La pandemia por COVID-19 ha puesto en evidencia que, a pesar de los avances en materia de acceso a la educación básica y los anhelos de educación superior universal, la desigualdad sigue siendo uno de los grandes retos del sistema educativo; y que en pleno 2020 nuestro país no ha logrado atender a lo que en 1973 la UNESCO, a través del informe Aprender a ser: la educación del futuro, ya manifestaba, no solo como una aspiración, sino como una urgencia: la equidad en el acceso a formas innovadores de formar al ser como sustento del bienestar social y la democracia.
Otra realidad que ha saltado a la vista, a partir de la crisis que estamos viviendo, es que las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC) son un privilegio de pocos, tanto en términos instrumentales (quien posee los dispositivos), como cognitivos (quien es capaz de utilizarlos para enseñar y aprender).
A pesar de los llamados de organismos internacionales a educar para el desarrollo de las competencias necesarias para desenvolverse en entornos que se caracterizan por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad, el sistema educativo mexicano sigue dando prioridad a invertir la mayor parte del tiempo a formar en contenidos curriculares poco relevantes y descontextualizados, marginando las oportunidades de desarrollo de las habilidades para aprender a conocer, a hacer, a vivir juntos y a ser, los pilares de la educación que la UNESCO definió en 1996 para el nuevo siglo en su informe La educación encierra un tesoro.
Estamos observando en este extraño ciclo escolar que, mientras en algunas escuelas y universidades privadas y públicas situadas en contextos urbanos ha sido posible dar continuidad a procesos educativos significativos en los ya prolongados meses de confinamiento, gracias al uso de las TIC y a la disposición de docentes, estudiantes y sus familias de continuar aprendiendo. Existen otros contextos en los que la falta de acceso a internet, así como las condiciones de marginación y violencia que se viven al interior de los hogares, han impedido que se pueda considerar a la educación de calidad como un bien universal.
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Creo que es importante que se señale insistentemente que esta condición de desigualdad, no es un producto de la pandemia, es una realidad que se pone en evidencia por la contingencia, pero que existe incluso en circunstancias de “normalidad” y que la UNESCO ya había señalado en su primer informe del siglo publicado en 2015 y titulado: Repensar la educación: ¿hacia un bien común universal?
Como especialista en innovación educativa y promotora de la integración ética de las TIC en los procesos de aprendizaje, puedo afirmar que el cambio más urgente para lograr disminuir estas brecha no consiste solamente en brindar acceso a internet, sino que está relacionado con la alfabetización en métodos y herramientas para lograr transformaciones personales y sociales profundas, que permitan a las nuevas generaciones y a los tomadores de decisiones en materia de política educativa, no solamente percibir la alarmante inequidad de acceso a los recursos más elementales para educarse en este milenio, sino a sentir una profunda indignación y a tomar acción para modificar estas circunstancias.
Conocimiento (conocer), competencias (hacer) y cooperación (vivir juntos) no serán suficientes, hace falta el pilar más importante de cualquier innovación: la capacidad de APRENDER A SER desde una perspectiva humanista. No a ser un profesionista, no a ser un trabajador eficiente, no a ser exitoso (saber conocer, hacer y convivir casi garantizan lo anterior). Aprender a ser persona implica percibir la injusticia, indignarse con ella y actuar en consecuencia. Conmoverse con el sufrimiento propio, pero también con el dolor del otro y hacer lo necesario para consolarlo.
Aprender a ser implica mirar, estudiar y aprender del punto más ciego de la modernidad: uno mismo. Comprender profundamente al YO en relación con el otro y con la naturaleza, para reconstruir esas rupturas que parecen insalvables y que hacen ver a las crisis sociales o ambientales como irreparables a pesar de que ya se cuentan con toda clase de avances de la ciencia y de la tecnología que nos permitirían prevenir y resolver cada una de las crisis que enfrentamos.
Lo anterior pone de manifiesto la urgencia de centrar los esfuerzos de innovación en la educación en su pilar más frágil: APRENDER A SER.
La última invitación de la UNESCO a repensar la educación del futuro con la mirada puesta en el 2050, tiene como eje “aprender a transformarse” y creo que estamos ante una oportunidad única en la historia reciente de contribuir en las conversaciones para pensar juntos en ¿qué es lo que es necesario transformar?, ¿cuál es el futuro que deseamos construir y cuál es el rol de las escuelas en esta transformación? ¿Enfrentamos una crisis de salud, económica o de equidad o una crisis de valores humanos que ocasiona todas las anteriores?
Parafraseando a Boaventura de Sousa Santos, la pandemia ha sido una pedagoga cruel, pero ha sido muy eficiente en señalar las grandes carencias de la educación formal actual en nuestro país, particularmente la de estar conformada por instituciones que reproducen condiciones para la inequidad y la cultura del individualismo, instituciones que han sido incapaces de formar personas que sientan compasión por sí mismos y por los demás.
Las recomendaciones de la UNESCO y otros organismos internacionales transformarán poco, si cada una de las personas que somos parte de una comunidad escolar, no buscamos con urgencia la manera de aprender a ser o como decimos en mi universidad: de aprender a ser para los demás.
*Foto de portada: Freepik
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