Lado B
Protagonistas de las acampadas en la Puerta del Sol
Los rostros detrás de la revuelta social europea más importante del siglo XXI
Por Lado B @ladobemx
22 de septiembre, 2011
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  • A lo largo de los últimos meses la prensa internacional se volcó sobre la ciudad de Madrid  para atestiguar los pormenores de la revuelta social europea más importante del siglo XXI. La crónica que presentamos a continuación describe el ecosistema social compuesto por artistas callejeros, estatuas humanas, activistas, manifestantes, vagabundos, turistas, policías, vendedores ambulantes, mariachis peruanos, entre otros, que protagonizaron las acampadas en la Puerta del Sol que le dieron la vuelta al mundo.

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

Pepe Flores / Aldeano

Mi primera noche en Madrid la pasé en Puerta del Sol. Sentado al pie de una fuente, bebí unas cervezas con Joel, mi anfitrión en mi incursión europea. Tomábamos unas Mahou que nos había vendido un nigeriano (“es mi proveedor de confianza”, confesó mi amigo). A la fecha, no estoy seguro si la legislación española permite que la gente consuma alcohol en la vía pública, pero durante mis 28 días de estancia en la capital, ningún oficial de policía me reprendió al respecto. Nos refrescábamos tras una caminata por la ciudad. Era mi primer día en otro continente, y ahí estaba yo, tan dueño del mundo como lo está cualquier viajero que explora una tierra desconocida.

De inmediato, Puerta del Sol se convirtió en uno de mis puntos predilectos. Es un ecosistema social que se queda grabado en la pupila, un hábitat compuesto por artistas callejeros, estatuas humanas, activistas, manifestantes, vagabundos, turistas, policías, vendedores ambulantes, mariachis peruanos y muchos más. “La mayoría son perroflautas”, me dijo mi anfitrión. Para un mexicano, un perroflauta sería lo más cercano a los ninis (jóvenes sin oficio ni beneficio que saturan las estadísticas del país), pero con un componente ideológico que los emparenta con los hippies, los anarquistas y otras tribus urbanas. Lo importante, estimado lector, es entender que se trata de un mote despectivo. En realidad, cuando hablo de estos pintorescos ocupantes de Puerta del Sol en sus casas de campaña y sus juntas improvisadas, me refiero al nutrido grupo de ciudadanos que se manifestó originalmente el 15 de mayo en el epicentro de Madrid.

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

Ellos reciben varios nombres. Algunos le llaman la #spanishrevolution –escrita en el formato de etiqueta de Twitter como marca de nacimiento–; otros le denominan como el 15M, en honor a la fecha en que inició el movimiento. Los medios de comunicación han optado por la corrección política, denominándoles indignados. ¿Contra qué protestan? Decir que contra todo es vago pero no inexacto. Son producto de un caldo de cultivo formado por el rechazo a la mala gestión política, los casos de corrupción, la crisis económica o las mentiras populistas de campaña. Un buen día, estos ciudadanos –jóvenes en su mayoría, pero no en exclusiva– decidieron lanzarse contra las esferas del poder, los grupos de control, las mafias de la industria y otros demonios del status quo.

Su manifestación original fue denostada bajo el argumento de que sólo eran cuatro gatos. Por desgracia (o fortuna), los gobiernos no suelen demostrar demasiado tacto cuando los civiles se sublevan, por lo que recurrieron al desalojo policial en la madrugada. Esta acción despertó a la sociedad, provocando la primera gran acampada en Sol, con miles de españoles postrados en la plaza como reclamo y otros cientos emulando este esfuerzo en otros puntos de la nación. Así, la llama se ha mantenido más o menos viva –con la policía atizando el fuego de tanto en tanto– hasta esa noche en que, bajo las estrellas y con una cerveza en mano, conocí la rebelión de los perroflautas.

2. La Puerta del Sol

Mi recorrido diario era, por sí mismo, un viaje turístico. Yo solía iniciar en el Parque del Retiro, situado a una calle de mi departamento. Tras 15 ó 20 minutos de caminata para cruzarlo, llegaba a la Puerta de Alcalá, y continuando en línea recta, a la Fuente de la Cibeles. De ahí, sólo había que andar un par de calles más para alcanzar Puerta del Sol. Así, mi camino al trabajo era un condensado de lugares históricos, de esos que son inmortalizados en una postal o en un llavero para regalar a la familia.

Por supuesto, Madrid –como toda ciudad– tiene en su gente el mayor de sus encantos. En ese sentido, Puerta del Sol es un microcosmos cautivante. Si se recorre el sitio con relativa frecuencia, es posible identificar a muchos de sus habitantes. Están, por ejemplo, un escapista que se jacta de poder zafarse de unas cadenas en menos de dos minutos; una china de voz prodigiosa, con una potencia inexplicable para su menudo cuerpo; o un hombre que pide dinero para alimentar a tres pequeños gatitos (a éste, confieso, le di un par de euros). Entre sus múltiples actores en pista también se encuentran tres o cuatro personas que, con la ropa y los poros atestados de pintura metálica, simulaban estatuas impacibles con una inmovilidad digna de un diputado mexicano. Otros optaban por disfrazarse: alguna vez miré a un pirata, con su perico y parche en el ojo, pedir algunas monedas; en otra, a un hombre en traje de stormtrooper, demostrando que el desempleo es tan fuerte en España que hasta a la ficción alcanza.

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

Todos los días caminaba de Sol hacia Callao para llegar a mi trabajo. Para alcanzar mi destino, debía atravesar por Preciados, una calle que se caracteriza por la presencia de defensores de causas justas. Para cruzar, hay que aprender a esquivar activistas o afrontar las consecuencias. Organizaciones como Aldeas Infantiles, Greenpeace o ACNUR ponen a mujeres de mirada tierna, figura discreta y semblante candoroso para atraer a los incautos. Cual sirenas urbanas, te atrapan con su labia y te seducen con sus nobles intenciones para que, antes de que te percates, hayas estampado tu firma en un documento que te quita 10 euros al mes para algún desamparado. Los que hemos sobrevivido al ataque miramos con un dejo de amargura el estado de cuenta de nuestra tarjeta bancaria. Lo mejor para evitarlas es cerrar los ojos, rezar un padrenuestro en la mente (por aquello de la lujuria y las tentaciones) y repetir un mantra infalible: “soy turista, soy turista, soy turista”.

Cuando la noche está por caer –alrededor de las nueve y media, más o menos– cambian los actores. En la explanada de Sol aparecen los mariachis. “Yo los entrevisté”, me comentó Sonia Corona, una amiga periodista de El País, cuando intercambiamos impresiones sobre la ciudad. Resulta que los mariachis de Sol no son siquiera mexicanos; se trata de un grupo de peruanos que, en la búsqueda de un modo honesto para ganarse el dinero, se enfundaron los trajes y sacaron las guitarras. Los músicos le confesaron a Sonia que aprendieron a tocar los instrumentos mirando vídeos de YouTube. Después de mirarlos un par de días, descubrí que su repertorio se reduce a nueve o diez canciones vernáculas. Aún así, los mariachis apócrifos ponen el ambiente bohemio que atrae a españoles, mexicanos y anexos por igual a cantarle (y a veces, hasta bailarle) al amor y al despecho.

Así mismo, emergen los vendedores ambulantes; en su mayoría, nigerianos, congoleños o pakistaníes. Los más discretos son los proveedores de cervezas, quienes ofrecen (en un muy mal español) una Mahou bien fría por un euro. Los más obvios venden bolsas, carteras, relojes o películas; algunos, con réplicas casi exactas de marcas de diseñador. Estoy seguro que más de uno habrá caído en la tentación de adquirir una para presumir, de vuelta en su país de origen, que su accesorio es europeo. Pero lo mejor es cuando llega la policía. Nunca hay confrontación: basta con que un oficial se asome para que los vendedores emprendan la huída. No se van demasiado lejos, pero los policías nunca los persiguen. Es como si su trabajo fuera ahuyentar a las moscas, a sabiendas de que, sin importar el esfuerzo, volverán a aparecer cuando se pierdan de vista.

Si uno se queda lo suficientemente tarde –yo calculo, después de las tres o cuatro de la mañana– es posible mirar cómo la actividad mengua. Los trasnochados se dirigen a los locales de pizza (el equivalente a los puestos de tacos) antes de irse a dormir. Otros más esperan aguzados a que las gringas salgan fumigadas de los bares para llevárselas a la cama. La plaza se vacía, salvo por un par de casas de campaña. Porque, a pesar del ajetreo matutino o el frenesí nocturno, la acampada no se va. No quedan artistas ni mariachis ni vendedores ni turistas. Sólo ellos, impasibles, esperando otra noche más a que salga el sol.

3. Turismo de activismo

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

A pesar de todos sus especímenes, la atención de los guiris –españolismo para designar a los extranjeros, principalmente a los estadounidenses–, se centran en la acampada de Sol. La popularidad del asentamiento de los indignados era equiparable con la de la estatua emblemática del oso y el madroño, como si la inconformidad social fuera otro símbolo de la ciudad. Los visitantes, entre curiosos y extrañados, se acercan con cautela a los círculos de jóvenes sentados en el piso; escuchan disimuladamente sus discusiones, les miran de reojo, les estudian con extrañeza y fascinación. No sé si se toman la molestia de comprenderlos, pero estoy cierto que les prestan muchísima atención.

Al igual que muchos visitantes, yo me pasaba horas fotografiando los mensajes de protesta, los volantes enérgicos, las pintadas en las calles, las frases de inconformidad. Los menos profesionales nos servíamos de la lente de un teléfono móvil para perpetuar la memoria; los más preparados situaban el tripié y la cámara réflex. De las fuentes, coronados por un cerco de flores, emergían carteles con diferentes consignas. “Los violentos sirven… a ellos”, “¡Derechos a todos!”, “Pueblo manso, buen esclavo”, gritaban las hojas de papel que brotaban, abruptas, entre la flora veraniega. Los muros de los comercios reclamaban contra el capitalismo, la vendimia y el consumismo; mientras que las mantas flotaban entre estatuas y balcones.

Todo este espectáculo estaba coronado al centro de la plaza, donde la acampada había establecido su estructura central. Las paredes, decoradas con coloridas imágenes, combinaban símbolos de paz y de anarquía. Lo mismo se veía la paloma de la paz que la máscara de Guy Fawkes. De ese lugar emergían, cual termitero, los dichosos perroflautas. Al mirarlos, se puede deducir que han sido cortados con la misma semántica; todos, con una apariencia heterogénea pero un aura similar: gafas de pasta, faldas vaporosas, rastas, camisas de manta, pantalones cortos, sandalias, mochilas, morrales. Es como si para estar en sintonía también hay que estar en la misma moda.

Eso sí: en ningún momento el cuartel general de los indignados interrumpía con las actividades diarias de la zona. Los detractores del movimiento criticaban que su presencia afectaba a los comercios. Por el contrario, los integrantes se habían mimetizado con el ambiente, como si siempre hubieran formado parte de la pintura. Se les veía charlar, reír, discutir, llamar a la gente, entregarles folletos, darles información, explicarles pacientemente su lucha, su causa y sus porqués. En el fondo, la acampada se había convertido en el quiosco de un turismo diferente: un turismo de activismo, como si entrar a Puerta del Sol te convirtiera en un corresponsal, un fotoperiodista, un testigo único.

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

4. Revuelta de una noche de verano

“Debes traer dos cosas: un protector solar y un babero. El primero, por el sol; el segundo, por las chicas”, me dijo Manu Contreras, un colega español, cuando le comenté sobre mi visita. Sin embargo, yo no sentí tanto calor como me habían pronosticado. “Te ha tocado un verano inusual”, se excusaron. Por alguna razón, mis primeras dos semanas fueron acompañadas por una refrescante onda fría, por lo que la temperatura rondaba unos agradables 25 ó 27 grados centígrados. Sin embargo, con la entrada de agosto, el termómetro comenzó a ganar terreno. Como si la meteorología tuviera una correlación con la sociología, también las calles comenzaron a ebullir.

El 2 de agosto, la policía desalojó a los pocos indignados que aún quedaban en la plaza, en un operativo desproporcionado que mantuvo cerrada a Sol por varias horas. Para su desgracia, esta torpe estrategia causó una reacción en cadena. La gente, convocada por las redes sociales, comenzó a acudir en defensa de los manifestantes. Yo estaba en mi oficina, así que bajé a la plaza para mirar lo que ocurría. Armado con mi BlackBerry, pude documentar la agitación de ese momento. Ante el cierre de Puerta del Sol, cientos de personas se congregaron en Callao para discutir los sucesos y reclamar al gobierno por su acción. Preciados estaba a reventar: además de la afluencia convencional, ríos de gente desembocaban desde las calles aledañas. Se había encendido el mechero.

Caminé hasta Sol. El acceso estaba cerrado por un grupo de seis o siete oficiales, quienes permanecían de pie resistiendo los insultos y los gritos. Al lado, los comercios seguían abiertos, por lo que aproveché para meterme a una tienda departamental para tomar una foto desde el aparador que da a la plaza. La imagen me quedó grabada: la plaza estaba completamente vacía, ocupada por cuatro o cinco furgonetas de la policía. Donde siempre vi algarabía, ahora sólo estaba un enorme espacio gris.

Las cosas no mejoraron en los días subsecuentes. A la mañana siguiente, el tránsito era reservado. Los turistas miraban con extrañeza la presencia de la policía. Por la tarde, volvieron a cerrar Sol. Esta vez decidí esperar un poco más, a que cayera el manto de la noche. El ambiente era extraño. Las tiendas, cerradas por precaución, se encontraban completamente pintarrajeadas. Los carteles –improvisados en trozos de cartón u hojas de papel– señalaban consignas de todo tipo, pero señalaban a un principal culpable: la visita del Papa Benedicto a Madrid. Sí, la orden de desalojo de Sol se dio por la inminente llegada del pontífice, ya que la capital española albergaría las Jornadas Mundiales de la Juventud.

En la bocacalle de Preciados se juntaron doscientas o trescientas personas a protestar. En el cielo, sobrevolaba un helicóptero a muy baja altura, con su taka-taka crispándonos los nervios. Entre los rumores se hablaba de intervención policial, de represión, de gases lacrimógenos. El nerviosismo era palpable. Aún así, los vendedores de cerveza aprovecharon para colocar algunas latas entre las gargantas más sedientas. Los contingentes eran menos numerosos en otros accesos. En el de Plaza Mayor sólo eran 50 ó 60. Ahí aproveché para colarme a un McDonalds cercano y tomar fotos de Sol desde su balcón. Asomado, miré cómo los manifestantes lanzaron decenas de aviones de papel contra los polícias. “Éstas son nuestras armas, éstas son nuestras armas”, gritaron eufóricos. Al final, los papeles terminaron por invertirse. La policía tuvo que acampar varias noches en Sol para evitar el regreso de los manifestantes.

5. Veintiocho días después

Foto: Berenice Pérez Ramírez.

10 de agosto. Voy camino a la Terminal 4, para regresar a México después de pasar 28 días en Madrid. Las protestas no han terminado del todo. La respuesta desproporcionada del gobierno a la acampada reavivó el hartazgo de la población. Mal momento, ya que la visita papal se encuentra a la vuelta de la esquina. Como si a esta batalla le faltara un componente religioso, se viene la pelea entre católicos y ateos. A los actores de Plaza del Sol hay que sumarle a una mujer que vocifera milagros junto a la estatua del oso y el madroño –cuenta, además, con una traductora simultánea al inglés para esparcir más la palabra–. El día antes de mi retorno, alcanzo a ver fotos de Benedicto XVI entre las postales para los recuerdos.

Por alguna razón, me siento como un corresponsal de guerra después de una larga cobertura. En cierto modo la he hecho, aunque de modo privado para mis seguidores de Twitter. Mi última noche en Madrid la paso con Sonia, la periodista, recorriendo las tiendas de regalos para las compras de pánico. Mientras miramos las bolsas que vende un nigeriano, le prometo publicar una pieza sobre esta experiencia. Antes de regresar a mi departamento, me quedo un rato más escuchando a los mariachis. Una pareja baila al compás de una canción que no consigo recordar, pero que estoy seguro que no fue pensada para la danza.

De vuelta, camino al lado del Parque del Retiro. He oído que han instalado confesionarios para los visitantes. Me río, pensando si han puesto alguno cerca de la estatua del Ángel Caído, única representación escultórica de Lucifer en todo el mundo. Ya en casa, pienso en los últimos días: la rebelión, las pancartas, los perroflautas. Acomodándome en el sillón donde dormí por casi un mes, recuerdo esa primera vez en Puerta del Sol (confieso que le he tomado un gusto culpable a la Mahou, a fuerza de tomarme por lo menos una al día). Entonces, suspiro. Caigo rendido, pensando en mi vuelta a México. Es mi última noche en otro continente, y ahí estoy, tan dueño del mundo como lo está cualquier viajero a punto de regresar a su terruño.

*Este artículo aparece en la edición No. 7 de la Revista Aldeano, que actualmente se encuentra en circulación.

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