En la década de los cincuenta aparecieron las primeras plantaciones de palma aceitera en Ecuador. Desde entonces todos los gobiernos han impulsado la expansión de palmicultoras que, muchas veces, a su paso han provocado que queden ríos contaminados, suelos debilitados y poblaciones acorraladas.
La provincia de Esmeraldas, con 108 711 hectáreas sembradas, según el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), es el territorio más afectado. Pero también hay ríos y esteros contaminados en la Amazonía norte, donde la tala de bosques ha desplazado poblaciones enteras desde hace seis décadas.
En Esmeraldas, la expansión de la palma amenaza a comunidades afro como Guadualito y Barranquilla, y al pueblo indígena awá; y en la selva amazónica, las palmicultoras contaminan las fuentes hídricas de la nacionalidad Siona-Siekopai. A pesar de que han presentado evidencias, el Estado no ha detenido estas actividades ni se han reparado los daños a los ecosistemas y a las personas como se ordena en algunas sentencias judiciales.
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Mongabay Latam y La Barra Espaciadora encontraron tres diferentes tácticas utilizadas por algunos industriales de la palma en Ecuador para expandir sus plantaciones: rodear, invadir y aislar. En la provincia amazónica de Sucumbíos, los pueblos indígenas siona y siekopai han visto cómo a lo largo del tiempo la palma aceitera ha ido rodeando sus territorios y generado divisiones dentro de las comunidades, al convencer a algunas personas indígenas que siembren dentro de sus tierras. En el Chocó biogeográfico, en la provincia de Esmeraldas, comunidades afro e indígenas awá denuncian la invasión de sus tierras. Finalmente, también en Esmeraldas, un líder afro se resiste a vender sus tierras a la palmicultora de la zona y hoy su finca se encuentra completamente aislada entre cientos de hectáreas de monocultivo.
Peces como el bagre pintado, carachamas, bocachicos, palometas, turuchicos, barbudos y singos han sido parte de la dieta de los siona-siekopai y de los demás habitantes amazónicos. Sin embargo, la contaminación de las aguas está acabando con ellos/ Foto: Nacionalidad siekopai
Cientos de peces muertos flotan sobre el río Shushufindi, en la Amazonía norte de Ecuador. Hace treinta años, el río todavía alimentaba al pueblo indígena Siekopai y con sus aguas sus habitantes cocinaban, lavaban y tomaban baños. Pero ahora el Shushufindi está contaminado.
Justino Piaguaje, presidente de la comunidad Siona-Siekopai, una población ancestral que habita en Ecuador y Perú, advierte que su territorio colinda con unas 20 000 hectáreas de plantaciones de palma de propiedad de Palmeras del Ecuador, una compañía del grupo Industrial Danec S.A. que siembra en la zona desde hace unos 50 años y es la segunda compañía más grande del sector palmicultor en el país —después de La Fabril—, con ingresos de 247,43 millones de dólares al 2019. Las comunidades están completamente rodeadas por este monocultivo.
El cerco de la palma, para los Siona y Siekoapai, se empezó a consolidar hace ya muchas décadas. Cuando Piaguaje era niño ya había cultivos en el mismo lugar donde sus padres y abuelos cazaban y pescaban para comer, pero con el tiempo, la tala de bosques aumentó y esas plantaciones los rodearon.
La comunidad Siekopai cuenta hoy con 723 personas que viven en 39 000 hectáreas de selva en la provincia de Sucumbíos, en la parroquia San Roque del cantón Shushufindi, y comparten su territorio con la nacionalidad Siona, compuesta por unos 400 habitantes dispersos en distintas comunidades. Para todos, el río Shushufindi ha sido una de sus principales fuentes de alimentos y de riego, pero hoy es casi un río muerto.
En abril de 2020, los siekopai reclamaron al Gobierno por la falta de atención ante la amenaza por la pandemia de COVID-19 y exigieron explicaciones por la aparición de miles de peces muertos, precisamente en zonas donde hay desagües ilegales de desechos que generan las palmicultoras.
Lina María Espinosa, defensora de Derechos Humanos y miembro de la organización internacional Amazon Frontlines, cuenta que el Ministerio del Ambiente y Agua (MAAE) recibió el reclamo pero nunca respondió ni dispuso inspecciones. El MAAE nos aseguró en un comunicado que en todo el territorio ecuatoriano “no se ha identificado el establecimiento de cultivos de palma como amenazas, porque no se registran al interior de las áreas protegidas”. El documento reconoce, sin embargo, que las plantaciones de palma están “a 17 km aproximadamente al Norte del Parque Nacional Yasuní”, y que hay plantaciones en “el sector denominado Ciudad Blanca, por la vía al Auca, ubicada a 13 km al límite Oeste del Parque”.
Nathalia Bonilla, presidenta de la organización Acción Ecológica, está convencida de que “el rodear es una especie de acoso” que practican las empresas. Esas dinámicas han ocurrido también en Malasia e Indonesia, donde el desastre ecológico es casi irreversible. “Usan el mismo modelo: los grandes palmicultores se esconden a través de los pequeños”, explica. “El territorio siekopai está en una suerte de isla que está rodeada de actividad petrolera, de palmicultores y de colonización, y esa colonización ha llegado atraída por la actividad petrolera y la actividad palmicultora. Los impactos han sido la disminución de la cacería y de la pesca”, complementa Espinosa.
Las palmicultoras necesitan agua para operar. Por eso, sus plantas extractoras se instalan junto a fuentes hídricas. Los tanques en los que ‘cocinan’ la fruta de la palma guardan los residuos que luego se cuelan hacia las fuentes hídricas. “Lavan esa cosa grasosa y la almacenan en una piscina. Cuando ya se satura, empiezan a verter en los esteros”, explica Justino Piaguaje.
Pero César Loaiza, encargado de las relaciones institucionales externas de Danec S.A., contradice a Piaguaje y dice que en esas piscinas “hasta ya hay peces”. Loaiza asegura que “la palma tiene un karma” como consecuencia de los casos de Indonesia y Malasia. “La palma es uno de los cultivos más nobles que tiene la agricultura, se siembra y no se vuelve a tocar en 40 años”, exclama.
Rafael Cárdenas, biólogo investigador de la Estación Científica del Parque Nacional Yasuní y estudioso de los ciclos de micronutrientes en la selva, explica las consecuencias de los pesticidas en un suelo arcilloso e impermeable como el de la Amazonía norte de Ecuador. “Las toxinas caen a la arcilla de los suelos y el primer aguacero se las lleva, van al río y a los ríos grandes y empieza una cadena: mata hongos y bichos al principio, luego matará a los bichos de más allá; si los peces consumen un bicho muerto por pesticidas, la contaminación empieza a acumularse, eso se llama bioacumulación de toxinas: el pez más grande, que es carnívoro, se come al más pequeño que había comido bichos muertos por pesticidas, y los seres humanos consumiremos todas las toxinas acumuladas”, ilustra el científico.
Desde que llegaron a sus territorios —cuenta Justino Piaguaje—, las palmicultoras han perfeccionado “tácticas para evadir las leyes ecuatorianas que protegen la naturaleza”. De acuerdo con el líder indígena, las que llegaron en los noventa tumbaban los árboles más grandes y esperaban un tiempo, “así fueron extendiéndose hasta el límite del río Shushufindi que colinda con Palmeras del Ecuador”.
Según los habitantes de la Amazonía, tácticas de acoso, como el cercar sus comunidades, se conjugan con estrategias caritativas. En el 2008, Palmeras del Ecuador implementó el Proyecto Cultivos Inclusivos, que convocó a 30 familias —20 de ellas Siekopai— y gestionó préstamos del Estado para impulsar emprendimientos locales. Pero Piaguaje cree que el Estado entregó créditos y omitió informar que el ciclo de la palma requiere de al menos tres años desde la siembra hasta que sea productiva. Los palmicultores “convencieron a esas 20 familias y les sirvieron de garantes para tener 20 000 dólares y cultivar”. Durante esos tres años tuvieron que dedicarse a la siembra y cosecha de otros productos o al comercio informal para sobrevivir, y adquirieron una deuda que con los años se multiplicó, y eso generó un ciclo de dependencia.
Por su parte, Loaiza, de Danec S.A., dice que el Proyecto Cultivos Inclusivos “ha sido su redención, su salvación [para personas indígenas], porque ahora tienen ingresos estables permanentes […] durante 30 años”.
Justino Piaguaje dice que se licenció en Gestión para el Desarrollo Local Sostenible para bloquear la expansión de las palmicultoras. Para este dirigente siekopai, la presencia de esta industria ha implicado también una grave división interna. “Cuando estas familias entran a la palma pierden el esquema social de la comunidad, no hay mingas ni reuniones. Es un quiebre cultural. Rompen los esquemas sociales de vida y también los esquemas familiares”, dice. Lina María Espinosa asegura que “algunos siekopai participan de esa actividad porque lo encuentran como un sustitutivo para la generación de ingresos, y eso ha provocado conflictos comunitarios”.
La comunidad indígena awá protestando frente al Palacio de Gobierno, en el Centro Histórico de Quito en 2007 / Foto: Julianne A. Hazlewood
La geógrafa estadounidense Julianne Hazlewood llegó en 1997 a La Ceiba, una comunidad habitada por indígenas chachi y un año más tarde supo que se instalaría la primera palmicultora en la zona. Ella cree que, a partir de ese episodio, San Lorenzo “se tornó casi irreconocible”. Desde entonces sigue de cerca los procesos de expansión de la industria en la provincia de Esmeraldas.
Hazlewood —cofundadora de la Fundación Roots & Routes IC— mostró cómo en San Lorenzo la superficie palmicultora pasó de 276 hectáreas en 1998 a 22 519 en 2007. Ya en el 2020, según cartografía remitida a Mongabay Latam y La Barra Espaciadora por parte del MAG, al menos la mitad de las 108 511 hectáreas de palma en la provincia de Esmeraldas están en el cantón San Lorenzo, donde el 92,6 % de sus habitantes son pobres y con necesidades básicas insatisfechas.
Pero el alcalde de San Lorenzo, Glen Arroyo, nos dijo que las palmicultoras “dan un aporte importante a la masa salarial de San Lorenzo”, y que “hay un 40 % de población que está laborando en palmicultoras […] entre 4 500 y 5 000 personas”, aseguró.
A pesar de esto, en San Lorenzo hay una sentencia a favor de dos comunidades que demostraron cómo la industria palmera invadió las fuentes hídricas de las cuales dependían, causando una fuerte contaminación al agua e impidiendo que fuera apta para consumo y uso humano.
En el 2017, las comunidades rurales La Chiquita (afro) y Guadualito (indígena awá) ganaron la batalla judicial contra Palmeras de Los Andes S.A. —parte del grupo Danec S.A.— y Palmar de los Esteros Palesema S.A. La Corte Provincial de Justicia de Esmeraldas obligó al Estado a dotar del servicio de agua potable a La Chiquita. Además, el fallo exigió la construcción de un centro de salud y una escuela. A las empresas palmicultoras les ordenó retirar los cultivos que estén situados a menos de diez metros de los esteros, donde están las fuentes de agua de las comunidades, y reemplazarlos con especies endémicas como caña guadua, generando una zona de amortiguamiento vegetal.
Aún así, estas empresas no dejaron de operar ni han reparado los daños señalados en el fallo judicial. Tampoco el Estado lo ha hecho y ya son tres años sin que se cumpla la sentencia.
Ximena Ron, abogada constitucionalista, asumió el caso desde el 2020 con el propósito de lograr la ejecución de la sentencia. Sin embargo, el 23 de julio se encontró con que el juez Luis Otoya Delgado, presidente de la Corte Provincial de Esmeraldas y delegado a cargo del caso, intentó cerrarlo. “Es evidente que hay una relación de fuerzas injusta”, dice Ron, quien recordó que este proceso no termina mientras la sentencia no se haya cumplido en su totalidad. El archivo de la causa “implicaría una violación de derechos constitucionales, a la seguridad jurídica y a la tutela judicial efectiva”, dice.
El hecho de que el Estado no cumpla lo que manda su sistema de justicia sienta un precedente de desamparo que repercute en el pueblo awá de Guadualito y en el pueblo afro de La Chiquita. Olindo Nastacuaz, coordinador de la Gran Familia Awá Ecuador-Colombia, advierte que al agotar todos los procesos en la justicia nacional, llevarán el caso a instancias internacionales pues la palma sigue invadiendo sus ríos. “Sabemos que la lucha es larga, pero tenemos que resistir”, dice.
*Este reportaje es una colaboración periodística entre Mongabay Latam y La Barra Espaciadora de Ecuador.
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*Foto de portada: Vista aérea del río La Chiquita, que muestra rastros de la contaminación de Oil Palm Company en las aguas/ Foto: Roots & Routes
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