A las 8.45, hora de Nueva York, del 11 de septiembre de 2001, Stephen Mulderry, un joven estadounidense repleto de sueños, estaba en el trabajo, como de costumbre, en su despacho de la planta 88 en la torre sur del World Trade Center; Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, acólitos saudíes de Osama bin Laden, estaban en sus asientos a bordo del vuelo 77 de American Airlines, un Boeing 757 que había despegado de Washington 25 minutos antes; John O’Neill, recién nombrado jefe de seguridad del World Trade Center, que hasta dos semanas antes había sido jefe de la brigada del FBI especializada en Al Qaeda, se encontraba en su mesa de la planta 34 de la torre norte, donde se estrelló el primer avión a las 8.46.
Todo ello habría podido evitarse. Una torpeza, un fallo de comunicación entre la CIA y el FBI, una pista fundamental que no se pasaron, despejó el camino a los terroristas. En el centro, Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, los dos secuestradores que subieron a su avión en Washington. Si la CIA hubiera transmitido unos datos cruciales que había obtenido a principios de 2000 sobre estos dos hombres a la brigada anti-Al Qaeda de John O’Neill, conocida internamente como I-49, la madre de Stephen Mulderry y todos los demás padres, madres, esposos, esposas, hijos, nietos, familiares y amigos de los miles y miles de personas que han perdido sus vidas como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre quizá no habrían tenido de qué lamentarse.
De acuerdo con tres antiguos miembros de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) que ocuparon puestos importantes en el equipo antiterrorista de 150 personas dirigido por O’Neill, y a los que he entrevistado, existen buenos motivos para creer que si la Agencia Central de Inteligencia, el servicio de espionaje exterior de Estados Unidos, no se hubiera negado a compartir con ellos lo que sabían sobre esta pareja de Al Qaeda, la conspiración del 11 de septiembre se habría desbaratado de raíz. El más vehemente de los tres, pero también el mejor informado sobre los detalles del supuesto error, es Mark Rossini, que fue amigo y hombre de confianza del difunto O’Neill durante los cinco años que este fue el principal perseguidor norteamericano de Al Qaeda. «Iré a la tumba convencido de que habría podido evitarse», dice Rossini. Más comedido se muestra Mark Chidichimo, analista jefe de inteligencia de la unidad sobre Al Qaeda. «Creo que habríamos podido evitar el 11-S si nos hubiéramos pasado mejor la información», dice. «Si nos hubieran hablado de esos dos individuos, el FBI no les habría perdido de vista». Pat D’Amuro, que era el segundo en la cadena de mando tras O’Neill y después dirigió la investigación del FBI sobre el 11-S, dice que, después de la amplia investigación oficial para saber si habría sido posible evitar los atentados, «lo que más destaca -lo único- es esta información concreta sobre esos dos terroristas que la Agencia no nos transmitió». «El pueblo estadounidense», añade D’Amuro, «no sabe lo crucial que fue aquello».
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