Una nota publicada a finales de marzo en el periódico conservador español ABC iniciaba así: “La actitud incívica de quienes se saltan la cuarentena ha llevado a los Cuerpos de Seguridad a emplearse a fondo en las calles y carreteras”: las cursivas son propias, las negritas, no. Por primera vez el confinamiento y régimen de vigilancia policial se experimenta en tantos millones de personas y tantos países a la vez.
Estamos ante un virus pero también, en palabras de María Galindo Neder, ante “la eliminación del espacio social más vital, más democrático y más importante de nuestras vidas”: la calle. Convencernos de que lo más peligroso es reunirnos es hacer de un soplo que la dinámica social por sí sola le reste sentido a muchos gobiernos.
Gran Vía, una de las principales avenidas de Granada un lunes de confinamiento a mediodía. / Foto: Jimena German
Hoy las mascarillas más sofisticadas filtran el aire: son lo suficientemente herméticas para no dejar pasar lo que otros respiran sin antes purificarlo. “El aire que respiras debe ser sólo tuyo”, dice Paul B. Preciado; no compartan ni lo más vital, nos dicen. Cada quien lo nombra como quiere: la parálisis relacional de “Bifo”, la solidaridad de guardar distancias mutuas descrita por Buyung-Chul, el prójimo abolido de Giorgio Agamben o la nueva frontera-epidermis de Paul.
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En Sopa de Wuhan, un libro digital editado con emergencia –al menos a juzgar por la cantidad de erratas– y sobre la emergencia, las páginas se llenaron de análisis en torno al coronavirus. Género, “raza”, clase: cada quien cerrando variopintas apuestas.
Entre esa diversidad hay sospechas comunes: la eminente crisis económica y la caída, ahora sí (ojalá, se lee entrelíneas), del capitalismo neoliberal por un factor aparentemente extrasistémico. Otra tiene que ver con la posibilidad de que las medidas de “seguridad y prevención” no sean transitorias y logren sedimentarse en instituciones y políticas públicas totalitarias.
Un virus inesperado mutó día con día en un fenómeno políticamente ventajoso. El fin de la cuarentena no significará el fin del virus, ni viceversa, pero ¿la pandemia habrá facilitado el ninguneo de la sociedad civil como abono para un estado de excepción normalizado bajo premisas sanitarias?
Lo que en otras circunstancias ejerce contrapeso, hoy no puede ser más que obediencia bajo arresto domiciliario: la casa perfecta para el coronavirus sólo es aquella con suficiente espacio y comida, cierto arsenal lúdico, una mínima funcionalidad familiar y buen servicio de internet.
O no.
La principal diferencia en las estrategias de control en Europa y buena parte de América, y aquellas en países asiáticos (los más “efectivos” en controlar la epidemia) parece que radica en el uso y gestión de la big data. En España las multas “por vulneración de órdenes de confinamiento” pasaron del rumor al hecho en los primeros días: a Ona le costó mil doscientos euros intentar reunirse con un amigo que está pasando solo la cuarentena. En dos semanas la policía española impuso 150,000 sanciones por infracciones relacionadas con el confinamiento. La resistencia ante una supuesta multa se considera delito de desobediencia y puede devenir en tres meses y hasta un año de prisión.
Multa por «El incumplimiento de las órdenes de cuarentena en el domicilio en el estado de emergencia, no suponiendo una especial peligrosidad (lo encuentro paseando sin destino fijo)» a pesar de que el denunciado «iba a comprar un móvil». La cantidad a pagar no aparece en el comprobante, sino que es comunicada verbalmente por el policía que la haya impuesto. En este caso se decidió una multa de 1500 euros. / Foto: Jimena German
Pero en los países asiáticos más desarrollados esas estrategias, limitadas por legislaciones sobre protección de datos, parecen ya anticuadas. En China hay cámaras que miden la temperatura corporal y notifican a los pasajeros si alguien cercano tiene signos anormales. La biopolítica ya no categoriza y ordena cuerpos como si de organizar un clóset se tratara; ya no los filtra con técnicas de control físico: literalmente, los encarna.
Hoy para “salvar vidas”, mañana quién sabe.
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Muchas de las faltas “incívicas” en España, es verdad, son absurdas: un hombre deambulando por horas con una barra de pan en la mano; conductores zigzagueando por las calles; personas paseando gatos, cerdos vietnamitas y cabras. Pero también están aquellas otras partes. Ésas con gente propensa a crisis de pánico; con violencia intrafamiliar; con algún nivel de espectro autista que dificulte cualquier cambio de rutina; con familias numerosas en espacios muy reducidos; con enfermos mentales.
Esa, también, donde una podría decidir salir y contagiarse para crear anticuerpos; para “cultivarlos colectivamente”, como propone María Galindo, y retomar espacios físicos y simbólicos de la colectividad que estábamos constituyendo, sabiendo que “en esta sociedad nunca hubo las camas de hospital que necesitamos”.
La casa que antes era espacio de descanso y convivencia, hoy es de trabajo, consumo y vigilancia. Y aunque vivo y pertenezco a espacios donde la tecnología todavía no toma tantas ventajas sobre nuestra existencia, la globalización ofrece esa posibilidad para cualquier gobierno que pueda permitirse la inversión. El filósofo Byung-Chul dice que los asiáticos “tienen una mentalidad autoritaria”, son “más obedientes” y “confían más en el Estado”.
Esto no es China pero hay chinos en cada esquina: mi vecina Yixian cobraba usando mascarilla y guantes de látex desde febrero, cuando medio barrio seguía de fiesta. Los chistes rayaban en el racismo cuando gente con rasgos orientales usando mascarilla pasaba frente a la terraza del bar, todavía repleta.
En los primeros días de coronavirus-en-México la sociedad española (si es que tal cosa existe) me pareció más cercana: cuando en el país de residencia sobran las bromas sobre una pandemia igual que en el lugar de origen, hay comodidad e indecisión entre sumarse a las risas o tomarse el asunto en serio. Al final no resultan tan gratuitas algunas lecturas culturalistas: para españoles y mexicanos el chiste y la fiesta son cosas que siempre tendrán cabida.
Pero no me convencen las afirmaciones de Byung-Chul. No creo que pueda existir una “mentalidad autoritaria” en toda una población, y de haber algo cercano será por factores que la condicionan. Tampoco confundiría ese comportamiento “disciplinado” con “confianza” ante el Estado. ¿Y si dicha “confianza” pudiera leerse más como eufemismo del miedo?
En España no se habla tanto de la normalización del Estado de excepción como de la crisis económica que se avecina: de que el virus los ampare de otra ola de desahucios. Lo cual termina siendo prácticamente lo mismo si recordamos que la fuerza policial o, mejor dicho, los policías ejerciendo fuerza fueron parte crucial de esos desahucios.
Mientras tanto en México la aparente indiferencia en medio de una polarización entre quienes “hacen caso a las recomendaciones”, muchas veces sin conciencia de sus propios privilegios de clase, y quienes se resisten a ello, no es tan descabellada porque, más allá del virus, prácticamente nada nos resulta nuevo. Faltará tecnología pero se conoce todo: crisis económica, desabasto sanitario, abuso de poder, arbitrariedades, militarización.
Si, como apuntó Paul B. Preciado, cada sociedad puede definirse por el modo de organizarse frente a la epidemia, el único cambio potencial para México es qué tanto se endurecerán los cuerpos de seguridad pública.
Y no hay que perder de vista que las circunstancias “aquí y allá” son contrastantes por naturaleza: ningún país europeo tuvo que plantearse la necesidad de una fosa común para enterrar a víctimas del coronavirus porque los cuerpos yacieran en casas o a la intemperie durante días, o no fueran reclamados. Ningún país europeo es Guayaquil.
Y aquí, en España, un país jodido a su modo, pero con buen servicio sanitario, tampoco nada fue suficiente. Entonces surgieron los espacios de tipo hotel-hospital, recinto ferial-hospital, cancha-hospital, y me sorprendí “teniendo fe” en que “los mexicanos” se movilizaran como en el 19S.
Por momentos es eso lo único que me tranquiliza: la creencia, quizá esencialista, de que los países “del Sur” sean los más “preparados” para autogestionarse cuando no existe el Estado de bienestar, y a veces tampoco el Estado a secas. La escena de lluvia sobre mojado con el “efecto Cherán”: lo que mi gobierno no me garantiza, me lo saco de una manga sucia pero dispuesta por exhausta.
Las medidas “globales” colocan a Europa en espacios ya habitados por alguna otredad: aislamiento, vigilancia, militarización, precariedad, suspensión de libertad. No son bombas, pero se plantó el miedo a la calle. Allí no hay coronavirus: llevamos décadas sin que llegue nada ni nadie, me dijo Ahmad sobre Gaza.
Se equivocó: Gaza ya recibió al virus, y su población en eterno estado de emergencia está precisamente acostumbrada a calles con cuerpos armados, imposibilidad de movilidad nacional, regional e internacional; desabasto de servicios y productos; colapso sanitario, abuso de poder y miedo. Siempre miedo.
En España todo empezó una semana después del 8M, tan ruidoso y concurrido cada año para el súbitamente bien enraizado feminismo español. Los partidos de ultraderecha no tardaron en manosearla: la marcha feminista, “movilizada” por el gobierno en turno, pudo haber sido un primer foco de contagio masivo.
Al mismo tiempo se invita a la unidad nacional: a aplaudir desde los balcones a enfermeros y médicos con fronteras bien definidas, que habrían sido aún más insuficientes sin las protestas contra recortes de sanidad pública. En estas semanas los gobernantes y funcionarios dan cifras a diario porque tienen que hacerlo.
Porque las muertes nada tienen que ver con feminicidios ni refugiados ni caravanas migrantes, sino porque las causa algo “natural” que no discrimina a ciudadanos. Dieron la cara, incluso, para las ONG españolas que llevan tanto tiempo luchando por cerrar los Centros de Internamiento para Extranjeros: a principios de abril cinco de los ocho CIE se vaciaron: personas inocentes en libertad sólo porque las deportaciones se imposibilitaron.
En España todo empezó un lunes después del paro nacional de mujeres en México. Ahora el paro no es ni mexicano ni feminista, sino unisex, multinacional e involuntario. Tampoco es de un día: es de nosabemoscuántos meses y tiene forma de trabajos inciertos. Ni aquí ni allá “los jóvenes” sentimos miedo por riesgo individual: si acaso por la abuela, el amigo asmático o una multa que supere un salario ahora inexistente.
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¿Qué mejor motivo que una pandemia para fortalecer fronteras, en el sentido más amplio; silenciar gritos feministas o estudiantiles o ecologistas; salir a buscar a desaparecidxs, o a sus agresores: para poner en cuarentena el ruido que ya llevaba tiempo incomodando?
Asumo demasiado extrañas las calles de México sin tamaleros, esquites o coches mal estacionados. En España son raras las plazas vacías, los sábados silenciosos y los bares de tapas cerrados. Sí: habrá que recuperar las ciudades, doctor Wolfson. Habrá, también, que repensar nuestras formas de vida más elementales, con sus mañas y sus vicios y sus deseos.
Habrá que seguir colectivizando fuentes de ingreso, espacios de reunión y procesos creativos. Habrá que inventarse algo resistente cuando la big data nos invada (más) y cuidar que no nos quiten lo poco que queda de democracia, o lo poco que conseguimos, porque no se puede ya cargar con tantas muertas que seguirán sin ser cuantificadas cuando la pandemia termine.
Mientras tanto, las ofertas online aumentan; los monos en Tailandia roban comida en manada ante la ausencia de turistas; los chilenos tiemblan con recuerdos militarizados; los soldados bolivianos impiden a sus propios compatriotas entrar al país en la frontera con Chile; los smartphones y tablets de millones de asiáticos son sus nuevos policías; y Foucault no para de retorcerse en su tumba.
En estas circunstancias sólo los monstruos operan con “normalidad”. Incluso tienen más ocupaciones. Hace poco que C llegó de hacer la compra. “Había militares afuera del Mercadona”, nos dice mientras suenan Los Delinqüentes: Y el aire de la calle, a mí me huele a goma fresca. Yo lo asumo, me lo fumo y me escapo por la cuesta.
Fachada de supermercado. Fotografía tomada en uno de los periodos de cierre intermitente para limpieza general del establecimiento. / Foto: Jimena German
Intento contar mentalmente las veces que he visto militares en alguna ciudad mexicana: son muchas. Qué pena, mira qué pena. Demasiadas. Que mi mechero no tiene piedra. Los he visto solos y en convoy. De repente tocan la puerta. ¿Esperamos a alguien? No. (En estos días no se espera a nadie: no podemos esperar a nadie).
Es Amazon: aumentó el número de compras online y están priorizando las de primera necesidad. Pero recibí mi libro en menos de cuarenta y ocho horas sintiendo indiferencia por los militares. Quién pudiera, quién pudiera. Indiferencia involuntaria e innegable. Pintar olores en la arena. Me incomoda que no sería ese un caso tan extraordinario en mi país. Saberlos en la calle no me impacta como al resto.
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EL PEPO