Foto territorio / Ensayo autobiográfico

Daniela Bohórquez

Me gusta ordenar, me da paz mental. En una tarde de ocio y ansia por ocupar la mente comencé a revisar y encarpetar fotografías en un disco duro. Encontré varias de doce años atrás, Francesco era pequeño, yo estaba comenzando mis treinta. Una fotografía desató en mí una serie de cuestionamientos, tristezas, recuerdos.

En la foto, estamos en el Museo Soumaya, en la ciudad de México. Francesco tendrá casi un año, estamos sentados en una escalera. Lo tengo en brazos, Marco está de espaldas, agachado amarrándole las agujetas. Francesco es el único que mira a la cámara. Nos acabábamos de dar cuenta que tiene fiebre.

Observo esa fotografía como si fuera la primera vez y siento una profunda compasión por mí. Me veía tan bien y me sentía tan mal viviendo en aquel cuerpo transformado por la maternidad. Aún puedo sentir la incomodidad física. A pesar de que la ropa es holgada, me asfixia. Esos kilos que me han quedado estorban. En la imagen luzco tranquila, por dentro mi mente es un caos. No se nota, pero recuerdo que mis pensamientos no paran, hormonas y emociones en una sinapsis esquizofrénica llena de duelos. Me he convertido en una madresposa. Amo a esa criatura, pero estoy experimentando un cansancio que no conocía.

Con curiosidad malsana sigo mirando fotos, sabiendo que caeré en estados incómodos. En la mayoría de las imágenes no me gusto, tengo el desagrado adherido en la piel. Siempre hay algo que no va. Quiero entender de dónde viene el malestar. Ir a la raíz. Paso unos días revisando los hitos que me han llevado ahí.

A los seis años escucho a mi mamá decir que mis piernas están flaquísimas, son dos popotitos, entona una canción. Los adultos me preguntan si como bien. No está bien ser flaca, asumo. A los doce, mi mamá está preocupada por el desarrollo de mis senos, interpreto que hay algo malo en ello, tiene miedo a que sean grandes. Propone vendarme para evitar que me crezcan, mi hermana le dice que no. Yo no logro entender lo que sucede, me siento observada. Claro que crecen y no me siento bien. El suéter y las sudaderas escolares los disimulan. Comienzo a odiar las telas muy delgadas. Aún hoy me incomodan. Al terminar la primaria, veo que mis amigas se han quitado los vellitos de las piernas, le pregunto a mi mamá si puedo hacerlo también.

A los quince, escucho la voz de mi tía -Tienes panza. Debería comenzar a maquillarme, dicen. Veo a mi prima comer poco y hacer tratamientos para ir de vacaciones a la playa, me comparte la lista de ejercicios que hace todos los días, dice que si la repito en dos años tendré nalgas, evidentemente fallé y nunca la hice. En el refrigerador siempre hay nuevas dietas pegadas, son de mi hermana. Mis amigas de la secundaria están obsesionadas con ir al gimnasio. Crezco escuchando a mi mamá lamentarse por su tono de piel morena, por ser apiñonada, y repite una y otra vez cómo cambió su panza con los embarazos, quedó destruida dice…Tiño el cabello de mi suegra cada mes porque se siente mal con sus canas y veo que a sus ochenta años sigue preocupándose por no comer demás para no tener panza.

Llevo el tema a terapia. Hablo de mis descubrimientos, noto que todas las involucradas son mujeres. Tengo claro que al final no es su culpa, son también víctimas. Mujeres lastimando a otras, a las que más quieren. Entonces, la psicóloga me lleva a revisar también la participación de los hombres. De los cercanos, de los que más me han querido. Por días, me quedo mal. No tengo paz. Descubro, de nuevo, el patriarcado lastimero. Ese que nos hace odiarnos. De nada sirve tener la cabeza llena de textos académicos y literarios feministas, esos que desde los años universitarios me han acompañado en una búsqueda abierta y en movimiento: Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Marcela Lagarde, Almudena Grandes, Rosa Luxemburgo, Alfonsina Storni, Silvia Federici. Hoy me parece que tampoco son útiles las reflexiones con amigas, los discursos que se esfuman; nos descubro en una eterna lucha entre nuestros pensamientos y nuestro actuar. Según yo, las decisiones importantes de mi vida las he tomado yo. Farsa total. El machismo ha sido más fuerte. Mi yo del pasado ha aceptado lo inaceptable, opiniones no pedidas sobre mi cuerpo, críticas y comentarios que he intentado pasar por alto.

En mi mente quedan las reflexiones del programa de radio Campo de Fuerzas de mi amiga Katya Mora, ella cita a Yásnaya Aguilar y a Ursula K. Le Guin; voy tejiendo ideas pragmáticas. Descubro a mis ancestras víctimas del colonialismo, capitalismo y patriarcado. Los orígenes indígenas deben borrarse, es importante olvidar sus lenguas. Intentan blanquear el árbol genealógico, relacionándose con base en el color, este país racista aplasta si no lo hacen, celebran por cada infante que nace con la piel clara, le adoran, le quieren más, será siempre el güerito o la güerita. Imitan inútilmente los comportamientos de las mujeres de clases privilegiadas. Deben ser delgadas; lo que no saben es que importa lo que comes desde que naces. Gastan lo que tienen en lucir como va dictando la moda. Les cambian los deseos. Modifican el tono de sus cabellos, muchas no porque quieran; simplemente se hacen rubias, las menos atrevidas se hacen rayitos. Una vez leí, no me acuerdo en dónde, que México es uno de los países que más tintes rubios consume, siete de cada diez mexicanas lo usa. Tienen que verse guapas, mantenerse en forma, cerrar la boca, estar siempre arregladas para ser escogidas y ser queridas. Arreglada, escogida, palabras fulminantes. Bisabuelas, abuelas, tías y madres arregladas, escogidas, preocupadas por ser queridas; buscando aprobación de  Ellos. Una población mestiza, raza de bronce, doblegada ante los estándares de la belleza occidental, europea.

Los discursos van introyectándose de generación en generación, viajan a través de la sangre, violentos, a través de comentarios sutiles y otros no tanto, de consejos no pedidos, críticas deliberadas, comparaciones, cremas blanqueadoras y bromas de mal gusto. He crecido con todos estos prejuicios. Pierdo la fe en que esto cambie, tengo la sensación de estar frente a un gran muro.

Por años he querido revelarme estúpidamente no tiñendo mi cabello, rechazando ser escogida, detestando la vanidad y el culto al cuerpo, pero me cuestiono ¿Qué tanto estos prejuicios me llevaron a enamorarme de un europeo? ¿Aplaudirán mis ancestras que mis hijos sean blancos? ¿Intenté dar gusto con mis decisiones reproductivas?

Me lastima pensar en cada niña que se mira al espejo y no se ama. Me pesan los comentarios que se han hecho y se hacen sobre mi persona. Me duele ya no solo mi sufrimiento, me duele el de todas. Esto no se repetirá jamás. Solo queda la utopía de cambiarlo todo. Empezar por lo pequeño. Tratos suaves. Límites claros. Impulso. Distancia de quien daña. Aceptación de nosotras mismas. Amor propio. Libertad. No llegaré a mis sesenta años con nostalgia fotográfica de los cuarenta. Resignifico esa fotografía, me quiero así como luzco. Miro el paso del tiempo, amorosa. Sin pensarlo saco la cámara, me tomo el tiempo; hace mucho que no hago un autorretrato.

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