Otilia entró a la casa dando un portazo. Una nube de polvo se formó arriba de la puerta durante unos segundos. Recargó la escoba sobre la primera pared que vio, su palo carcomido la hizo caer después de un instante. Ella ya no se percató de esto, fue directo hacia la cocina. Algo la había alterado.
La rutina de Otilia se ató a ciertos hábitos durante el último año: se levanta muy temprano, quizás a las seis de la mañana; luego enciende el foco de la cocina que alumbra muy tenue. La conozco, es desconfiada, posiblemente encuentra en aquel foco a un cómplice. Cuando está segura que la cocina permanece como la dejó comienza a calentar agua; desconozco la cantidad que calienta. Desde mi posición sólo distingo el vapor que emana de una taza cuando ya ha servido café en ella. En los tiempos en los que había café para mí, llegué a asomar la cabeza dentro de la olla sólo para darme cuenta que se quedaba con más de la mitad de agua, casi llena.
En lo que el café disminuye su temperatura, Otilia busca su escoba. La analiza de abajo hacia arriba con la minuciosidad de una madre que busca en su hija los lunares que ella tiene. La he visto utilizándola, apretando sus dedos tan fuerte como si el palo debiera comprender que es una extensión de sus brazos. No he mencionado el estado de las cerdas. Se asemejan a los cabellos ondulados con orzuela. Otilia las pisa sin consideración porque se percata de que ya no son tan útiles. Así, y con el palo a punto de desprenderse de su soporte, la escoba da la apariencia de haber firmado su rendición. Lo cual no impedirá que sea utilizada por ella, después de tomar su café. Para entonces ya dieron las siete de la mañana.
Con la cabeza agachada Otilia ignora al sol y pasa la escoba por la calle. No sólo el pedazo de la casa, también la parte de los vecinos. Al concluir la primera pasada, mete la mano en la bolsa frontal de su suéter gris, saca el puño cerrado y lo estira dejando caer algo sobre la calle: polvo gris que se esparce por la tierra en instantes.
Sé que Otilia seguirá barriendo hasta el medio día. Se cruzará con ella el repartidor de pan que anda en bicicleta. Observará a las madres que llevan a sus hijos a la primaria. Verá irse en auto al único profesionista de la calle mientras su mujer lo despide con los ojos dominados por el sueño.
Esperar que Otilia no cause algún gesto de rechazo en los vecinos es como asegurar que ninguna partícula de polvo se adhiere a su piel. Algunas veces ocurre que la gente se lleva consigo el polvo que ha soltado. Ver eso la llena de cólera: sus puños se contraen para luego convertirse en manos hinchadas y rojizas. Cuando eso sucede, soy yo quien se lleva la peor parte: Otilia entra a la casa y me sacude esperando que de mí salga polvo, como sucede con la puerta al azotarla. En los encuentros más desafortunados ha llegado a tirarme al suelo, aunque luego me devuelva al sitio desde donde siempre la contemplo. No tiene mucho que conocí su lado irascible. Hace algunos años, cuando mi tarea principal era barrer la casa, pese a que incumplía, no reaccionaba así. Ahora me da la impresión que cada sacudida es un acto de venganza por todas las veces que no hice lo que me pidió. La veo salir apretando el puño, con el polvo desbordándose por los resquicios de ese corazón de hueso.
Hubo un acontecimiento que propició cambios: unas vecinas pasaron la tarde frente a la casa con el único motivo de echar abajo el voto de Otilia en contra de la pavimentación de la calle: de diez familias que conforman la manzana, sólo ella se opuso a la urbanización.
Eran Marta y Fátima, acompañadas de otra que nunca había visto. Su presencia pasó inadvertida durante los primeros momentos. Las tres mujeres llegaron cuando Otilia había terminado sus horas de barrendera. Sus sombras, reflejadas en la tierra, tenían la apariencia de tres conos deformes. Marta sostenía un pedazo de caja en la que había escrito: Si a la pabimentasion. La colocó por encima de su cabeza para protegerse del sol y dijo en voz alta:
– Si no fuera por esta gente, no tendríamos que hacer esto. Pinche india
– Así hay en todos lados. Ya sea pa´empujar o apretar –replicó la desconocida y continuó–. En todos lados.
– Pinche vieja, por eso le va como le va –espetó Fátima.
Marta secundó:
–Y le puede ir peor.
– Nomás nos altera con sus pendejadas
– Si no quiere que la molestemos, que no nos moleste
– Desde que le mataron al hijo no hace otra cosa más que barrer la calle –reveló Fátima dejando en silencio a las demás.
– ¡Ay! Eso sí estuvo bien feo –contestó Marta después de unos segundos. Enseguida bajó su caja formando un cerco entre la casa y sus rostros–. ¿No le habían dicho ya? Estuvo re feo. Aquí enfrente atropellaron al muchacho –y señaló un pedazo de la calle, limpio en su totalidad.
Como si fuera una plática sobre la telenovela de la noche, el relato se develó sin pausas:
– Fue un camión que no debía pasar por acá. Era de noche y ya ve usted que la calle está re fea que ni para organizar fiesta sirve. Unos dicen que el chofer debía entregar el camión a su jefe porque ese día lo corrieron. Otros cuentan que chocó con una camioneta y se metió a esta calle huyendo del dueño –aseguró Fátima.
– Pero usted no vio cómo quedó el muchacho –reclamó Marta, como si la tragedia fuera mayor en su relato–. ¡Si hubiera visto! El chofer se peló con todo y camión. La ambulancia llegó media hora después. Cuando lo movieron se escuchó que algo se quebró. Ya no quise ver qué fue, si los brazos o las piernas. ¡Sabrá Dios! Pero a ellos les causó gracia porque dijeron que ya estaba bien chingado. Luego le echaron una sábana para meterlo a la ambulancia.
– ¿Y qué hizo esta vieja? –preguntó, enfadada, aquella que me era desconocida, en la que fue su última intervención.
– Nada. Se metió a su casa cuando la gente se amontonó y ya no salió –completó Marta y miró su reloj.
– Estuvo bien raro. Fíjese que no recuerdo que haya avisado para que la acompañáramos al panteón. No sé si alguien fue al entierro.
– Tampoco me enteré. Verá usted que no –El desconocimiento se hizo colectivo.
– Ni quiso ponerle placa a su hijo. Le serviría para distraerse y no andar barriendo como loca.
Fue lo último que comentó Marta mientras acomodaba su pedazo de caja entre las piernas. Al levantar la cabeza esperaba las sonrisas de sus compañeras, pero apenas si distinguió la piedra que se estrellaba en su cara. Su nariz crujió en los límites con la frente. En un instante se hallaba tendida en la calle.
– Si ponen la placa, aquí las espero –dijo Otilia, que abarcaba toda la extensión de la puerta y dio tres pasos al frente. Creí que desde esa distancia les aplastaría la cabeza a las dos que quedaban de pie.
– Pinche vieja. Ora sí vas a ver –amenazó Fátima y mostró sus puños temblorosos que parecían duraznos secos. Otilia dio otro paso al frente y aquélla retrocedió. Luego volteó agachando la cabeza y gritó–. Ayuden a Martita.
Aquella que me era desconocida levantó a Marta y se echó su brazo al hombro; con la otra mano le apretó la nariz. Los vecinos sólo recorrieron sus cortinas para presenciar la trifulca. En unos minutos la calle lucía desierta, como todas las tardes. Sólo se escuchaban los insultos que, tan lejanos, eran como murmullos. Otilia sacudió sus manos y entró. El portazo significó la extinción de aquel frente a favor de la modernización.
En los días posteriores apareció basura afuera de nuestra casa. Marta la tiraba durante la madrugada. Otilia perdía tiempo juntándola; se debilitaba y eso se hacía palpable cuando barría.
Una semana después llegaron las máquinas para pavimentar. Era de mañana y ella recién había barrido nuestro pedazo. De cada esquina emergió un tractor bloqueando la calle; fue como si acorralaran a su presa. Otilia quiso gritar, pero su boca se deformaba sin soltar algún alarido. Aventó la escoba hacia la calle; creí que las máquinas la destrozarían, pero se detuvieron un metro antes. Les dirigió una mirada de desprecio tras esperar un movimiento de su parte, y entró a la casa. Los últimos rayos de luz se colaron con el portazo. Al atardecer detuvieron el trabajo. Faltaba un tramo por pavimentar y era el nuestro. Sería al día siguiente.
En la noche alguien tocó a la puerta. Fiel a su costumbre, Otilia no atendió al llamado. Tocaron de nuevo. Vi su sombra, estaba en la cocina: movió la cabeza de un lado a otro en gesto de desaprobación. Se abalanzó hacia la puerta como bestia nocturna.
Abrió y espetó a quien esperaba del otro lado: “¿Qué quiere?” Era un hombre de vestimenta formal. Creí que se trataba del profesionista reclamando por qué faltaba nuestra parte, pero no era él. El sujeto no venía solo: un par de hombres, de los que pavimentaron, lo escoltaban. Poco ayudarían en caso de que ella le lanzara un piedrazo. Iría directo a su cara. Devolvió la escoba, intacta, a Otilia y se presentó: era el ingeniero a cargo de la obra. Le habían notificado de una vecina que estaba en desacuerdo con la pavimentación y quería solucionar los problemas. Luego exclamó: sé lo de su hijo. Ella sólo asintió con la cabeza. El hombre mencionó que podían llegar a un acuerdo; creyó entender la molestia de Otilia cuando vio que sus ojos enrojecían. Su mirada quedó fijada en el rodillo de uno de los tractores. El ingeniero sugirió que si ella les mostraba el lugar donde había muerto su hijo, dejarían el espacio sin pavimentar para que ella colocara un cenotafio. Incluso se ofreció para mandarlo a hacer. Comenzó a preguntarle acerca de los datos de su hijo mientras redundaba en que respetarían el lugar. No sé cómo terminó el encuentro. Ella entró sin dar el portazo, su ira se había quedado sin eco.
No tengo recuerdos nítidos de lo que transcurrió en los siguientes días. Veo la calle pavimentada, con un espacio de tierra con forma de cuadrado. Me parece que es para el cenotafio que aún no han puesto. Otilia se despierta con cualquier sonido durante la madrugada, como el de un automóvil al caer en ese pedazo. Las cosas han cambiado: ya no barre como antes.
Tiene más de un año que no venía al puente que cruza sobre el riachuelo de agua sucia. Luce idéntico esta tarde. Observamos el lento flujo de la corriente; la basura viaja sin prisa. Otilia me trajo hasta aquí de la mano, como en los paseos de antes. Abre el puño y, mientras caigo al agua, me doy cuenta que nunca le gustó arrojar mis cenizas en el pavimento.
Josué Daniel Flores.
(Puebla, 1989) Escribe crónica y cuento. Ha publicado en sitios digitales como Lado B y Punto en Línea de la UNAM.