Lado B
LA NOCHE MOCHA
Un cuento de @ictericia
Por Lado B @ladobemx
15 de febrero, 2013
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Alejandra Vergara Flores

@ictericia

Cuando le señalaron la mesa llena en el privado del restaurante, pensó que no tenía nada que hacer ahí. En realidad casi no conservaba buenos recuerdos de esas personas. Estaba dispuesta a irse, cuando un grito le hizo volver la cabeza. Chelita, le gritó una mujer desde la mesa, vente, acá estamos. Graciela se acercó a la mesa y saludó, uno por uno, a los comensales. Reconoció casi todas las caras. Estás igualita, le decían y ella sonreía y agradecía apenas abriendo la boca. Alguien recorrió su silla y otra persona acercó un asiento a la mesa para abrirle espacio. Examinó a sus antiguos compañeros. Trataba de encontrar, tras las manchas, la calvicie y sus primeras arrugas las caras adolescentes sembradas de acné. Mientras el mesero le tomaba la orden una mano velluda le sirvió vino. Chelita quiso decir que no, que no tomaba, pero era la mano de Roberto y no se atrevió: siempre pensó que era el más guapo de la secundaria. Todavía, con aquella barriga nueva y las canas, le parecía, por lo menos, el más guapo de la mesa.

Se habían vuelto cordiales. Eran un montón de hienas domesticadas por los años y los trabajos de oficina. Casi no reconocía en esa gente a los muchachos que arrojaron su mochila a la azotea de un edificio vecino ni a las chicas delgadas y de tetas recién brotadas que gruñían como cerdos cuando ella entraba al salón. Roberto nunca hizo algo así, no a ella. Eso le gustaba de él, era amable y no se metía con nadie. Ahora mismo, por ejemplo, volvía a llenar su copa con mucha amabilidad. Habló con él por un buen rato. Sintió como el vino le pinchaba la lengua y se la enredaba mientras contaba que había estudiado actuaría y que ahora trabajaba en una oficina de gobierno. No, no estaba casada; sólo tuvo un novio en la universidad pero, con la exigencia de los estudios, aquello no duró mucho. Había vivido con sus padres, aunque desde hacía unos meses vivía sola, en un departamentito cerca de su oficina. Roberto también la puso al corriente: estudió arquitectura y heredó el despacho de su tío. Estaba recién divorciado y tenía una hija de cuatro años. Pero no creas, Chelita, no me ha caído tan mal el divorcio; estoy volando en parapente, ¿tú crees? Déjame te sirvo más. No, cómo de que no: estamos celebrando. Graciela lo imaginó volando. Recordó una imagen de una enciclopedia juvenil sobre personajes famosos: Ícaro semidesnudo, en el aire, frente a un sol anaranjado y con las alas goteando cera. La enciclopedia era de su tía, estaba dividida en tres tomos y hojearla era el único entretenimiento de Chelita cuando, saliendo de la escuela, iba a casa de su abuela a comer y a pasar la tarde mientras sus padres estaban en el trabajo. No leyó la enciclopedia completa, sólo los artículos con las ilustraciones más llamativas.

De pronto comenzaron las fotografías. Los flashazos salían uno tras otro; la gente se levantaba e intercambiaba lugares para sonreír junto a otras personas. Roberto quedó sentado al otro extremo de la mesa; junto a Graciela se sentó una mujer teñida de rubio que ella fingió recordar. Hablaron de algunos de sus profesores, del grupo de coro de la secundaria y de un campamento al que Chelita no fue porque su padre se rehusó a firmar el permiso. ¿Cómo que van a ir hombres y mujeres a dormir a quien sabe dónde? Ni hablar. La falsa rubia llamó a gritos a un  mesero y pidió dos tequilas. Graciela dijo que ella no quería, pero la mujer ordenó de cualquier modo. Tómale Chelita, por el gusto de vernos después de tanto rato. El gusto de vernos, pensó mientras daba un pequeño y asustado trago. Exceptuando a Roberto, no sentía gusto por ver a nadie. Recordaba poco de aquellos días, con la falda a cuadros y el cabello estirado hacia atrás. Se acordaba, por ejemplo, de una de las pocas fiestas a las que fue; era el cumpleaños de una chica e invitó a toda la secundaria.

citaIctericia04Pidió permiso en casa con una semana de anticipación; todo el mundo iría a aquella fiesta y, por primera vez, ella estaba incluida en ese “todo el mundo”. No se quedaría hasta tarde: su padre iba a recogerla al volver del trabajo y cuidadito con estar fumando o bebiendo. Llegó temprano a la casa, no había mucha gente y estaban todos en el patio sentados en una salita de jardín. Graciela se sentó con ellos y se quedó callada, sin encontrar cómo entrar a la conversación. La dueña de la casa le preguntó si quería algo y ella pidió un refresco de naranja. También le acercaron un plato con botanas que no quiso tocar adivinando las burlas, los comentarios de Fátima sobre su cuerpo rechoncho; como si al comer hiciera evidentes sus muslos anchos y los rollos en la barriga.

Conforme la concurrencia aumentaba, los muchachos iban moviéndose de lugar: parándose, sentándose en una esquina del jardín, invadiendo la cocina de la casa. Parecían colonias de insectos reuniéndose en torno a diferentes incentivos: las cervezas que Óscar había llevado, los cigarros de Laura o las piernas largas y desnudas de Fátima. Chelita se quedó sola, hundida en el asiento verde y plastificado del sillón. Quiso levantarse y hablar con alguien, reírse alto mientras mostraba los dientes. Pero una fuerza, similar a la gravedad, a una gravedad cien o doscientas veces más poderosa, la mantenía ahí, sentada, viendo las puntas redondeadas e inútiles de sus zapatos. Faltaba casi una hora para que su padre pasara por ella. Pensó en pedir el teléfono y llamar a su madre: se aburría terriblemente. Era como si todos estuviesen enfrascados en un juego complejísimo cuyas reglas desconocía.

Rubén salió de la casa. Era un chico alto y todas sus compañeras estaban locas por él. Fue el único que llegó manejando a la fiesta, acompañado de un enjambre de amigos, todos muy bien peinados y vestidos con ropa carísima. Se sentó junto a ella. Me gustas Chelita, me gustas un montón, le soltó como quien da la hora o anuncia la lluvia. Graciela se tomó las manos estrujándolas. Tú a mí, dijo muy bajito, casi para ella. Rubén le sostuvo la cabeza y la besó. Ella se dejó besar, con la sensación inédita de una lengua ajena hurgando en su boca. La lengua de Rubén le recordaba a la de un gato. Sintió el sabor a cerveza y a cigarro, pero no le dio asco: estaba demasiado concentrada en la esfera caliente que sentía rebotándole por todo el cuerpo, en el agujero negro que le nacía del estómago y que la absorbía hasta los pies. El muchacho se levantó y regresó a la casa desde cuyas ventanas se asomaban las cabezas risueñas de sus compañeros. Chelita temblaba y sonreía. Ahí, sola, sentada en ese sillón metálico que le había hecho pensar en una cápsula espacial, se sentía más cerca de aquella gente que nunca. Estaba aterrizando, se sintió segura de ello: el lunes iría a la escuela y Rubén la tomaría de la mano y la invitaría a sentarse cerca de sus amigos y del grupo de chicas que lo seguían a todos lados.

Cuando su padre pasó por ella, estaba tan nerviosa que se tropezó al subirse al coche: ¿Qué te pasa?, ¿estás borracha?, preguntó enojado el señor Echeguren. Después le hizo soplar para comprobar que la boca de su hija no olía a alcohol. Graciela sentía que podría oler la lengua rasposa y tibia de Rubén y se sintió avergonzada: se había dejado besar por un muchacho a pesar de todas aquellas pláticas de sobremesa.

El lunes siguiente, el muchacho la ignoró. Luego se enteró que después de que se fue, Rubén le preguntó a otra chica si quería ser su novia y ella dijo que sí. Pensó entonces en las caras asomadas en la ventana, en sus sonrisas amplias e incrédulas.

Rubén no estaba en la cena; eso la aliviaba. Tómale, Chelita, por el gusto de vernos después de tanto rato. Hienas domesticadas, pensó. No, pero tómale bien, dijo otra voz cerca de ella. Todos eran desconocidos, aun los que recordaba. Tomó el resto del tequila de un trago y le costó contener la arcada. Estaba borracha. No lo había estado nunca pero había visto suficientes borrachos en su vida como para saber que lo estaba. No comprendía por qué a la gente le gustaba beber hasta sentirse así; como con un calor espeso saliéndoseles por las orejas, como la imagen de una cinta rayada, con los párpados erráticos, incontrolables. Volvió a sentir náuseas, se levantó y fue al baño. Vomitó y se enjuagó en el lavamanos. Vio su cara enrojecida en el espejo. Sintió vergüenza; no tanto con sus ex compañeros como consigo. Ella, Graciela Echeguren, enjuagándose la boca en el baño de un restaurante porque había bebido hasta vomitar; ella, que en su vida había tomado más que una copita de jerez en Navidad, con la cara encendida como un sol gigante que radiara un intenso calor capaz de calcinar a una galaxia completa.

CitaIctericia02Regresó a la mesa y ordenó un café que tomó deprisa y en silencio. Calculó la parte de su cuenta y se la entregó a la rubia. Ya me tengo que ir: trabajo mañana, mintió. Descartó la idea de despedirse de todos los comensales y camino a la salida preguntó a un empleado si podría pedirle un taxi.

Esperaba fuera del restaurante cuando escuchó la voz de Roberto: se iba también y le ofrecía llevarla a su casa. Chelita se negó pero él insistió. Por favor, voy muy cerca de donde dices que vives, no es seguro que tomes un taxi a estas horas. La puerta del copiloto se abrió y Graciela entró tropezándose al coche (¿Qué te pasa?, ¿estás borracha?) En cuanto arrancó, Roberto comenzó a hablar. Algún día deberías acompañarme al parapente; no a aventarte, claro. O bueno, si quieres, pero el lugar está muy bonito, aunque no te avientes. Se ve toda la ciudad. Es como si no hubiera gente, ¿sabes?, desde allá arriba nomás se ven casas y lucecitas cuando todavía es temprano; pero se ve todo tan chiquito que no alcanzas a ver gente, nomás hormiguitas. Entonces es como ver una ciudad fantasma y del otro lado del cerro, de donde te avientas, nomás hay campo: una que otra casita, pero puros cultivos y terrenos. A veces pienso que me estoy escapando de la ciudad, que voy a aterrizar en uno de esos terrenos y que nadie va a ir a recogerme sino que me voy a quedar ahí, de ese lado del cerro, sembrando plantitas y cosas para comer. Así, con mi ropa de salto, sin corbata. Todo eso pienso cuando voy arriba, deberías venir un día: de verdad que es bonito.

Roberto aprovechó el alto para inclinarse hacia ella; Chelita aún sentía la cara hirviente, encendida. No te acerques, Ícaro, al sol. Se besaron rápido y con torpeza. La luz verde se encendió y siguieron el camino. Ahora Roberto callaba. Ella miraba por la ventana entusiasmada: cuando se detuvieran frente a su edificio le preguntaría a Roberto si no quería subir y una vez en su departamento, sin depender de la generosidad de una luz roja o de la prisa que lleva el verde, lo besaría todo lo que le apeteciera; después le iba a pedir que se quedara a dormir y todo sería exactamente como la Chelita adolescente hubiera planeado, acostada en la cama después de lavarse los dientes. Ningún hombre se había quedado en su departamento aún y, exceptuando un congreso fuera de la ciudad al que fue con su novio durante la universidad, nunca había pasado la noche con alguien. Sí, estaba borracha, pero ya se sentía mejor y todo aquello, es decir: la cena, el encuentro con sus ex compañeros, los tragos, el ver a Roberto, quien realmente le había gustado, no como Rubén, que le gustaba a todas, sino sólo a ella, de un modo más auténtico, como si la exclusividad valiese más, y ahora acabar de besarlo e ir con él rumbo a su departamento de soltera, le parecía una especie de enmienda con aquella Chelita que lloró escondida en el clóset de su casa, llena de un ridículo que sentía como engrudo en la garganta, de esa Chelita que recordaba su primer beso como un claroscuro de cabezas asomadas constatando que, en efecto, aquel chiquillo estaba besando de lengua a la gorda, a la ñoña, a la mocha, a la tonta de Chelita. Estaba poniéndose a mano: ganando el juego muchos años después de haberlo dado por perdido, estaba siendo como le hubiera gustado ser: esta será una noche redonda, completa, se decía. Nada de irse a casa derrotada. Se vio en el espejo lateral del coche y se sintió alocada e irresponsable y le gustó. Vamos a hacer el amor toda la noche, pensó y se corrigió enseguida: no, no. Vamos a coger hasta quedar exhaustos.

Iban por una zona elevada de la ciudad y se veía, a lo lejos, las luces encendidas de casas, de comercios, de oficinas: una red de estrellas civilizatorias. Graciela quiso cortar el silencio, prolongado de más, que empezaba a expandirse en el coche compactando sus cuerpos contra el volante, contra la ventana. Qué grande es esta ciudad, es monstruosa, dijo. Sí, contestó Roberto y regresó el silencio multiplicando su contundencia.

CitaIctericia05Vio de nuevo su cara en el espejo lateral. El brillo de las luces en  la ventana la hacía ver con el rostro lleno de puntitos luminosos. Recordó otra ilustración de la enciclopedia: un hombre con una escafandra en la que se reflejaban estrellas, se veían sus ojos coloreados de un verde muy pálido y las letras CCCP escritas con rojo en el pecho del traje azul. Gagarin era su ilustración favorita, le gustaba releer el artículo en la enciclopedia e incluso investigó más sobre el cosmonauta y pegó un par de fotografías en su cuarto. Todo la asombraba e inquietaba en aquella historia. Viendo su reflejo, pensó que se veía como Gagarin en aquella ilustración: la cara llena de luces. Hacía años que no pensaba en el tripulante del Vostok 1, fueron los destellos, su cuerpo moviéndose a la misma velocidad del coche en el que ahora, en medio de aquel silencio, se sentía sola, lo que le hizo recordar al personaje. ¿Qué tan solo hay que estar para querer ir allá arriba, lejos de todos, en una nave que es una cápsula diminuta de metal? Hay que estar muy poco apegado a la Tierra, pensaba, porque bien le podría pasar lo que a Laika  y rostizarse de inmediato o quedarse sin aire o explotar. Para querer ser el primer hombre en salir de la Tierra, se dijo, hay que saber, tener la certeza, que sea lo que fuere que se encuentre allá arriba es mejor que esto. Mejor que esto, Chelita, mejor que esta ciudad monstruosa y que este no tener nada qué decirse. Lo de Gagarin, estaba segura, tenía que ver con una especie de nihilismo o de absurdo. De absurdo que ella sentía a veces (por ejemplo ahora, con el silencio y aún el cosquilleo del beso en la boca y el “sí” de Roberto todavía retumbándole en las orejas. ¿Por qué había ido a aquella reunión?). Pensaba que Gagarin sólo pudo estar tranquilo en el espacio: ahí estaba bien sentirse absurdo, ahí estaba bien sentirse profundamente solo. “Me encuentro bien y estoy alerta” repetía el cosmonauta a su control en Tierra. Chelita había escuchado la cinta alguna vez y, aunque no entendió lo que el ruso decía, le quedaba claro que era la voz de un hombre que estaba cómodo, de quien finalmente encuentra la postura en la que nada le duele. Yuri Gagarin, se le ocurrió en ese momento, era una especie de Ícaro logrado. O, mejor, un Ícaro invertido: cuando volvió a la Tierra, cayendo en el campo en lugar del lugar estipulado, una anciana se le acercó y, asustada, le preguntó si venía del espacio; “sí, pero soy soviético” respondió Gagarin, y Chelita imaginaba esta respuesta llena de pesar, de derrota. Con esta afirmación se acercaba todavía más a la Tierra, se afirmaba como parte de ella. En ese momento comenzó a ser un Ícaro invertido, para Graciela ahora era obvio: mientras más cerca estuviera de la superficie terrestre, más peligro correría. Después de su viaje, y esto Chelita no recordaba dónde lo había leído o quién se lo había dicho pero siempre lo había tomado como una verdad absoluta, Yuri Gagarin se volvió alcohólico. Graciela pensaba en un primer trago bebido en casa de la anciana y en una posterior torre de botellas, paradas una sobre la otra hasta salirse de la atmósfera. Aquel Ícaro inverso había comenzado a morir al acercarse a la Tierra y, deprimido al volver al absurdo cotidiano, al ruido, a la soledad de ciudad y palmada en la espalda, señor Héroe Nacional, decidió beber hasta anularse o hasta lograr alinear las suficientes botellas, una sobre otra, como para volver a escapar de la Tierra. Lo logró: en una práctica, piloteando un avión, el único hombre que había visto desde afuera el planeta en el que vivía, el único hombre que tenía derecho a hablar de una soledad infinita, espacial y auténtica, ahora descontrolado por el temblor en sus manos a causa del alcohol, estrelló su aeronave contra la pista y murió. Chelita estaba segura que aquello había sido un suicidio; pensaba que después de sentir el aislamiento espacial era imposible incorporarse a la sociedad sin sentir que todo era una broma, que era insultante sentirse solo aun rodeado de gente.

Cuando se detuvieron frente al edifico de Graciela, ella miró con atención a Roberto; en aquel momento no le pareció guapo, sólo le pareció un hombre viejo y cansado. Le agradeció que la llevara a su casa y se despidió besándolo en la mejilla. Sabes, sí la paso muy bien con el parapente y eso, pero la verdad es que extraño a mi familia, dijo él. Chelita no supo si aquello era una disculpa o una petición, pero no quiso averiguarlo; de pronto ya no sentía emoción alguna de invitarlo a pasar: imaginaba la incomodidad de la siguiente mañana, con resaca y la boca pastosa, lo imaginaba moviéndose torpe por su departamento, tratando de no despertarla mientras se lavaba la cara y se vestía. No: no lo iba a invitar, no quería a nadie con ella esa noche, no quería a nadie con ella en aquel espacio. Vete con cuidado, Roberto, descansa. A ver si nos vemos pronto.

Mientras subía las escaleras del edificio, Chelita se preguntaba si todos sentirían lo mismo, si Roberto y Rubén y Fátima y la rubia que la obligó a beber tequila, sentirían que todo aquello era un poco absurdo algunas veces, o muchas veces; si se sentirían solos a menudo. Pensó que sí, que seguramente era algo común y luego imaginó las caras de sus compañeros como ilustraciones en una enciclopedia juvenil. “Todos somos la misma ilustración”, pensó. Al entrar a su casa, apagó las luces y se asomó a la ventana viendo los letreros luminosos de las farmacias, de las tiendas de abarrotes, los foquitos de las casas extendiéndose como una galaxia. Después de un rato acercó un sillón a la ventana, se recostó en él y cerró los ojos imaginando que despegaba.

Alejandra Vergara

Alejandra Vergara Flores

(Ciudad de México, 1987)

Trabaja como editora en Revista Esnob.

También es parte de La Cleta Cartonera, proyecto editorial independiente en Cholula, Puebla, ciudad en la que reside.

Se graduó como licenciada en Literatura y tiene una maestría en Teoría y Crítica Literaria.

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Autor Lado B
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