Lado B
Así viven las y los médicos venezolanos que combaten la pandemia en la Argentina rural
En Argentina hay 803 médicos provenientes de la nación caribeña que convalidaron sus títulos. Leonela, Carla e Isidro pertenecen a este grupo y nos contaron historias de sacrificios y superación, de su labor médica en las comunidades rurales de Argentina
Por Red/Acción . @redaccioncomar
14 de febrero, 2021
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 Stella bin

Desde Carlos Salas, en la provincia de Buenos Aires, o Metileo, en La Pampa, hasta Fitz Roy o Jaramillo en Santa Cruz, en los pueblos rurales el miedo al contagio es el sentimiento que se repite en sus habitantes. Claro que las reacciones que ese temor provoca varían.

Mientras algunas personas descontinúan tratamientos de enfermedades preexistentes, otras hacen un seguimiento celoso de aquellos que salen del pueblo y pueden traer el virus. También están quienes, si salen para visitar a alguien o trabajar en otra ciudad, ante síntomas compatibles con COVID-19 tratan de ocultarlos, por miedo a los comentarios y al rechazo de sus vecinos. Con estas situaciones, entre otras, lidian todos los días las y los médicos que conviven con ellos y los cuidan.

Hace poco más de un año visitamos dos pueblos rurales bonaerenses para contarles cómo trabajan allí las y los médicos venezolanos que se ocupaban de cuidar la salud de todos sus habitantes. Ahora, aunque la cuarentena nos impide viajar, quisimos conversar con profesionales de la salud oriundos de Venezuela que atienden en otros poblados, para ver cómo están transitando la pandemia.

Carlos Salas, un pueblo rural bonaerense, situado a unos 400 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en el que viven cerca de 230 habitantes. Hasta allí llegó en septiembre de 2019, para poner punto final a la espera de años por un médico, Leonela Hernández. Mientras que para los 600 pobladores de Metileo, en La Pampa, el arribo de Carla Briceño, hace cuatros meses, en plena pandemia, significó poder contar con una médica radicada en el lugar. Y algo parecido vivieron en los pueblos santacruceños de Fitz Roy y Jaramillo los alrededor de 400 y 500 residentes respectivamente, cuando llegó en mayo pasado el doctor Isidro Canache.

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Leonela, Carla e Isidro son tres “de [las y los] 803  [médicos venezolanos que ya convalidaron sus títulos, desde 2018 a hoy, y incorporaron al sistema de salud público de Argentina. A ellos hay que agregar 450 que están trabajando a través del decreto presidencia 260/2020”, detalla Indira Acosta, presidenta de la Asociación de Médicos Venezolanos en Argentina que representa a mil 692 profesionales de la salud que emigraron a nuestro país.

Ansiosa y triste, en un lugar en el que reina el miedo

En Carlos Salas, un pueblo rodeado de campos cultivados, con calles de tierra, no solo se conocen entre todos sino que forman parte de familias que entrelazan sus historias desde hace generaciones. “Un 50 por ciento de [las y] los habitantes son adultos mayores, con enfermedades como: hipertensión, hipercolesterolemia y diabetes”, explica Leonela

Ella tiene 28 años y llegó al país en octubre de 2018, después de haber trabajado durante un año en un hospital rural de Venezuela. En la ciudad de Buenos Aires la esperaba su novio, Diego Arias, que había emigrado un año antes.

“Hice los trámites de migración, de revalidación del título y empecé a llamar a las ciudades del interior de las provincias para ver dónde necesitaban médicos. Así, me contacté con el secretario de Salud del municipio de Lincoln, viajé para conocer los pueblos de Carlos Salas y Las Toscas —que no tenían médicos desde hacía años— y me conquistaron los vecinos de Carlos Salas”, recuerda Leonela.

En el pueblo, hasta ahora, no hubo casos de COVID-19 positivos. “Aunque sí estamos habilitados para hacer hisopados y a algunas personas les tuvimos que informar que debían hacer aislamiento preventivo y, en esas situaciones, muchas veces entran en pánico”, cuenta Leonela. Y claro, “también se han dado discusiones entre vecinos porque alguno considera que otro no cumple la cuarentena correctamente”, refiere la médica.

De hecho, según ella, “prevalece tanto el miedo a ser señalado o que hablen mal de uno, que la gente no consulta”. Y se pregunta: “¿Cómo puede ser que en todo este tiempo nadie vino por dolor de garganta, fiebre o síntomas respiratorios?”.

Por eso, “aunque me canso de repetir que ante el menor síntoma me llamen, temo que el miedo al ‘qué dirán’ haga que no se controlen y así terminen poniéndonos en riesgo a todos. Porque acá, por la forma de vida que tenemos —frecuentando los mismos lugares o con visitas entre las personas—, el virus se dispersaría fácilmente”, alerta Leonela.

—¿Y vos? ¿Cómo te sentís?
—Como vivo sola a veces estoy ansiosa o triste. A mi novio, que es el único familiar que tengo en el país, no lo veo desde marzo que empezó la pandemia [Diego sigue viviendo en CABA] . Antes, los fines de semana viajaba él o yo, y nos veíamos. Es más, tenía los pasajes para ir a ver a mi familia a Venezuela, en agosto pasado. El sacrificio es grande.

—¿No te hiciste de amigos en el pueblo?
—Sí, tengo una amiga de mi edad, que tiene tres hijas que me alegran la vida. Ella me invita a cenar, vamos a caminar juntas. Me da mucha tranquilidad tenerla, ha sido muy solidaria conmigo.

Si bien ejerce su profesión y eso la hace feliz, entre los deseos postergados de Leonela está seguir estudiando y especializarse. «También tener hijos», reconoce. Y agrega que ahora Argentina le genera mucha incertidumbre: «Estoy enamorada de este país, quisiera hacer raíces acá, tener mi casa. Pero siento que se empieza a parecer a mi Venezuela y eso me desconcierta. Mi miedo más grande es tener que emigrar de nuevo».

Mudarse en pandemia y con un bebé

Con similares características a las de los habitantes de Carlos Salas, y también sin casos positivos, es la situación de Metileo. Aunque allí, “las consultas por enfermedades preexistentes se han sostenido”, subraya Carla Briceño.

Ella tiene 30 años y hace cuatro meses llegó al pueblo desde la ciudad de Buenos Aires con su esposo y un bebé de dos meses. Carla y su esposo, que es abogado, emigraron de Venezuela hace dos años y medio.

“La mudanza al pueblo no fue fácil, en plena pandemia y con un recién nacido. Pero la gente es muy amable y estoy contenta de poder ayudarlos en este momento, de ejercer como médica”, reconoce Carla.

En la unidad sanitaria, su equipo se completa con dos enfermeras y dos choferes de ambulancia. “Lo que sí establecimos fueron días específicos para consultas de medicina general, controles de niños sanos y embarazos. De esta manera estamos preparados para recibir otro tipo de urgencias o pacientes que refieran síntomas de COVID-19, sin poner en riesgo a otros enfermos”, explica la médica.

—¿Qué es lo que más cuesta sostener en cuarentena?
—Hasta hace poco, en la provincia casi no había casos, todo ha sido preventivo. Sin embargo, creo que lo que más le ha costado a la gente es sostener el aislamiento. Las veces que tocó aislar a alguien la situación siempre se puso tensa. Pero yo sé que, de aparecer un caso positivo y no hacerse las cosas a tiempo, se pueden generar gran cantidad de casos. Porque los habitantes tienen contacto entre ellos y hay ancianos o personas con patologías crónicas, a las que hay que cuidar.

De la brisa tropical al sur del sur

En menos de un año y medio, Isidro Canache pasó de vivir y trabajar en la caribeña ciudad de Barcelona, en la costa venezolana, a ocuparse de la salud de los habitantes de Jaramillo y Fitz Roy, en la fría y ventosa Santa Cruz.

Hoy, la vida de este médico de 31 años transcurre 15 días en estos pueblos —distantes unos 20 kilómetros entre sí— y 15 días en el hospital de Caleta Olivia o el de Río Gallegos. La quincena que no está en los puesto sanitarios, es porque se turna con otro médico.

Mientras permanece en la zona rural, duerme en una habitación reservada para el médico de turno, en el puesto sanitario de Fitz Roy. Cada mañana, a las 8, llega a Jaramillo y atiende hasta las 11 horas. Apenas termina, vuelve a Fitz Roy donde recibe pacientes entre las 11.30 y las 15 horas. A partir de ahí queda en guardia pasiva. Es decir, si un paciente lo requiere puede llamarlo e ir a verlo al puesto sanitario o él trasladarse a verlo en su domicilio.

En ambos pueblos, “el 50% de la población está compuesta por adultos mayores con enfermedades cardiovasculares en su mayoría”, puntualiza Isidro. Y sí, “hubo infectados de COVID-19 en Fitz Roy, unas 15 personas que ya están recuperadas. Mientras que en Jaramillo solo tuvimos una persona contagiada, que ya sanó también”.

—¿En estos meses las personas siguieron consultando o por temor dejaron de hacer el seguimiento de sus enfermedades preexistentes?
—Por un lado, la demanda aumentó porque ante cualquier síntoma respiratorio consultan, por el COVID-19. Pero, por otro lado, pacientes tiroideos o hipertensos a los que habíamos empezado a medicar, dejaron de hacerse los controles y siguieron automedicándose. Y esto terminó dañándolos. Es decir, terminaron llamándonos por picos de tensión o malestares relacionados al mal funcionamiento de la tiroides.

Los habitantes de ambos poblados “son muy celosos”, reconoce Isidro. Y explica: “Si llega alguien de afuera, están pendientes de que no salga del hotel, usan barbijo, tratan de no reunirse y se toman la temperatura”.

Además, a las personas que no pueden ir a comprar sus medicamentos o alimentos, “la Comisión de Fomento, que es la representación del estado en estos lugares, les hace las compras en Caleta Olivia y se las alcanza”, puntualiza el médico.

A pesar de la diferencia climática y de ambiente, la Patagonia le gusta mucho a Isidro. “Mi sueño es hacer una especialización en cirugía general en Buenos Aires o Córdoba, para volver a establecerme en la Patagonia. Y apenas pueda, traer a mi novia y que ella siga estudiando Medicina acá, que es la carrera que está cursando en Venezuela. Argentina brinda la posibilidad de estudiar y quiero aprovecharla”.

Otro aspecto que rescata el médico venezolano de los argentinos es la amabilidad: “Siempre están dispuestos a ayudarte y viven su día a día con mucha intensidad. Eso me motiva a querer participar en la sociedad, querer saber sobre sus costumbres, su historia. También valoran los esfuerzos que uno hace”.

Por último, Isidro agrega: “La gente en Argentina no da muchas vueltas, no tienen filtro para decir que algo está mal. Pero así como te pueden retar, también te dan un beso y un abrazo, son muy transparentes. Y eso me gusta mucho. Que me incluyan de esa manera en su día a día”.

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Esta nota fue originalmente publicada en el medio RED/ACCIÓN, de Argentina, y es republicada como parte de la Red De Periodismo Humano.

 

*Foto de portada: Pablo Domrose

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