Lado B
La apropiación privada del espacio público en Puebla
Por Alejandro Badillo @alebadilloc
29 de agosto, 2023
Comparte

En la ciudad de Puebla, justo enfrente de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), existe un espacio público llamado Plaza de la Democracia. Justo enfrente del inmueble universitario está el Hotel Colonial, un negocio conocido por los transeúntes que frecuentan el Centro Histórico poblano. Hace unos meses el lugar estuvo en el centro de la polémica por la poda de unos árboles que daban sombra a los paseantes que se detienen en las bancas que hay en el lugar. En ese momento, opacado por el escándalo, no se mencionó que el mismo hotel responsable de la poda ilegal también había extendido su área comercial –por llamarla de algún modo– a la zona pública, pues instaló mesas y sillas para atender a los clientes que prefieren disfrutar el servicio del restaurante al aire libre.

Hace unos días el tema de la plaza volvió en una polémica entre usuarios de Twitter que, por diferentes razones, le dan seguimiento a lo que pasa en las ciclovías, áreas verdes y espacios públicos de la ciudad. Una ciudadana reclamaba la privatización del espacio por parte de la empresa y, en contraste, un usuario promotor del ciclismo urbano le contestó que las mesas no estorban a nadie, amplían las posibilidades de uso de la plaza y, además, son “para que las usemos todos”.

Cualquier lector encontrará, de inmediato, una flagrante contradicción en esto: el uso democrático del espacio público no puede ser privilegio de quien pueda pagar por un humilde café o una ostentosa comida completa en un negocio que se apropió de un área que, anteriormente, podía ser usada por cualquier persona cualquiera que sea su interés.

La idea atrás de la expansión de lo privado en el espacio público obedece a la gentrificación de los centros históricos de ciudades como Puebla que son atractivos turísticos y fuente de ingresos para un poderoso sector empresarial. Además de la continua apropiación privada de áreas en plazas, parques y calles, hay una suerte de purga de todo lo popular o de lo que, sencillamente, no cumple los estándares estéticos deseables para el turista y la élite local. Bajo esta perspectiva, la ciudad es un territorio libre de cualquier tensión social, un lugar en el que las relaciones mercantiles monopolizan la vida cotidiana. También, por supuesto, es un espacio en el que vuelcan su fantasía de una urbe detenida en el tiempo y propiedad de aquellos que quieren gozar las calles desde una dimensión estética y mirar al otro –el que rompe su utopía con su presencia desagradable– como intruso que se opone a su idea de progreso.

La ideología que normaliza la privatización de espacios comunes se vale de una mitología curiosa: demoniza al sector popular otorgándole más poder del que tiene. De esta manera, las casetas en las que se venden periódicos y revistas se convierten en centros de distribución de drogas entre otros objetivos que atentan contra la paz ciudadana. Cualquier propaganda pegada en postes y muros no sólo afea las calles, sino que forma parte de un complot cuyos hilos son manejados por organizaciones con influencia política y mucho dinero.

El intelectual Héctor Aguilar Camín, en un tuit del 2018, se quejó de la famosa letanía de “se compran fierros viejos” que, asumo, escuchaba por primera vez, y se preguntó, como cualquier teórico de la conspiración, si había alguna “organización” protegiendo el negocio que perturbaba la tranquilidad de su casa.

Lo popular, generalmente vinculado a numerosas prácticas de supervivencia, se vuelve un enemigo a modo para promover cualquier tipo de estrategias que van desde el punitivismo a la vigilancia extrema que incluye, por supuesto, revisiones ilegales a transeúntes –en especial estudiantes– que no cumplen con la norma de clase que se espera, como ha sucedido recientemente en la ciudad.

Es interesante que, por un lado, los estetas de las calles se desgañiten pidiendo multas y más multas estrictas para el criminal que pegó un papel a un poste que anuncia lecturas de Tarot y, por otro, no les parezca suficientemente grave la violación de los derechos humanos en las calles de la ciudad, además de someter al ciudadano a una dinámica continua de segregación económica.

Dejar que lo privado “pacifique” la ciudad, en particular centros históricos como el de la ciudad de Puebla, es una política que disfraza con buenas intenciones una visión perniciosa de la convivencia urbana. Normalizar que los restauranteros saquen sus sillas y mesas al espacio público –más allá de los reglamentos hechos a modo para el sector empresarial, en caso de que existan para esta situación en específico– es convertir a la ciudad en un lugar aún más antidemocrático, una imitación de un centro comercial en el que sólo existes como consumidor y no como un ciudadano con derechos.


Este artículo fue publicado originalmente en el portal Manatí.mx y se reproduce con autorización de su autor

Comparte
Autor Lado B
Alejandro Badillo
Suscripcion