena de amor la encontró en Werther.

Pero el escritor japonés, así como fijaba su mirada en los detalles más imperceptibles, se  arrojaba también a los grandes problemas. Mishima sufre, llora sangre. El escritor vive un Japón en decadencia, cada día más occidentalizado y abatido en el consumismo, arrojado a la frialdad de las relaciones materiales y utilitarias, bajo una época de violencia inminente. Un siglo que prometía poco para la vida tranquila. Una centuria que hundía en el lodo y el olvido la larga tradición japonesa, para adoptar en cambio valores inmediatos, alineados a una política mundial, a un sistema capitalista que a Mishima siempre padeció.

Cambiar el mundo, es lo que deseaba Mishima: “Mi necesidad de transformar la realidad era una necesidad urgente, tan importante como las tres comidas diarias o dormir”. Y para ello, no sólo le bastó escribir. El novelista también quería tener su propio ejército, siguió una utopía que desde el inicio era irrealizable: reinstaurar el Japón imperial. En su delirio de cambiar todo un sistema, el japonés formó un ejército llamado Tatenokai, una idea de locos. El atormentado escritor dejaba todos sus asuntos personales resueltos, incluso su última novela, que al terminarla fue firmada con fecha del 25 de Noviembre de 1970, ese mismo día, junto con su “ejército” –conformado por cuatro hombres más- pretende dar su tan soñado golpe de estado, atacando un campamento militar, sin embargo no logró nada, aparte de las burlas de sus contemporáneos. Entonces sólo le quedó una vía, -radical e histriónica-, para conservar la dignidad: el suicidio.

Mishima fue aquella rosa que floreció sin un por qué, sin embargo se desvaneció por una razón, porque ya no soportaba el desierto de una época indiferente y absuelta de valores. Y a pesar de ya no estar viva, su polen, sigue ahí merodeando por todos lados.

julieta.lomeli.balver@gmail.com

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