Lado B
Nor
Por Lado B @ladobemx
31 de octubre, 2014
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Pablo Iñigo Argüelles

Para Dori

En estos días de atardeceres prematuros y de lunas más grandes es cuando el recuerdo de Nor se vuelve todavía más vivo. Será porque recuerdo que la primera ofrenda de Día de Muertos que puse fue junto a ella, cuando era niño. Me acuerdo cómo entró a la casa ese día, con un manojo de crisantemos de dos colores en una mano y flores de cempasúchil en la otra, que pondríamos en el altar improvisado en la sala de la casa, casi puedo oler el incienso y el olor a azar que las hojaldras despedían en medio de una atmósfera casi mística. Cuando quedó lista, Nor se encargó de decirme a la luz de las velas el significado de cada una de las cosas que pusimos en ella y de porqué había que recordar siempre a las personas que “se nos habían adelantado”. Como este, guardo cientos de recuerdos junto a ella.

Durante años Nor fue una figura esencial de mi casa, siempre estaba ahí, en los peores momentos, en lo mejor de la vida de cada uno de mis hermanos, de mi padre y de mi madre. Nor fue una imagen de compañía y de apoyo, sin la cual no podría concebir gran parte de los recuerdos me marcan hasta ahora.

Paso lento y ojos verdes, sonrisa eterna, nunca enojada. Aparentaba quizá muchos más años de los que tenía, o al menos así me parecía, porque desde que tuve noción del mundo, crecí sabiendo que Nor había estado trabajando con mi familia desde mucho antes de que yo naciera. La recuerdo fiel y completamente entregada a todos nosotros, la recuerdo agradecida y preocupada por todo lo que hacíamos mis hermanos y yo. Su voz nos consolaba, así tuviéramos el más mínimo de los problemas. Nor hizo de nuestra familia la suya por completo.

[quote_right]Nor fue una imagen de compañía y de apoyo, sin la cual no podría concebir gran parte de los recuerdos me marcan hasta ahora.[/quote_right]

La primera vez que me despedí de ella no entendía por qué habría de decirle adiós, mi madre sólo me dijo que me despidiera de ella porque se iba a ir por un tiempo y muy lejos. Me puse muy triste, era como si le dijeran a un niño que su madre se iría por un tiempo indefinido y él no supiera qué contestar. Con el tiempo supe que Nor se había ido “al otro lado” para trabajar y buscar el famoso sueño americano. Nor era un alma ligera, y hasta donde sé, pasó la frontera a la primera y sin trabajo alguno.

Pasaron dos largos años, yo ya había cumplido diez, y un buen día, simplemente de sorpresa, cuando regresé de la escuela, Nor estaba en la cocina de la casa, en donde nos habíamos despedido tiempo atrás. Yo no lo podía creer. Recuerdo que salimos al jardín de la casa y la abracé con muchas fuerzas y luego me dijo -Pableras, te tengo un regalo-. Le pregunté con la emoción propia de un niño qué era lo que me había traído. De pronto, de su bolsa sacó una pequeña caja de plástico transparente con un coche de carreras azul a escala. -Toma, es para ti-.

Todavía la piel se me eriza al pensar que Nor nunca me olvidó cuando estuvo trabajando en Los Ángeles, y que cuando vio ese cochecito azul, algo en él le recordó a mí y supo que tenía que llevarlo. Un detalle, de esos que se quedan siempre.

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Después de ese tiempo de haber trabajado en Estados Unidos no se volvió a separar de nosotros ni un día más. Vinieron años de bailes en la cocina, de pláticas y consejos de amor, de compañía, y sobre todo, de comida, porque si Nor disfrutaba algo en su vida, era cocinar. Los chiles en nogada eran sus favoritos, sabías que ya era agosto cuando la casa se llenaba de olor a picadillo y frutas y la cocina se convertía en una zona de guerra con cuchillos y cazuelas por todas partes. Después de los días de reposo necesario para el relleno de los chiles, servía con gran orgullo su platillo barroco adornado con granada roja, aunque en realidad no podías notar si su cara quería expresar una alegría extra o simplemente sonreía tal y  como estaba acostumbrada.

Pero después de tantos años hubo un segunda y última vez que me tuve que despedir de ella, aunque esta vez no se iba a trabajar a ninguna parte, esta vez no sabía que la despedida sería definitiva. Era domingo por la noche, y yo estaba sentado en mi cama practicando unos acordes de guitarra cuando entró a mi cuarto a darme las buenas noches. Ni siquiera la miré a los ojos, era algo habitual que llegara a despedirse, aunque por inercia tal vez, lo único que le contesté fue -Gracias por todo, Nor-. No dijo nada más, sólo que subiría temprano a despertarme. No le contesté.

Al otro día Nor no subió, pensé que se había quedado dormida, no era la primera vez que le pasaba. Me fui a la escuela y el día transcurrió normal, hasta que a la hora de la salida vi a mi padre en la puerta del patio. Me dieron escalofríos porque mi padre jamás había ido por mí a la hora de la salida. Supe entonces que algo había pasado.

No recuerdo lo que siguió ni cómo me lo dijo, lo único que recuerdo fue haber llegado a la casa y ver a mi madre hecha un mar de lágrimas, la cara pálida de mi hermano y mi padre encontrando la forma de decirle a mi hermana por teléfono que Nor no estaría más con nosotros.

Nor dejó de estar de un día para otro, y se fue en un domingo por la noche, hasta eso se salió con la suya, porque no tuvo que vivir otro lunes más de esos que tanto odiaba. Se fue tranquila, aunque injustamente joven, se fue en el momento en que yo empezaba a tener noción de lo importante que ella era en mi vida.

Pienso que cuando morimos dejamos en el mundo un montón de objetos inertes, cosas que pierden toda utilidad al momento en que damos el último respiro. Dejamos la casa minada de significados y recuerdos que estallan al mínimo contacto con las manos y la vista de quienes lloran nuestra ausencia; cuando morimos, dejamos detrás recuerdos en forma de notas musicales y de olores que mantienen viva nuestra presencia en la mente y el corazón de quienes nos quisieron mientras duró la vida. Nor dejó un montón de espacios vacíos, pero también, dejó un pedazo de pastel.

Cuando estuvimos de vuelta en casa después de su funeral, yo todavía no podía asimilar lo rápido que todo había pasado. Hacía tan sólo veinticuatro horas que había estado cenando con Nor en la mesa de la cocina, y ahora ya no estaba más. Tomé un vaso y mientras lo llenaba de agua, me di cuenta que encima de la mesa, debajo de una servilleta, había un pedazo de el pastel de chocolate que Nor había hecho el último viernes. Me dio miedo, sí, me dio miedo estar frente a un pedazo de pastel que había sido hecho por unas manos que ahora faltaban, una manos que ahora no tenían vida.

No se porqué lo hice, pero tomé ese pedazo de pastel y salí al jardín, en el mismo lugar en donde Nor me había dado el cochecito de juguete cuando era un niño todavía. Le quité la servilleta de encima y tomé la rebanada que ya estaba completamente dura entre mis dedos. Lo dudé por un momento, pero al final de todo le di la última mordida. Creo que esa fue verdaderamente la última vez que me despedí de Nor.

Nor se fue sin avisar, sin una advertencia previa; murió en el momento en que ninguno de nosotros lo esperaba. Su muerte fue de esas que llegan repentinas,  y quizá ese haya sido el mayor de los dolores: el hecho de que de un día para otro, Nor simplemente dejó de estar. Nos dedicó su vida, nos dio su tiempo desinteresadamente, nunca reprochó nada, pidió incluso mucho menos de todo lo que siempre mereció.

Nos cuidó, nos consintió y nos regañó cuando debía, pero sobre todo, el que más guardo en mis recuerdos es aquel día que pusimos la ofrenda en la sala de mi casa y me enseñó por qué había de recordar siempre a nuestros difuntos. Nor, sin saberlo, me enseñó muchos años antes cómo habría de recordarla.

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