Lado B
En el Mundial no se viaja, a menos que sea al Mundial
Y es que toda historia empieza con una idea; con un pequeño destello de ingenuidad y grandeza; de decir: “iré al próximo Mundial”
Por Paula Hernández Gándara @
06 de septiembre, 2018
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Foto tomada de La silla rota

Emilio Coca

@cocabron

Moscú

Mi primer viaje fuera del país, mi primer Mundial; mi primer trayecto en tren; mi primer gol de visitante; mi primera vez siendo el extranjero: todo eso simboliza Moscú para mí. La primera vez de muchas cosas que he hecho.

Llegar a un sitio completamente nuevo entre pláticas futboleras con desconocidos, discutiendo el proceso de la selección mexicana; los jugadores que pudieron haber ido; la triste realidad que en ese momento se pintaba; pero aún añorando un gol, una victoria del Tri, de nuestra selección, del equipo de mis amores. Escuchar desde el aeropuerto de la Ciudad de México Cielito lindo y echar una porra en el avión: “¡Vamos, México!”. Hasta perderme en la gigantez de los edificios rusos tarareando “México lindo y querido, si muero lejos de ti…”.

Y es que toda historia empieza con una idea; con un pequeño destello de ingenuidad y grandeza; de decir: “iré al próximo Mundial”. Y justo así inició esta anécdota, de la cual no fui consciente hasta subirme a un avión con destino a Moscú; hasta que vi a varias personas con la playera de la selección. Fue ahí cuando un escalofrío y un nudo en la garganta me hicieron darme cuenta de dónde estaba y hacia dónde iba.

Debo admitir que en mi vida me he sentido tan deslumbrado por la belleza, por el volumen, por lo imponente de los edificios postrados frente a mí; que no caben en una foto, pero recrean un sin fin de descripciones en mi memoria. Así, recorriendo New Arbat Avenue, me di cuenta de que no sabía un demonio acerca del idioma, las letras, la localización o la cultura. Pero esa es, precisamente, la magia de perderse en lo desconocido, de dar un salto de fe y recorrer una ciudad de la que no sabes un carajo.

Y es que lo que más sorprendente de Rusia no son sus ciudades sino la gente ya que, pensándolo a distancia, no somos tan diferentes. Sí, el idioma es un obstáculo enorme cuando la mayor parte de la población sólo habla ruso o un inglés básico pero, a pesar de que puede aparentar ser una barrera difícil de romper –al igual que nuestros estereotipos–, nada de eso importó. Porque la calidez de los locales fue impresionante al guiarme por las infinitas estaciones del metro de Moscú, o llevarme al sitio donde me hospedaba; hasta pedirme infinidad de fotos para reforzar la idea de que los mexicanos siempre usamos sombrero, entonces yo siempre andaba con uno por la Plaza Roja.

“¿Qué imagen tienen los mexicanos de los rusos?”, me preguntó una señora rusa que apenas podía hablar inglés, mientras me llevaba por los largos pasillos de la estación de Komsomolskaya, para dejarme en Leningradsky. ¿Qué imagen? ¿Terroristas de alguna película de acción ochentera; de esas que pasaban en el Canal 5? ¿Mafiosos? ¿Gente fría, malencarada y sin sentido del humor? ¿Personas con gorros de piel, abrigos de oso y que cargan con una botella de vodka?

No, no tenía ninguna imagen previa. Desde pequeño aprendí a llegar en blanco y conocer desde cero, sin prejuicios ni opiniones. Y la verdad es que, ahora desde el silencio y la lejanía de una ventana que da al patio donde crecí, puedo afirmar que el pueblo ruso es igual o más amable que el mexicano. Sí, los mexicanos somos “buen pedo”, pero en estos momentos, dada la situación de inseguridad que vivimos en nuestro país, no le daríamos “ride” a una persona perdida a las 10 de la noche.

Si bien las miradas de desconcierto por el color de piel fueron muchas y más incómodas de lo que pensaba, es entendible, especialmente de un pueblo que rara vez recibe tantos visitantes que no hablan ni entienden nada de su idioma. Sin embargo, ocurrió la magia del fútbol, de un lenguaje internacional, de una palabra, de un grito que todos entienden: “gol”.

Es en este momento donde estoy seguro de que mi descripción será más escueta, sin sentido y vacía, comparada a lo que se siente festejar un gol lejos de tu país, acompañado de otros que sienten lo mismo que tú, que se reencuentran; que sin importar la distancia hallan un sentido de pertenencia, donde por un momento regresas, estás ahí, en tu tierra, con tus paisas, hablando tu idioma.

LA FIESTA

Como dice Eduardo Galeano: “el gol es el orgasmo del fútbol”. Pero escuchar el himno nacional de tu país en un Mundial es como probar tu comida favorita después de mucho tiempo; como escuchar tu canción favorita en la radio –sí, esa con la creciste, con la que formaste historias y recuerdos–. Tu piel se eriza, un escalofrío recorre lentamente tu cuerpo, hasta terminar con un nudo en la garganta, con una lágrima que cae disimuladamente por tu mejilla.

Alemania-México fue EL partido. El juego que todo aficionado desea ver en un escenario así. Quizá no fue el más complicado, por lo que pasó después con Suecia, pero en ese momento para nosotros fue como ganar la Copa del Mundo; dar el paso y ser, por fin, un digno competidor. Seis meses atrás no había boletos, pero horas antes afuera del estadio de Luzhniky pedían uno, dos, tres boletos, costaran lo que costaran.

Todos los mexicanos marchábamos por la línea 1 del metro, abordando desde la estación de Okhotny Ryad, gritando y brincando en los vagones –haciendo que se frenará el transporte–, hasta llegar a Sportivnaya, donde cada pared retumbó con un “Canta y no llores”, que guardaba cierto dejo esperanza aunque se presentía una goleada.

Caminábamos reforzando estereotipos: con sombrero, bigote, jorongo y chela en mano, entre cientos de personas que nos miraban asombrados, pidiendo fotos y jalándonos de un lado a otro. Nos decían: “Metzico good, Metzico champion”, mientras nosotros sólo asentíamos y sonreíamos con cierto nerviosismo.

Todo empezó con un “Mexicanos al grito de guerra”, con un himno que se sintió hasta los huesos; un cántico que algunos dejamos de decir porque la emoción y el corazón nos superaron. Así empezaron los noventa minutos del deporte más hermoso del mundo; donde suspiramos, escondimos nuestro sufrimiento en mentadas de madre y aplausos, hasta el minuto 35.

El gol. Ese bendito gol que ahora es imposible de describir, en donde los 300 rublos (120 pesos) de una cerveza poco importaron. La chela, los sombreros y la esperanza volaron por los aires. Todos saltamos y abrazamos a la persona más cercana. Sí, existen muchos problemas en mi país, tantos que aparentemente no valía la pena celebrarlo o desgarrarse las entrañas, desenredar ese nudo y explotar de alegría, brincando sin sentido, pero fue una catarsis, donde por un momento todo fue felicidad.

Al final ¿qué me dejó mi estancia en Moscú? Para empezar, la sensación de un sueño cumplido. Y es que, al menos para mí, no fue cubrir un Mundial como periodista, sino como aficionado; ser parte de ese montón de gente arremolinada, arrastrada por el monstruo mercadológico que es el fútbol. Fue ver al equipo de mis amores rodeado de gente que siente la misma pasión, que brinca, se abraza, sonríe y llora en una ciudad completamente desconocida.

*Foto de portada tomada de SIPSE

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Autor Lado B
Paula Hernández Gándara
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