Lado B
Antonio Álvarez Morán, la transgresión de un personaje
Antonio considera que el arte es una forma de vida, que él no puede separar su vida personal de la artística, por eso no puede abandonar a las monjas
Por Majo Andrade @MajoAg23
01 de octubre, 2019
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Foto: Marlene Martínez

María José Andrade Gabiño

@MajoAg23

Antonio comenzó a dibujar desde muy pequeño, como cualquier niño, pero a los 13 años una enfermedad lo llevó a estar en cama por seis meses. Así, al no poder hacer mucho, comenzó a dibujar sin parar. Llenó varios cuadernos hasta que su tía, la pintora Rosa Álvarez, le dio unos cartones corrugados con base amarilla, pinturas y pinceles. 

Al preguntarle si siempre supo que quería ser pintor, responde: “Eso me decidió a mí, yo no decidí nada. Fue natural, como que se dio. No fue así de ‘¿qué voy a hacer? Voy a hacer esto’. No, empecé a hacerlo. Empecé a hacerlo y seguí haciéndolo”. 

Antonio Álvarez Morán no ha dejado de pintar desde entonces. A los 15 años tuvo su primera exposición individual en la Casa de la Cultura en Puebla y ahora tiene una carrera artística ampliamente reconocida. Algunos lo ubican por su obsesión con las monjas o las vedettes, otros por sus reinterpretaciones de los Santos Niños o por sus pinturas coloridas: pinceladas fragmentadas e irreverentes, que mezclan la pictórica novohispana y la cultura popular.

Lo más característico de él es su sonrisa. Entre irónica y traviesa, su sonrisa transmite una energía divertida. Junto con sus ojos, un poco más duros, puedes notar que Antonio no lo dirá todo o no sabrás qué es verdad o mentira. Así sucede con las publicaciones de su relación con Lyn May y la cancelación de su boda. Son amigos, la menciona, pero probablemente todo es parte de una travesura, una puesta en escena del personaje que se ha creado como artista. Su sonrisa también es una advertencia, él no le teme a transgredir límites y cuestionar. Su arte lo demuestra. 

Sin duda, él considera que pudo dedicarse al arte por el apoyo de su madre y por tener contacto con pintores que eran parte de su familia: Rosa, la que le dió los primeros cartones para pintar, y su esposo Faustino Salazar, también pintor; la artista Teresa Morán, su prima, que cuando visitaba su taller tenía contacto con otros pintores y con libros de historia del arte.

El color vino de su madre, ha contado a Lado B. Sin ser artista, ella se dedicó a ser maestra de corte, a hacer vestidos de novia y a vender ropa. Antonio veía cómo ella aconsejaba a sus clientas los colores que les quedaban, haciendo combinaciones cromáticas hasta en lo que ella misma vestía. “Creo que mucho de mi gusto por el color viene de allí, de ver todas esas telas desde chiquito”.

El uso del color característico en las pinturas de Antonio no es lo único que remite al pasado. Las composiciones que genera, más allá del sentido del humor y las tensiones entre lo sacro y lo profano, el arte clásico y el popular, parecen remitir a la historia de objetos que utiliza como materiales o inspiraciones. 

La historia de los objetos

El taller de Antonio, aunque ordenado y limpio, reboza de objetos. Cuadros en las paredes, embalados en el piso, una mesa llena de botellas y juguetes. Nos ha enseñado una muñeca vampira que pretende intervenir para volverla parte de su serie “Tony Story”. También hay libros, pinceles, cajas y cajoneras de las que solo se puede adivinar el contenido. 

“Soy un poco acumulador, que viene de familia también. Tengo cosas que guardaba mi abuelita. Tengo cajas con el pelo de mi abuelita. Y ahí están, yo las rescaté porque se iba a ir a la basura todo eso”, confiesa. 

Guarda también revistas, recortes, papelitos, periódicos, fotos de su familia, de él… A veces va a los Sapos o a bazares parecidos por cosas que llamen su atención: objetos a los que pueda encontrarles relaciones –por muy remotas que sean– con lo que le interesa, con su vida. Muchas de sus ideas salen de todo eso que ha preservado de ser desechado. Un papel que guardó hace 15 años puede desencadenar en un ensamblaje, un óleo o una acuarela. 

“Esos mismos objetos creo que tienen cierta energía que trato de encausar en alguna pieza, en alguna obra, o tal vez de esa manera rescatarlas un poco de desaparecer”, dice.

Uno de los objetos en su estudio es un frasco lleno de agua, con asientos en el fondo. Es “Agua de San Ignacio”, agua bendita que rescató del fondo de un closet en la casa de sus abuelos, antes de ser vendida, en el centro de Puebla. Guardó el frasco hasta que hace unos meses se dio cuenta de un juego de palabras: Holy Watercolor. Holy water: agua bendita, y watercolor: acuarela. 

Decidió realizar acuarelas con agua bendita. La serie de lo que ha pintado con estas tintas benditas no las ha expuesto aún, pero cuenta que son composiciones entre figuras masculinas religiosas y figuras femeninas sugerentes, inspiradas en las fotos de unas coristas neoyorkinas que encontró en un suplemento dominical de El Heraldo que su abuela guardaba. 

Lo sagrado y lo profano

Esas tensiones entre lo sagrado y lo profano responden a la irreverencia y sentido del humor que ha caracterizado su obra. Pero lo irreverente, lejos de querer ofender, a pesar de la parodia y la ironía, se origina también en las investigaciones que ha hecho Antonio y en sus interpretaciones de la relación entre la sociedad mexicana y las religiones.

Todo empezó cuando encontró una estampa del Santo Niño Cieguecito en casa de sus abuelos cuando era adolescente. La imagen sangrante, sin ojos, le pareció una iconografía extraordinaria y comenzó a relacionarla en su pintura con el sadomasoquismo y el hard rock. Después se enteró que había todo un culto a los Santos Niños con diferentes características –el Doctor, el de Atocha, el de las Suertes, el Pa, del Cacahuatito, etcétera– y comenzó a investigarlas. 

Foto: Marlene Martínez

“Ahí fue cuando empecé también a crear mis propios inventos. Si hay un Santo Niño Futbolista, ¿por qué no voy a hacer al Santo Niño Licenciadito o al Santo Niño Turista?”, nos explica sobre el origen de estas figuras que creó y que suele ser lo más popular de su obra. 

En el fondo, cree que estas tradiciones de corte religioso responden al pasado politeísta precolombino de México; donde a pesar de que se instaló el catolicismo, se crearon distintas advocaciones para reflejar a los diversos dioses en lo que se siguen creyendo. En cierto sentido, lo que Antonio ha hecho con los Santos Niños es actualizarlos. 

Por estas conclusiones a las que ha llegado sobre las creencias en el país, el artista se declara: “Católico politeísta mexicano. Yo creo en todos los dioses de todas las religiones, los diablos, los ovnis. Todo lo que se pueda imaginar, en todo eso creo. Todo lo que puedas pensar, yo lo creo, existe”.

Sor Antonia, una travesura que sigue evolucionando

La otra tensión iconográfica por la que Antonio es reconocido, y la que más ha impactado en su vida, son las monjas. Aunque al preguntarle parece que llegó allí por casualidad.

En su estudio está uno de sus primeros cuadros: Retrato de un retrato de Sor María de San Joseph. Una pintura seria, una recreación de las monjas coronadas –género pictórico que retrataba a las mujeres que tomaban los votos en los conventos de la Nueva España–, fruto de un proyecto en 2011. 

Sin embargo, poco a poco a las pinturas les fue agregando grabados u objetos; a algunas las volvió ensamblajes; ha intervenido los marcos para que sean parte de la obra; y por último comenzó a mezclar los motivos religiosos con la cultura popular –como los cuadros que hizo de Patti Smith y Amy Winehouse como monjas–. A la serie la llamó “Engaño colorido”. 

Foto: Marlene Martínez

Un día, Antonio asistió a un concierto que se llevó a cabo en la catedral de Puebla vestido de monja. Fue una travesura, confiesa él, pero después el disfraz se repetiría conforme iba investigando más sobre las religiosas en Puebla y fue encontrado relaciones extrañas con él mismo. 

La relación más clara fue el hallazgo de una pintura de la monja Teresa Antonia Álvarez de Abreu y Bertodano en el Museo Barroco. Una religiosa con el mismo nombre y con rasgos parecidos a los de Antonio y su familia. “¿Qué onda? ¿Soy monja reencarnada o qué?”, pensó y la broma cobró más impulso. 

Poco a poco el motivo de la monja, el hábito como disfraz, se convertiría para él en una especie de alter ego, parte de su personaje, que siguió explotando en diferentes performances improvisados o actividades con sus amigos –como el “Partido de madres” que hizo en la clausura de una de sus exposiciones en el Museo San Pedro de Arte Virreinal; cuando vendió dulces típicos en una exposición en la Galería De Arte del Palacio Municipal de Puebla en 2016; los posts de sus fotos “La Monja del mes”; o el club de Monjas Cocineras–. 

En 2016, realizó el cortometraje Las Monjas Vampiras contra el Hijo de Benito Juárez y espera realizar su continuación pronto. 

Foto tomada de Antonio Álvarez Morán

“Lo de las monjas creo que es eterno, creo que va para largo porque cada vez salen más ideas y sigue evolucionando eso”, nos ha adelantado. 

Antonio considera que el arte es una forma de vida, que él no puede separar su vida personal de la artística. Tal vez por eso no puede abandonar a las monjas. 

“A lo mejor hay artistas más profesionales que sí tienen su vida y su arte, su trabajo de artista. Para mí como que se mezclan, no los puedo separar, se han vuelto una sola cosa. Y sí, yo lo veo como una forma de enfrentar la vida; como una manera de disfrutar las cosas, de apreciar las cosas”. 

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Si quieres conocer más de Antonio Álvarez Morán y su trabajo artístico puedes visitar su página web o su página de Facebook

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