Lado B
Migrar, amigo
 
Por Lado B @ladobemx
15 de agosto, 2013
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Emilio Gomagú

Las palabras salen de las bocas y ajustician a distancia otros oídos. Aquella tarde fue así, de golpe, un cachetazo inesperado en tres palabras que me llevaron a toda velocidad por un tobogán insospechado. Cuando uno cree poder huir del mundo y refugiarse en cualquier cosa –un libro, una pintura, una película–, ese redondo insensato vuelve a galope sobre sus seres deformes a recordarte el lugar sobre el que estás parado.

Esto pasó la otra tarde, que sencillamente puede ser cualquier tarde, mientras tomaba un café con leche en un cafetín de San Telmo y una chica se acercó a preguntarme, tímida, si yo era Felipe. Una escena simple y cotidiana, desembarazada de malicia o perversidad aparente, pero como sucede casi siempre, uno nunca sabe lo que sus actos significan para el otro, o como decía mi abuela abogando por su libertad: uno nunca sabe para quién trabaja.

Y en este caso las palabras, aquellas que el poeta sugiere a los poetas dar vuelta, azotar y hacer chillar, ‘dicen siempre lo que dicen y además más y otra cosa’.

Es así que aquella tarde, al lanzar dulcemente su pregunta al viento, ella no sabía que yo iba a ser Felipe pero finalmente fui quien soy, un Emilio más en el mundo –cualquier cosa que eso signifique–; y ella tampoco sabía que su pregunta me llevaría a pensar en todo eso que no fuimos, eso que es apenas lo que sobra de lo poco que somos. En ese instante pensé, por ejemplo, que si mis padres hubieran decidido nombrarme Felipe y no Emilio, hubiéramos podido llevar el encuentro por caminos fantásticos y por siempre desconocidos: yo habría respondido que , que yo era Felipe –pues lo sería, aún siendo otro Felipe del que ella esperaba encontrar–, y con esa timidez de sus ojos abrazados a los míos, habríamos conseguido llegar a algún lugar romántico o carnal antes de que ella descubriera –o yo le confesara–, la verdad de aquel encuentro logrado sin búsqueda. Y aún… quien sabe.

Sea como sea, la pregunta sobre si yo era alguien que casi fui, me llevó a preguntarme sobre esa circunstancialidad de la vida, los nombres y lugares sobre los que nacemos.

‘Somos gratamente los otros’

Es cierto que nacemos encuerados y es un estado maravilloso que repetimos a lo largo de la vida. Pero la verdad es que ya desde salidos a este mundo cargamos un montón de cosas sin saberlo. Cargamos con la forma del universo en ese día justito, por decir lo menos pesado, y así como todo aquello, cargamos también un nombre elegido en nuestra ausencia, ajenos en su proceso de selección y elección al menos, porque claramente nuestros padres o registradores no esperan a vernos para saber si tenemos cara de Diego, de Rodrigo, de Miguel o de Ignacio, sino que ellos nos dan el nombre y el tiempo nos dice –en el mejor de los casos– si llegamos a formar la cara de.

Es decir, nacemos en completo desconocimiento de todo a nuestro alrededor, algunos en circunstancias más accidentales que otros, pero todos en una accidentalidad definitiva.

A dónde con todo eso

Así, ya con un nombre a cuestas, el territorio sobre el que salimos pegando gritos de ese otro mundo fantástico dentro del cuerpo materno nos da, además de una marca, un himno, una bandera y una nacionalidad. Pero esas marcas no son nunca definitivas, pues la vida de cada uno va dando vuelcos inimaginables, a veces imposibles, y a algunos nos llevan a cruzar las fronteras que ese accidente de la vida nos indicó como nuestras, y con ese cruce de fronteras el mundo se abre a nuestros pies, aún cuando la burocracia migratoria se empeñe en atárnoslos.

Migrar- Javier martínez Pedro

Es que pareciera difícil creer la cantidad de barreras que existen para ingresar a un país, y sobre todo a ciertos países, cuando la migración a lo largo del tiempo se ha dado de acá para allá y viceversa, sea donde sea acá y allá. El agua y el viento trajo a los españoles en 1492, pero nuestro parecido con otras culturas obligan a pensar que antes ya habían venido otros y quizá antes otros más, mientras que los nativos habían ido a algún otro lugar, sin duda. Pero sin detenernos a pensar demasiado en eso y acercándonos un poco a los últimos tiempos, vemos cómo los seres humanos vamos y venimos entre países –y dentro de cada país– buscando mejorar nuestras circunstancias.

Persiguiendo esa ilusión muchos cruzan de norte a sur y tantos otros de sur a norte o de este a oeste, enfrentando en ese camino dificultades técnicas, trámites infinitos, trabas laborales, malacaras generales, discriminación y etcéteras ante lo que muchos se desahucian y quedan al borde de alcanzar lo anhelado. Los desembarcos europeos de principios del siglo veinte en tierras americanas, los traslados de americanos a Europa a finales del mismo siglo, o la ‘vuelta’ de los europeos en años más recientes –esta vez desembarcados por la crisis económica en aquel continente–, cuentan como ejemplos claros de ese vaivén trashumante. Sobre aviones o barquitos de papel también nos trasladamos a lo largo y ancho de un mismo continente y tanto más dentro de un mismo país. Las dificultades parecieran ser menores en esos casos, pero abandonar el terruño, la familia y las amistades no es cosa fácil aún teniéndolos a tiro de piedra.

Es entonces cuando las oficinas migratorias y sus trámites se transforman en el purgatorio mismo. La cantidad de gente, las horas de espera, los papeles necesarios: actas, certificados, cartas y más documentos, todos debidamente sellados y apostillados desde el país de origen navegan en un mar de fotocopias sin sentido. Todo puede ser insuficiente si ocurrió algún error en el sistema y resulta que los datos que arroja tu pasaporte indican que saliste del país y nunca más volviste a entrar, aún cuando tengas sellos y tu mismita presencia frente al mostrador indique que sí, que entraste, que estás ahí, que quieres ser legal, hacer las cosas derechas.

Y antes de seguir este sendero quiero dejar bien clarito una cosa: los caminos legales de la migración son insufribles, es cierto; pero los caminos ilegales, que no siempre son tomados sino que aquellos que los transitan generalmente se ven llevados a tomarlos, son el infierno mismo; y vale la pena dejarlo bien claro para después revolcarnos en nuestros leves sinsabores, sin olvidar que nuestro huracán es, a otros ojos, un chubasquito dentro de un vaso con agua.

Migrar amigo

Una vez aclarado esto, quizá vemos más nítidamente que hay muchas maneras de mi(g)rar la vida, y que en el mejor de los casos salir de la patria se hace por elección propia; pero la migración, en estos tiempos, parece darse más por necesidad, por obligación o por riesgo de muerte.

Gloria IP TungHace apenas 37 años, Argentina atravesó una época oscura de dictaduras infames y terroríficas que sigue cicatrizando lenta y dolorosamente. Durante la última dictadura cívico-militar, 1976-1983, además de los más de treinta mil desaparecidos, hubo un gran número de exiliados por el mundo. Testimonios de amenazas, plazos de veinticuatro horas para salir del país, secuestros, torturas. Solamente a México llegaron 5600 asilados políticos, según cifras oficiales –la aclaración es a propósito–, ya que otros datos informan que en esos siete años tuvieron que abandonar el país entre 600 mil y un millón de personas.

Treinta años después vivimos en México otro sufrimiento. Durante los últimos siete años hemos visto cómo nuestra bandera deja de ser tricolor y va tiñéndose casi totalmente de rojo. Los datos más recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi), arrojan un escalofriante número de muertes violentas: 121,683 personas –estos también son datos oficiales y la aclaración vuelve a ser a propósito–. A esta espeluznante cifra hay que agregar los más de cinco mil desaparecidos.

Pero migrar, amigo, en apariencia es otra cosa. También se han dado a conocer cifras a diestra y siniestra de los desplazados por la violencia en México. Es más difícil hacer coincidir estos números que hacer un conteo certero de los votos en las elecciones de los últimos 70 años en el país. Por ejemplo, hasta finales de 2012 se dieron a conocer datos de distintos estudios en los que el número real de desplazados se convierte en un fantasma que baila entre los 230 mil y el millón 600 mil personas. No son números fáciles de digerir y no son datos para tirar al aire y esperar que un viento los aleje de nuestros ojos. Estamos hablando de familias, de hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños.

¿Cuál es la solución?, ¿cómo defenderse de tanta miseria y destrucción, de tanta tristeza y tanta hambre? Es claro que la violencia no es el camino, pero “es necesario darse cuenta –dice Julio Cortázar–, de que la violencia-hambre, la violencia-miseria, la violencia-opresión, la violencia-subdesarrollo, la violencia-tortura, conducen a la violencia-secuestro, a la violencia-terrorismo, a la violencia-guerrilla; y que es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella…”

Hoy vivimos un momento profundamente oscuro, pero no desvelemos en ello. Todo cambio depende de nosotros y, como dicen los zapatistas, lo más oscuro de la noche es antes del amanecer.

yo(Latinoamérica, 1982) Psicólogo, escritor, lector y caminante. Cursó la Maestría en Salud Mental Comunitaria en la Universidad Nacional de Lanús, Argentina (2009). Ha sido colaborador y lo seguirá siendo. Colecciona proyectos que buscan ver la luz. Alguna vez ha hecho teatro, alguna otra radio, alguna más video y foto; la música nunca se le dio, pero le sigue rogando.

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