Lado B
EL MALESTAR ES CÓMPLICE
Víctor Roberto Carrancá
Por Lado B @ladobemx
19 de octubre, 2012
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Víctor Roberto Carrancá

 

I.    Mañana

 

Busqué, entre una vasta lista de nombres, el más acorde al pretendido oficio. Joaquín Malastrana, elegí, y lo tracé sobre una cartulina que coloqué en mi nuevo escritorio.

Me convertí en detective privado.

Decidido esto, me senté frente al teléfono. Sonó cinco veces, “¿Señor García?”, preguntaban; “Joaquín Malastrana, detective privado” corregí en cada una de ellas. Después de unos minutos sin más ruido en la habitación que el aleteo de las moscas, recordé que por ser nuevo mi nombre y estrenar profesión, yo sería mi único cliente esa mañana.

Como todo trabajo debe ser justamente remunerado, acudí al banco a depositar, en una de mis cuentas, todo el dinero que cargaba en los bolsillos. Me contraté para buscar a mi esposa (después de contemplar los retratos que hay de ella en el departamento, me percaté de que había pasado mucho tiempo sin verla. No recordaba cuánto).

Regresé a mi oficina (que también era mi departamento), para buscar el revólver. Tuve problemas para encontrarlo: confundí el baño con el vestidor, desconocí el contenido de mis gavetas y olvidé la combinación de la caja fuerte. Encontré el arma, muy sola y aburrida, en la mesa del estudio. Me preparé para iniciar con la investigación. Tomé, de entre una amplia pared llena de cuadros, el retrato en el que mi esposa y yo estamos recostados en la arena de algún lugar que ya he olvidado; y salí de mi departamento (que también era mi oficina).

Acudí, primero, a la miscelánea que está frente al edificio. Ahí encontré a una anciana arrumbada en un rincón como si fuera un mueble antiguo y apolillado. Ocupaba sus manos, arrugadas y temblorosas, en dos alfileres que fabricaban lo que algún día lejano llegaría a ser un vestidito rosa. Le expliqué que era un detective privado, que estaba investigando un caso y necesitaba hacerle unas preguntas. La mujer se levantó apoyando las manos en los descansabrazos de su mecedora y avanzó hacia mí con la paciencia y concentración que se requieren para caminar sobre una cuerda floja. Le mostré la fotografía de mi mujer. La vieja se acomodó los anteojos e hizo un gesto que me recordaba la expresión de un niño que come un caramelo ácido.

—No la he visto. No desde hace tiempo —aclaró la mujer después de perder varios  minutos en retorcer los labios y constreñir los párpados.

—¿Está segura? —insistí—. Mire bien la foto. ¿Usted sabe algo, verdad? ¿En dónde está? ¡Dígame en dónde está!

—Y yo que voy a saber. ¿Por qué no va y le pregunta a su esposo?

Suficiente. Todo buen detective debe conservar la calma, pero…

La cacha del revólver le golpeó en los dientes. La vieja cayó y al caer, escuché  su espalda quebrarse. Le pateé las costillas unas diez veces.

Al salir, tomé la precaución de cerrar el local. Me dolían las piernas, la cabeza y las manos. Dolía también, extrañar tanto a mi esposa. Aun así, un buen detective no se da por vencido. Decidí que, antes de regresar a mi oficina (que también era mi departamento), debería continuar investigando. Mi siguiente visita fue a la vulcanizadora de la esquina.

 

II.     Tarde

 

Cuando desperté, tenía los nudillos lacerados hasta los huesos; el tobillo derecho, torcido, el izquierdo, aún en su sitio. Me despertaron unos golpes en la puerta (retumbaban, vibraban, dolían en mi cabeza). Levanté la almohada, tomé el revólver (un buen detective nunca duerme lejos de su arma) y caminé hasta la puerta donde me detuve con el cañón, rígido, plateado, apuntando a la altura del picaporte.

—¿Señor García? —dijo una voz ronca y grave, como de mujer obesa.

Me quedé callado, con el revólver temblando.

—¿Señor García? —pareció repetir la puerta.

—¿Qué es lo que quiere?

—Señor García, soy la casera.

—Joaquín Malastrana —corregí.

—¿Señor García? ¿Es usted?

—¡Joaquín Malastrana!

—¿Se encuentra bien?, señor García, tenemos que hablar, es acerca del olor que…

Disparé.

Al salir de mi departamento (que también era mi oficina), me percaté de que la bala había sido colocada, con asombrosa precisión, en el vientre de la señora. La mujer bufaba y, con sus manos gordas, se cubría el segundo ombligo que atiné a crearle. De su boca salía una lluvia de insultos, saliva y sangre mientras se arrastraba hacia atrás como cangrejo asustado. Por aliviar su dolor (detective o no, soy un ser humano) descargué tres balas sobre su rostro.

Por dictado de la prudencia y orden de una buena intuición, pensé que sería oportuno salir del edificio. Al llegar a las escaleras vi que un niño, pecoso, rubio y con chocolate embarrado en todo la cara, me observaba paralizado. Sostenía una pelota entre dos manos sucias y pequeñas. Me incliné junto a él y saqué del bolsillo de mi pantalón, la fotografía que llevaba a todos lados.

—Mira muchacho, este soy yo, y esta es mi mujer, dime ¿la has visto por aquí? —le pregunté.

El niño dejó caer la pelota aunque sus brazos, llenos de costras en los codos, continuaron extendidos.

—Te estoy hablando. Mira la foto. ¡Mírala!, ¿has visto a esta mujer?

El pequeño permaneció callado con los ojos, grandes, azules, buscándose las cejas.

—Te pregunté algo, ¿has visto a esta mujer? ¿Cómo quieres responder si ni siquiera has visto la fotografía? La foto, niño, ¡mira la foto!  Está bien, tranquilo, no tengas miedo. Soy un detective privado. No uso placa pero tengo pistola. Aquí está, puedo prestártela si…

Un accidente, lo juro. Nunca quise disparar el arma. Cuando me recuperé del susto pude ver al pequeño rodar escaleras abajo. Al escuchar el grito histérico de las patrullas, corrí hacia la salida de emergencia con la intención de escapar por las escaleras para incendio. Me detuve al ver que la pelota del muchacho todavía estaba en el suelo. Pensé en llevármela pero creo que robarle un juguete a un niño es un acto cruel y poco detectivesco.

 

III.    Noche

 

Pasé el resto de la tarde mojado por la lluvia. Estuve cortejando las esquinas, balanceándome en los callejones, extendiendo en la mano un retrato como lo hace el mendigo con su lata vacía. “Señor, ¿ha visto a esta mujer?, ¿La ha visto, señora?, Usted, ¿La reconoce?, alguien, por favor”.

Me senté en la acera, pálido el semblante y con la esperanza por los suelos. Lloré. Aunque me avergüence, he de confesar que lloré. Lloré por saberme solo y por saberme, peor aún, terrible detective. Me sentí defraudado y por ello, decidí que en tan pronto amaneciera, presentaría una demanda por los daños y perjuicios ocasionados por mi mal desempeño. Como no conozco abogado, decidí que al día siguiente yo me convertiría en uno. Bastaba encontrar una nueva oficina y con ella, un mejor departamento.

Regresé al edificio arrastrando los pies. Esquivé las vallas, empujé a los periodistas e ignoré a los médicos que apuntaban en sus libretas.

—No puede pasar —dijo uno de los policías que custodiaba la entrada.

—Yo vivo aquí  —aclaré.

—No puede pasar.

—Yo vivo aquí.

—No puede…

Saqué el arma.

 

IV.      Madrugada

 

Me llevaron, sin prisa alguna, a unas oficinas y de ahí, a un cuarto pequeño. He explicado, con parsimonia, lo ocurrido durante el día. Les mostré la fotografía que me ha acompañado a todas partes. Ahora dicen que soy culpable de diversos homicidios, que nunca he tenido esposa y que el hombre de la fotografía, un joven divorciado, yace muerto en su departamento (que también era mi oficina).       

 

Víctor Roberto Carrancá (Ciudad de México, 1984). Abogado y escritor egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ganador del Primer Premio en el Cuarto Concurso de Cuentos sobre Alebrijes (INBA y MAP) así como en el Segundo Concurso de Cuentos sobre el Centro Histórico de la Ciudad de México (Ficticia Editorial).

Ha obtenido reconocimientos en certámenes de Argentina y España. Ha publicado en diversas revistas independientes y antologías de cuento e impartido talleres de creación literaria para mujeres víctimas del delito.

Es columnista de Sexenio, Puebla; así como de la revista Crítica, en su versión digital.

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