Cuando apenas comenzaba la administración de López Obrador, Marcelo Ebrard fue prácticamente secuestrado en las oficinas del Departamento de Estado estadounidense (véase al respecto el excelente texto de Dolia Estevez) “negociando” la no imposición de nuevos aranceles a exportaciones mexicanas hacia los Estados Unidos de América y ofreciendo (en realidad, aceptando la propuesta de Washington) de mandar a la Guardia Nacional a la frontera sur mexicana para servir de filtro a la migración centroamericana cuyo destino final es nuestro vecino del norte. Los nuevos aranceles hubieran significado un gran revés a la economía mexicana por su impacto en diversos sectores.
El 7 de junio del año pasado, el canciller informaba sobre el acuerdo, después de una kilométrica “negociación” con el gobierno de los Estados Unidos. El aplauso fue casi unánime para Ebrard -sobre todo de los líderes empresariales- porque el canciller había evitado un mal mayor. Pocos hicieron notar lo absurdo de la llamada negociación: no se puede negociar con un revólver en la sien. En un parangón boxístico, un peso pesado (el gobierno estadounidense) quería subirse a los golpes con un peso wélter (el gobierno mexicano). Se prefirió no boxear y ceder a los caprichos de Washington; evitar el mal menor ante las amenazas. Esa ha sido una constante en la relación entre los Estados Unidos de América y México.
Por eso, es extraño que muchos consideren el encuentro entre Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump del próximo 8 de julio como una reunión entre dos mandatarios de países independientes y autónomos. Nada más alejado de la realidad: México depende de los Estados Unidos en temas trascendentales: economía, migración y seguridad pública. Su política en estos temas depende (a veces aberrantemente) de lo que dicte el gobierno estadounidense. Anhelamos vivir en un país que pueda negociar sin un cuchillo en el cuello con Washington, pero hoy su economía, su política migratoria y su política de seguridad dependen en gran parte de las pretensiones y avaricias del gobierno en turno de los Estados Unidos de América.
La actuación de Washington se ha dejado de lado en los análisis que sugiere una buena parte de la crítica a López Obrador por su visita al presidente Trump en plena campaña presidencial estadounidense. No ayuda el autoengaño: si López Obrador visita a Trump es porque así se lo están exigiendo. Si no asistiera al llamado (cordial, pero enérgico) la actitud del gobierno de Trump podría ser de consecuencias devastadoras en el medio año que le falta de mandato y en un hipotético nuevo periodo de 4 años si logra reelegirse. Por supuesto que López Obrador pudo rehusarse a acudir al encuentro, pero ahí estaría desafiando al gobierno al que le encanta la provocación, porque en el ánimo fascista del gobierno de Trump, el enemigo es aquel que no está de acuerdo con él y con sus políticas; y al enemigo se le enfrenta y se le extermina. Si Trump no ha parpadeado en iniciar una guerra comercial con China, no sentiría molestia alguna en iniciar acciones en represalia a un desaire de López Obrador. El gobierno mexicano ha decidido no despertar la ira del bulldog. Si lo hubiera hecho, quienes hoy lo critican (en parte con razón, y en parte por manía) pondrían sobre la mesa exactamente eso: AMLO estaría apostando a un éxito electoral de los demócratas y desafiando al Mike Tyson que no escucha razones y que aún gobernará hasta mediados de enero del próximo año (y, en el peor de los escenarios, gobernará 4 años más).
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El país donde algunos críticos se rasgan las vestiduras no existe. No somos ese país que hoy pueda plantar cara a Washington. Menos aún en un momento en el que la economía mexicana está dañada y la violencia como consecuencia de la lucha contra el crimen organizado no cesa.
Todo lo anterior no significa una justificación válida para que López Obrador visite a Trump y ni siquiera asegura que el encuentro será terso. En pocas palabras, la reunión puede ser una hecatombe para nuestro mandatario, porque saludar y agradar a los tiranos no es fácil y, además, no dejará contento a casi ningún mexicano. Es innegable el entreguismo a Washington o, visto de otra forma, la posición débil frente al gobierno estadounidense. Y ahora le toca a AMLO asumir ese costo de su política y de los anteriores gobiernos.
Más allá de la popularidad de López Obrador y el resultado de la reunión, bien harían los políticos mexicanos en revertir la tendencia entreguista hacia Washington. Porque hoy se apellida López Obrador, pero el papelón ya lo han hecho otros más y, de no cambiar la lógica, lo seguirán haciendo otros tantos.
*Foto de portada: Gage Skidmore | Wikimedia Commons