Lado B
La mala víctima
Melina Romero fue presentada, como muchos otros jóvenes pobres, por sus carencias: ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una "buena adolescente". Confirmada su muerte, hoy no es una buena víctima
Por Lado B @ladobemx
06 de octubre, 2014
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Melina Romero fue presentada, como muchos otros jóvenes pobres, por sus carencias: ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una «buena adolescente». Confirmada su muerte, hoy no es una buena víctima. Para Ileana Arduino, abogada con experiencia en políticas de género, el caso Melina es la consecuencia de modos de relación dominante: vivimos en sociedades que enseñan a las niñas a no ser violadas en lugar de enseñar a los varones a no ser violadores.

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Fotos tomadas de revistaanfibia.com

Ileana Arduino | Revista Anfibia
1. Una niña de 17 años aparece embolsada en plástico negro, sumergida en aguas podridas del conurbano bonaerense, abonando así al rito ya reiterado de cuerpos de mujeres tratados como basura. Como un acto reflejo, la misoginia motorizada por la maquinaria comunicacional hegemónica abusa de su extendida empatía, apunta y dispara, sin rodeos hacia ella (s).
2. Asistimos por estos días al discurso que se concentró en la víctima con oscilaciones más o menos explícitas hacia otra mujer, su madre. La condición policial del padre, que atendiendo el lugar de los hechos y la tradición de crímenes mafiosos que atraviesa a la institución que integra podría habilitar las más diversas especulaciones, fue puesto en la escena mediática al solo efecto de reforzar cuán desobediente, cuán desafiante ha sido esa niña y sus opciones de vida.
3. Ese empecinamiento en culpar a la víctima resurge con un vigor intacto y excede la irresponsabilidad individual o corporativa de quienes lo han expresado. Desde que se ha reconocido a la dimensión simbólica y la expresión mediática como formas de violencia de género, hubo conquistas y avances, pero casos como el de Melina marcan cuán difícil es el camino para la remoción de los dominios del patriarcado. La reinstalación de estos discursos que culpan a la víctima es una oportunidad para insistir respecto de algunas otras cuestiones que suelen quedar opacadas por la violencia del hecho ocurrido y neutralizadas por la provocación discursiva.
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Fotos tomadas de revistaanfibia.com

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4. El mecanismo busca reforzar la idea de que aquellas chicas que asuman lo que en los varones es visto como atributo sean responsabilizadas por ello, por pasar sus días buscando, parafraseando a Lydia Lunch, satisfacción, o peor aún, su satisfacción. No importa si esas son las circunstancias del caso de Melina, pero en todo caso la oportunidad, y lo poco que se sabe acerca de dónde fue vista, fueron desprolijamente amalgamados en una serie de lugares tan comunes como sexistas. A pocos días de sus desaparición, Melina empezó a ocupar la escena bajo una serie de expresiones negativas, muy en línea con esa operación ideológica que reduce la biografía de los y las jóvenes pobres a ser definidos por la carencia, los “Ni Ni”. Ella ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una buena niña, por lo tanto no es hoy una buena víctima.
5. En este punto, basta con tomarse unos minutos para evocar la forma en que Ángeles Rawson, del barrio de Palermo era presentada públicamente para constatar que entre nosotros también es posible encontrar aquella forma diferenciada de tratamiento categorizada con la noción de “víctima blanca” en los Estados Unidos, lo que constituye casi una redundancia. Todo lo que en el perfil público de Ángeles u otras “buenas víctimas” aparece definido como pérdida de oportunidad, como vidas inexplicablemente truncadas, “arrebatadas” se suele decir, en casos como el de Melina, aparecen definidos como carencias, se las presenta como causas, y a ellas como responsables.
6. Esta distinción y el modo en que se refuerzan las diferencias políticamente construidas y discursivamente reforzadas podría apoyarse, con ayuda de Judith Butler, en las nociones de precariedad de la vida y la existencia diferenciada según seamos o no dignos, o dignas, de duelo. Así, en el texto introductorio de “Marcos de la guerra. Las vidas lloradas”, Butler enseña que la precariedad es constitutiva de toda vida mientras que la precaridad es ya una condición política inducida que diferencialmente expone a las personas.
Podríamos aventurar que entre ambas vidas, Angeles y Melina, hay una precariedad compartida en términos de género, que converge con la precariedad diferencial de Melina. Desde la presentación discursiva dominante, algunas pérdidas de vida nos son presentadas como dignas de llanto, mientras muchas otras aparecen condenadas a soportar una exposición diferencial a la violencia y la muerte,  y por lo tanto, a ser sustraídas de la solidaridad empática a través de una hiperdiferenciación entre ellas y nosotros.
Se configuran así escenarios en los que, sin identificación afectiva debido a la ausencia de una “buena víctima”, se  presentan límites para la reacción política. Esta reacción, señala Butler, está asociada al duelo frente a la injusticia o la pérdida insoportable y, en tanto tal, podría conducir a las transformaciones.   Aquí existe un amplísimo abanico de interpretaciones y lecturas posibles acerca de la captura televisiva de los casos. Sólo por plantear una pregunta elemental: ¿qué factores movilizan o paralizan una reacción social más amplia o condena a los casos a licuarse en el olvido?
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Fotos tomadas de revistaanfibia.com

7. Retomando la cuestión desde una perspectiva de género, cuando vemos la intensidad del reproche que le dirigen a Melina y el recorte que sin azar hacen para perfilarla, es casi imposible no evocar el comienzo implacable de “Paradoxia. Diario de una depredadora” donde Lydia Lunch decía: “Los hombres – un hombre, mi padre­- me trastornaron de tal manera que llegué a ser como ellos. Todo lo que adoraba en los hombres, ellos lo despreciaban en mí: indolencia, arrogancia, terquedad, desafecto y crueldad. De naturaleza fría y calculadora, era inmune a todo lo que no fuera mi propio interés. Nunca fui capaz de admitir las repercusiones de mi comportamiento”.
 Ese padre, esos hombres, el patriarcado capitalista o el capitalismo patriarcal en fin, están ahí, operando social y culturalmente la construcción de las niñas como objeto de consumo privilegiado. Y convocándolas explícitamente a construirse bajo la premisa que impone una precoz hipersexualización de las identidades para luego reducirlas a la cosificación más extrema.   Al mismo tiempo, aunque jerarquizados, los varones son, tal como enseña Rita Segato en “Las estructuras elementales de la violencia”, presionados por la moral tradicional y el régimen de estatus a reconducirse todos los días, por la maña o por la fuerza, a su posición de dominación. Ambas trayectorias, por razones distintas, son degradantes.  
8. Cuando resultan exterminadas por el dispositivo sancionador machista, si no logran superar el estándar de la víctima acorde con las expectativas, serán doblemente lapidadas, primero por sus victimarios, luego por el discurso dominante que, tras machacar con que la clave del éxito está en la disposición (para los demás) de sus cuerpos, en la misma operación las condena por eso.   Este último golpe de domesticación es parte indispensable de esa violencia expresiva  y como tal está dirigida a las que escuchan: para que aprendan a ser buenas chicas y vean cuál es el lugar correcto, por dónde circular y por donde no; y si aún las cosas van mal, al menos serán confirmadas como buenas víctimas. Incluso si mueren, podrán ser víctimas perfectas. Claro que si son blancas, ese es un camino menos escabroso.  
9. El entramado de prácticas de sujeción basadas en el género fluctúa entre la invisibilidad de la opresión autoadministrada con la que nos regulamos y esa violencia expresiva que tiene sus vectores en muertes como la de Melina. La reacción despiadada dirigida a responsabilizar a la niña ofrece una música reconocible a quienes ancestralmente estamos inmersos en estructuras sociales en las que la seguridad de lo “femenino”, la preservación del cuerpo de ellas, es una responsabilidad que les es asignada en primer lugar. A diferencia de otros bienes como el de propiedad -que el Estado defiende como bien jurídico incluso si nosotros como titulares nos opusiéramos a que el robo de lo que nos pertenece sea investigado-, el cuidado del cuerpo femenino es, según se nos enseña desde muy pequeñas, tarea primaria de las mujeres.
Ese cuidado está sostenido por un conjunto difuso de represiones, en particular aquellas que son administradas por la vía de la autorregulación y la autocensura basadas en estereotipos, conformándose así una primera malla de dominación hegemónica. Cuando ese tejido no funciona o es desafiado por quienes debieran portarlo, aparece como recurso privilegiado el reflejo de la responsabilizar a la víctima. 
Extracto del texto originalmente publicado en Revista Anfibia. Click aquí para seguir leyendo.
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