Lado B
Mujeres marcadas por el Plan Frontera Sur
Los efectos del programa que trasladó la frontera estadounidense al sur de México marcan todos los días los cuerpos de las mujeres migrantes
Por Lado B @ladobemx
08 de enero, 2016
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Los efectos del programa que trasladó la frontera estadounidense al sur de México, al río Suchiate que divide a Chiapas con Guatemala, quedan marcados todos los días en los cuerpos de las mujeres migrantes

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Periodistas De a Pie

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ARRIAGA, CHIAPAS. El coyote pagó los 50 pesos por 15 minutos de servicios sexuales, pero necesitó más tiempo para desahogarse. En la cama, Raquel escuchó la historia que ahora también la ahoga: “En su grupo llevaba a una mujer con su hijo de un añito que lloraba tanto, seguro desesperado de tanto caminar por el monte, hasta que él le dijo a la mamá que ya no los iba a llevar. Y ahí la dejaron. Al rato ella los alcanzó; sola. Él le preguntó ‘¿y el niño?’. ‘Ya se murió’. Nada más dijo eso. No supieron si lo abandonó en el monte y se lo comieron los animales o lo mató porque tenía que seguir. Imagínese cuánto dolor”.

Esta nicaragüense de maneras aniñadas y belleza exuberante (pelo afro entintado de rubio, grandes ojos delineados, curvas tapadas con un bikini negro bajo encaje rojo) toma desde su cama el pulso sobre las nuevas dificultades migratorias. Dice con tristeza: “Ahora que quitaron el movimiento del tren los migrantes más peligran”.

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La vecindad donde Raquel se dedica al negocio del placer está a unos metros de las vías donde otrora pasaba el tren y, en segundos, se cargaba de migrantes que esperaban en pensiones, casas y hoteles cercanos. Hoy la calle luce como un abandonado set de película: hoteles y pensiones en ruinas; vagones oxidados; pocas almas en la calle.

La crisis generada por el Plan Frontera Sur (anunciado en julio de 2014 para “proteger” a los migrantes prohibiéndoles subir a los trenes) pega a todos en carambola, incluidas Raquel y sus colegas.

“Antes había más dinero, más movimiento, venían y yo, cabalito, cabalito, sacaba unos mil 500 al día; ahora 500 si me va bien, si no 300 –dice y pone como muestra el árbol navideño de plástico que compró para sus hijas e instalará sin regalos porque no le alcanza–. Aquí era la parada del tren y se iban derechitos a la frontera. Ahora que ya no los dejan subir ¿qué les puede pasar por los montes?”.

Sin pausa, ella misma se responde con otra historia: “Vino la semana pasada un muchacho temblando tanto, hasta le ofrecí agua. Dijo que unos asaltantes los desnudaron, los pusieron en cuclillas y revisaron a cada uno si no llevaban dinero escondido en el ano. Los pusieron a hacer sentadillas desnudos y a hacer fuerzas por si salía algo de dinero. Gracias a Dios no los violaron”.

Enfrente de la vecindad, del otro lado de las vías, Guatemala y El Salvador tienen sus consulados. Rafael Carrillo, el hombre a cargo de la oficina salvadoreña, confirma el diagnóstico de la nicaragüense: después de la puesta en marcha del Frontera Sur, las 15 visitas diarias de sus compatriotas pidiendo asistencia humanitaria bajaron a menos de cinco.

En la bitácora donde registra los motivos de visita de sus paisanos tiene escritos asaltos, golpizas, secuestros, detenciones arbitrarias, violaciones sexuales. Por la estadística sabe que la migración no ha bajado, pero ahora tiene otros obstáculo: los y las migrantes ya no llegan a las ciudades donde hay instituciones que pudieran ayudarlos; los pocos que lo hacen llegan desmayados de cansancio. Además, explica, “el migrante no quiere poner denuncia, lleva prisa”.

“El problema –dice– es que los han obligado a buscar por el monte y ahí les sale la delincuencia, los asaltan, los roban, las violan a las mujeres”. No sabe cuántas mujeres han sido víctimas de violencia sexual, su estadística se comporta igual que en años pasados. Este dato no tranquiliza a nadie si se toma en cuenta que ahora todos denuncian menos.

Según cálculos del gobierno mexicano cada año al menos 300 mil extranjeros cruzan el país para llegar a Estados Unidos; de estos aproximadamente 45 mil son mujeres.

La violación sexual parece destino ineludible para la mayoría de las mujeres que cruzan por México. No por nada las farmacias centroamericanas venden la que llaman “inyección anti-México”, un anticonceptivo de largo efecto que, si bien no las salva de la agresión a la que están condenadas y de las enfermedades contagiosas que las acompañan, al menos previene el embarazo.

No es para menos: organizaciones no gubernamentales calculan que entre seis y siete de cada 10 mujeres migrantes son violadas en la ruta migratoria.

“Sobre todo las mujeres hondureñas vienen preparadas para no quedar embarazadas. Se habla de eso de que se ponen una inyección que dura un mes”, admite el funcionario conocedor de la ruta.

Los efectos del programa que trasladó la frontera estadounidense al sur de México, al río Suchiate que divide a Chiapas con Guatemala, quedan marcados todos los días en los cuerpos de las mujeres migrantes.

“¿Sabes si sufriste violación?”

CHAHUITES, OAXACA. En la pared color cemento de este precario albergue inaugurado en octubre de 2014 se exhibe un cartel que deja la sangre helada: “Amiga Viajera: ¿Sabías que si sufriste una violación sexual tienes hasta tres días para prevenir una infección por VIH y un embarazo no deseado?”. La brutalidad del letrero intenta ser matizada con el dibujo de un pajarito.

La prohibición de trepar los trenes forzó a los migrantes a improvisar caminos alejados de los albergues ya conocidos ubicados al pie de las vías. Una de las nuevas rutas pasa por Chahuites, pueblo donde la red de albergues y el movimiento migrante improvisó este refugio para atender la emergencia.

Entre el río Suchiate, frontera con Guatemala, y el Istmo oaxaqueño existen más de 300 kilómetros, que se incrementan si se viaja por brechas parecidas a callejones donde el maltrato es asegurado. No por nada se le conoce como la Ruta de los Machetes: Cuando no hay armas los asaltos son a machetazos. Los albergues reciben a los sobrevivientes; se les reconoce por las rajadas en la piel o en las hendiduras en los huesos.

A partir de 2014 y del plan peñanietista, los horrores para los migrantes ya no son exclusivos del norte, se extendieron a Chiapas, Tabasco, Campeche, Oaxaca y Veracruz, los estados que, según el sacerdote Alejandro Solalinde, fueron convertidos en el “cerco de seguridad” migratorio; la nueva frontera.

Según sus cálculos, en 2014 siete de cada 10 personas que pasaban por ese corredor salían traumatizados, con la piel, los huesos o el alma rota. Pocos llegaban intactos.

Este sacerdote dirige el albergue Hermanos en el Camino, de Ixtepec, Oaxaca, que en vez de refugio temporal parece un campamento de refugiados, con más de 270 migrantes varados. Ese es otro de los efectos de ese plan que califica como “desastroso”, “criminal”, y generador de víctimas a gran escala. Víctimas que no quieren seguir adelante y se quedan meses en los albergues a los que logran llegar.

Se queja de que el gobierno no ha desintegrado la banda más criminal que agrede a migrantes que es la que componen funcionarios públicos (“mafias como la de Migración”, especifica), que además de perseguir a los migrantes, extorsionarlos, secuestrarlos, deportarlos sin investigar sus casos, ha desplegado operativos más violentos y fuerzas armadas alrededor de los albergues en un intento de que los migrantes no se acerquen a pedir ayuda. Pero los migrantes han abierto otras rutas.

Alberto Donis, asistente de Solalinde, menciona que con los cambios, los migrantes tienen los caminos bloqueados: si se suben al tren les hacen operativos, cuando los obligan a bajarse los corretea el personal de Migración que llega a golpearlos cuando los encuentra, y ahora también policías privados de la corporación mexiquense Cusaem. Migración patrulla con volantas (“perreras móviles”, explica) y planta retenes que son como embudos, ahora acompañada por policía federal o estatal, Marina y Ejército. La pinza la cierran bandas de rancheros locales que ven en los migrantes una alcancía, los asaltan o atacan en esos puntos ciegos donde nadie los auxilia.

Hasta en el mar han abierto rutas; se desconoce cuántos naufragan.

“Me violaron buscando dinero”

CHIAPAS (albergue no identificado por privacidad). Dos hermanas indígenas guatemaltecas de Totonicapán que hablan quiché y español, y cambiaron los vestidos tradicionales por jeans y playeras, están varadas en este albergue que, como los otros, parece campo de refugiados: habitados por migrantes traumatizados en espera de una visa humanitaria que les permita seguir su camino sin ser violentados.

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“Lamentablemente el viaje fue un poco mal”, suelta Claudia, la mayor de las hermanas, quien dice tener 30 años aunque aparenta una década menos y es mamá de dos niños, de 11 y 3 años, que miran embobados la tele en este centro atestado de varones. Su nombre no es real, fue cambiado para este reportaje.

“La caminata nos había costado mucho, como tres días enteros rodeando. Pedíamos agua y comida en los ranchos porque nos habían asaltado en un lugar que no conocemos cómo se llamaba”.

Esa es la primera pista que desliza sobre el sufrimiento que la consume. Conforme avanza la entrevista, como cebolla que se abre por capas, comienza a abrir el alma:

–Nos quitaron 4 mil—dice.

–Se llevaron toda mi ropa– agrega.

–Me violan– dice cerrando los ojos, como para no ver lo que está diciendo.

La agresión ocurrió apenas el 11 de octubre, en Chiapas, en la mera puerta de acceso a México, cuando llevaba tres días de camino.

Explica: “Ya casi por la noche, ya estaba oscuro. Eran dos que habían salido del monte, luego salieron tres, pero sólo fueron dos los que abusaron de mí, me rompieron la ropa, me esculcaron si tenía dinero, quitaron las cosas, me pegaron. Yo le dije a mi hermana que se corriera con los niños. Quedé golpeada, morada toda, también de la cara porque gritaba que no le hicieran nada a mi hermana y más me hacían”.

Su hermana Irma interviene: “Yo me fui corriendo con los niños. Nos escondimos en los montes”.

Hora y media después de brutalidad las hermanas se reencontraron. Los chiquillos estaban trabados del susto, la hermana menor desconcertada, y aunque Claudia estaba golpeada no dijo nada. Pero en cuanto llegó al albergue se le esfumaron las ganas de volver a salir a la calle.

Claudia: “Ya no seguimos por miedo que nos pasara algo en el camino, ya tenemos aquí un mes y 3 días”.

Los primeros días ella estaba silenciosa, con el susto y los nervios atravesados. Una migrante salvadoreña se le acercó, le preguntó qué le pasaba, que si a ella también la habían violado. Esa fue la llave para abrir la compuerta de su dolor y hablar de la violación.

Claudia: “El 19 me hicieron exámenes en Tapachula los doctores para ver si era cierto lo que decía. No había dicho porque los señores me amenazaron con que me buscarían y matarían si decía algo”.

Otro silencio.

Claudia: “Estoy bien, sólo que siempre me pongo nerviosa, con miedo, sin poder dormir, pensando. Se me vienen un montón de cosas, todo lo que he pasado”.

El segundo día de nuestra entrevista, con su hermana y sus hijos frente a la tele, ella en el dormitorio para mujeres, narra la violación con menos prisa y llora como niña.

En Guatemala había sido violada frente a sus hijos por dos vecinos y quedó infectada de VIH. Migró porque necesita medicamentos e ingresos para sostener a su prole pues su esposo la abandonó cuando le llamó a Estados Unidos para contarle de la agresión.

Probó suicidarse con veneno, pero en el hospital la revivieron.

Ahora no sueña con ir a Estados Unidos, el horizonte se le achicó. Sólo espera una visa humanitaria para asentarse en Oaxaca o en la ciudad de México, donde le han dicho que hay trabajo. La imaginación no le alcanza para delinear un futuro. Sólo llora. Llora mucho.

Deportaciones en la puerta de la casa 

TAPACHULA, CHIAPAS. Como un imprevisto cruce de vías, la suerte le cambió en 2013 a la hondureña Santa María Rosales, madre de tres hijos, con 15 años viviendo en Tapachula, cuando la procuraduría estatal realizó un operativo-razia en el bar donde trabajaba como mesera y la acusaron a ella (no a sus patrones) de trata de personas. Por dos años dejó tres hijos al garete. No pudo cuidarlos.

Su liberación el pasado 26 de mayo fue un escándalo mediático porque quedó demostrada que una veintena de mujeres de bajos recursos, la mayoría migrantes, fueron falsamente acusadas del mismo delito y encerradas en cárceles chiapanecas.

Aunque regresó a su casa volvió a un lugar distinto a causa del Plan Frontera Sur. La alegría de la libertad le duró poco.

Hace tres meses su hija Paola iba con su bebé que alimentaba con leche materna, a su trabajo como despachadora en una zapatería en Tonalá. Y por primera vez en sus 15 años de vida en México, a la adolescente hondureña la detuvo La Migra. Dos días estuvo retenida en Pijijiapan. A Santa no la dejaron pasar a verla, sólo le permitieron recoger a su nieta.

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“Sólo la vi de lejos, llorando”, recuerda la joven abuela sentada en una silla en su estrecha casa de pocos muebles y bolsas y ropa tejidas que aprendió a hacer en la cárcel, donde vive hacinada con una hermana y los hijos de ambas.

A Paola la mandaron al DIF un día, y al otro la deportaron a Honduras. Santa se quedó a cargo de su nieta, ahora de 10 meses y para mantenerla se empeña en tejer todo el tiempo. Paola ha intentado tres veces salir de Honduras. Las tres la han interceptado antes de llegar a México.

El programa Frontera Sur forma parte de una estrategia policiaca y militar que empieza en Honduras y termina en el Río Bravo. En Honduras se llama “Operación Rescate de Ángeles”, y policía militarizada y equipada por Estados Unidos impide la salida a los menores de edad. Todo por petición de Washington.

Por estos acuerdos con el gobierno de Enrique Peña Nieto este año México superó a Estados Unidos en número de deportaciones con más de 118 mil migrantes expulsados, cifra récord. El primer año del Plan Frontera Sur el número de migrantes centroamericanos detenidos por el gobierno mexicano aumentó 71 por ciento con respecto el año anterior.

La periodista experta en migración, Sonia Nazario, publicó en el diario estadounidense The New York Times que a través de ese programa Estados Unidos ha “subcontratado” el problema de los refugiados a México, el nuevo encargado de impedir que los migrantes lleguen a su frontera.

Centros de derechos humanos como el Fray Matías de Córdova están saturados de trabajo pues, a partir del programa y de las razias aplicadas por Migración en lugares donde era normal la presencia de centroamericanos, ahora encuentran detenidos en estaciones migratorias hasta empresarios guatemaltecos que pasaban como de costumbre a realizar sus compras. O niñas, como la hija de Santa, deportada, violentando su derecho a que revise su caso.

“Ahorita está peor la migración”, dice Santa, siempre sonriente, jugueteando con su nieta. “Y tanto sufrimiento que tuvimos en la cárcel”. Cada vez que Paola tiene la oportunidad de comunicarse a su casa, desesperada le pregunta: “Mami, ¿cómo está mi gorda? Ya no aguanto, ya no quiero estar aquí”. Su bebé ya no toma leche materna. Se alimenta de papillas. Las políticas fronterizas las separan.

“Ofrezco mi vida por la de mi hermano”

CIUDAD HIDALGO, CHIAPAS.- Manuela Elvira Mendoza Ríos suelta gruesos lagrimones, tan largos que abren un camino por sus mejillas y en el mismo impulso bajan por el cuello hasta que desaparecen en su camiseta blanca, la misma que uniforma a todas las mujeres que viajan en este autobús que transporta la Caravana de Madres Migrantes en busca de sus hijos desaparecidos en México.

La veinteañera de Huehuetenango, Guatemala, ocupa el lugar de su mamá que no pudo venir. Carga la foto de Manuel Mendoza, su hermano de 27 años, desaparecido aparentemente en Reynosa, Tamaulipas, apenas el 7 de abril de 2015, hace menos de un año, cuando México todavía estrenaba su estrategia antimigratoria.

“Avisó que esa noche iba a cruzar. Iba a McAllen, Texas. El coyote Ricardo Zacarías Antonio, de Huehuetenango, lo entregó al señor José Julio y a su esposa Yesenia. Los persiguió la migración, no sé de qué lado, y se hundió su lancha”, explica la joven con la boca pintada de rojo, las lágrimas no la despintan.

La palabra que más repite en nuestra charla es culpa. La culpa por no haberle prohibido migrar. La culpa al ver a los hijos de él angustiados porque no se reporta. La culpa al ver a papá y a mamá devastados. La culpa por no poder hacer más por rescatarlo. La culpa por querer morir. La culpa ocupa un asiento entero en este autobús es la reacción ante el sinsentido.

Durante el recorrido de tres semanas con las 32 mamás centroamericanas de la caravana que recorrió Tabasco, Veracruz, Puebla, Distrito Federal, Oaxaca y Chiapas, Manuela Elvira hizo planes mentales para lanzarse por su cuenta a Tamaulipas, hasta la frontera con Texas, para rescatar a su hermano “de donde lo tengan”.

En la travesía conoció todos los embudos que él había superado, los caminos de machetes, razias, asaltos, violaciones y persecuciones, los albergues viejos sobresaturados y los nuevos donde se carece de víveres. Manuel sobrevivió a esa primera etapa. Pero se entrampó en la segunda, la de los caminos controlados por cárteles de la droga coludidos con funcionarios públicos y donde están permitidas las masacres de migrantes, los secuestros masivos, la captura de nuevos esclavos.

La última barrera, esta sí operada directamente por Estados Unidos, consiste en muros, un río embravecido y otra policía más equipada, la Border Patrol.

El rastro de Manuel se le perdió en esa bruma del norte. Ahora Manuela Elvira, la hija soltera de sus padres, la hermana joven de Manuel, quiere ofrecer su vida, inmolarse con tal de que su familia deje de sufrir. Las lágrimas siguen su camino. No paran.

[quote_box_center]Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx [/quote_box_center]

 

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