Lado B
“Hay que leer de vez en cuando a Platón”
De los poetas en Puebla y su celebración a Eduardo Lizalde
Por Lado B @ladobemx
28 de agosto, 2011
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  • Crónica de la celebración con amigos del poeta Eduardo Lizalde en Puebla

Eduardo Lizalde.

Jaime Mesa

Eduardo Lizalde llega a la sala Rodríguez Alconedo en Casa de Cultura. Un poeta entre su público. Tiene un sobre, gordo, apretado, amarillo, contra su pecho. Son las ocho y diez de la noche. Minutos antes el poeta Alí Calderón me ha dicho: “este es el evento más importante desde que el Tec de Monterrey trajo a José Emilio Pacheco”. Hago memoria. Puede ser.

Entre el público hay pocos narradores, casi ninguno: la mayoría son poetas Saúl Juárez, actual secretario de Cultura y responsable del evento; Julio Eutiquio Sarabia, Mario Bojórquez, Álvaro Solís, Jorge Mendoza, Mario Calderón, además de Gerardo Lino. Veo a Armando Pinto, director de la revista Crítica. Nada más.

Helio Huesca, de pie, escucha atento. Aunque hay asientos prefiere esa posición. Esto se está haciendo costumbre, lo he visto en otros eventos: los músicos se ubican al fondo, no sé por qué. Descreen del mundo, claro. De sus sillas. Del público, de la masa.

La sala está llena: 80 lugares. Afuera, una pantalla comienza su transmisión donde otras 50 personas, aguardan.

Los libros de “El Tigre” (forma cariñosa y enérgica con la que llaman al poeta Lizalde) están dispuestos afuera. La gente se ha adelantado y los compra. Al final, ejemplares sudorosos serán puestos ante el poeta para buscar la dedicatoria. Se augura una larga fila, la prolongación, alegre, del momento en que conduzcan a Lizalde a la cena en su honor.

Marco Antonio Campos, Miguel Maldonado y Mariano Morales, dos poetas y un periodista, harán los honores acompañando a Lizalde en la mesa. “Alguien en el público cuestiona: “oye, pero no era el Tigre el apodo del grupero ese al que mataron?”. Pienso que ésta es una de las razones por las que hay violencia en México.

Luego de la primera entrada triunfal, donde fue fotografiado, Lizalde sale. Adentro, el calor empieza a molestar. La expectativa. Son 8:19 y esos primeros aplausos han dado paso a una sensación de vacío. Hay silbidos, como en el cine, como en las luchas libres. Se estandariza el público, todos son parte de lo mismo. Aquí no funciona eso de que si uno lee poesía adquiere una visión más global y paciente del mundo. El espíritu de las carpas se hace presente.

Ahora sí, el poeta, con una parsimonia de dinosaurio nuevo, entra y se sienta. A la izquierda de El Tigre, Miguel Maldonado; a la derecha Marco Antonio Campos y en el extremo Mariano Morales. Un funcionario, en el podium, hace las presentaciones. Habla de títulos nobiliarios, pronuncia con cautela. Su corbata es verde.

El poeta Saúl Juárez toma la palabra: “Querido Eduardo, amigos, estamos reunidos para celebrar a quien desde mi punto de vista es el poeta más importante de nuestros días”. Juárez recuerda que Lizalde también es cantante, conocedor como pocos de la ópera, pero también ajedrecista. Juárez recuerda el “tiempo poblano” de Lizalde, la preparatoria, la biblioteca La Fragua: “donde fatigó tantos libros”. Habla de fechas: “De su primer libro han transcurrido 56 años”. Y hace énfasis en El tigre en la casa, obra que le dio nombre al poeta. Saúl Juárez elige describir a Lizalde a través de otros grandes: de las “opiniones canónicas” de Carlos Monsiváis: “la principal cualidad de la poesía de Lizalde es la legibilidad (…); la contemplación divertida de las retóricas”; de Octavio Paz: “un hombre, una obra que ha cambiado nuestro paisaje poético”; de Salvador Elizondo: “Abundan en la poesía de Lizalde instantes de lucidez que alternan con figuras del infierno interior”; y de Marco Antonio Campos: “por la vertiente primordial de su poesía ha sido y es el más brillante. El real y único heredero de la poesía maldita”.

Es tiempo de la intervención de Miguel Pérez Maldonado, el más joven de la mesa. Su voz es firme.

Gerardo Lino ha decidido no entrar a la sala. Está de pie. Con su chamarra de pana, su pelo largo y desgarbado, observa. Está dando su juicio fatal hacia todos los “incorporados”.

Miguel Maldonado está diciendo: “Nada en el paisaje poético mexicano se le parece”. “Sus poemas son otro modo de decir: tierra a la vista”.

Miguel Maldonado lee fragmentos de algunos poemas. Selecciona. Lo imagino hace una semana, ayer, hace dos días eligiendo; siendo el dictador imperturbable con la tarea titánica de escoger un puñado de una obra enorme de uno de los pilares más fuertes de la literatura mexicana.

“Pero Lizalde quién es o qué”, alguien pregunta a mis espalda. “El poeta más importante de México. Lizalde es a la poesía, lo que Sada es a la narrativa”, contesto. Falta que alguien diga: “Quién es Daniel Sada” y entonces (repito la idea) la violencia y la barbarie en México estarían explicadas.

El calor. El sudor. Veo un paraguas sostenido con elegancia por una mujer esbelta. Toda la tarde el cielo estuvo nublado, negro, pero dejó ver su azul cinco minutos antes de las ocho de la noche. Así las cosas. Así es la poesía y sus momentos.

“Poeta de caza mayor, Eduardo Lizalde”, termina Miguel Maldonado jugando con otro de los títulos fundamentales.

El lugar está lleno. ¿Es posible que la poesía convoque a tanta gente? Sí. Pero, no de este modo íntimo, magnífico, como un castillo de palabras de mármol y espuma de mar y gruñidos de tigre.

Va el turno para Marco Antonio Campos, agradece, y antes nombra a “poetas jóvenes y amigos”, y hace el recuento. Termina: “No veo a Alí Calderón que por ahí debe estar”. Campos hace un recuento de la etapa política, la disidencia, la integración. “Tendría su equivalencia en el personaje Esteban de El siglo de las luces de Carpentier.” “Un gran poeta es muchos poetas”, recuerda Campos que dijo Lizalde. “Eduardo es también muchos poetas”, dice.

“Cualquier joven que se respete piensa que puede ser vanguardista”, dice Campos. Se nota la amistad, el conocimiento de años entre aquellos dos. Habla de la juventud, de los poemas políticos de Lizalde.

Entre el público se oye la apertura apresurada de cierres de mochila, de apuntes frenéticos de los estudiantes que aprietan libretas, vierten ideas, se regañan por no haber sacado los útiles antes. Sienten que están perdiéndose de un mundo si no lo ponen por escrito. Si dejan escapar ese cosmos nada los redimirá. Al menos, no tendrán apuntes para verse bien en clase.

Marco Antonio Campos sigue: habla de la presencia de los animales, fundamental, en Lizalde. Dice que Lizalde ha dicho que su poesía viene más de Kipling, Salgari, William Saroyan, más que de los poetas.

“El tigre como presencia que marca todo”, dice Marco Antonio Campos.

“Algo sangra, el tigre está cerca”, recita Campos a Lizalde.

A favor del evento: no hay muchos funcionarios entre el público, pocos, cuatro quizá. Los que están realmente son los interesados en poesía.

No puedo dejar de ver al poeta Gerardo Lino, de pensar en sus propios libros, en la manera en que se soba la quijada y sonríe cuando, por fin, Marco Antonio Campos, lo complace. Entonces, Lino baja las manos, y observa. Sigue escuchando, porque desde el principio, lo que sí ha hecho es escuchar.

“El poeta que más utiliza adjetivos”, dice Marco Antonio.

A distancia veo a Lizalde y miro su rostro y sólo puedo ver, oír, su voz en aquella gran grabación. De él leyendo su poesía. Atroz. Grave. Dura. Afilada.

Suena un teléfono. Curioso: es un “cucú, cucú” apagado pero resuelto. Marco Antonio Campos detiene su lectura y dice: “diles que no estoy”. Pocas risas, no por carecer el respetable de humor sino por respeto. Se ha entendido esa sanción a la vulgaridad de un timbre, del olvido y la imprudencia de su dueño.

“Cinco tlacos a un caimán”, cita Campos a Lizalde.

Veo el sombrero y los lentes de Julio Eutiquio Sarabia. Sentado a una fila de la última. Brazos cruzados. Serio. Boca en desfiguro de interés.

“Ni los tiranos más abyectos han caído por la literatura (o la poesía)”, dice Campos que dice Lizalde.

Entre el público hay una sola niña. Está quieta, ocupa una silla pero su cuerpo se inclina hacia el de su madre. Mira un churro de hilos de colores que trae en las manos. “Una nostalgia triste”, se oye en el micrófono. Lo es. La niña, milagrosamente, voltea y me ve. Sus ojos vidriosos. Su madre la abraza.

“… que todos los días se desgarra y lucha en el corazón de todos los hombres”, cierra Campos, de manera grandiosa.

Hay aplausos.

Foto tomada de: deliberacion.org

Un funcionario le da la palabra a Mariano Morales. Pienso: ¿un funcionario concediendo la palabra en un evento de poesía? Si eso sucede, luego entonces, no hay poesía. Pero es Lizalde. Todo, todo, aquí, así, es poesía. Eso es lo que consiguen los poetas mayores con su presencia. Eliminar las grisuras. Dar. Ser generosos.

“¿Creen que pueda salir bien librado?”, pregunta Mariano Morales acomodándose en su silla. No está nervioso. Eso no.

Mariano agradece a los funcionarios, da un pequeño apunte de la trayectoria de Lizalde, y pasa revista a Marco Antonio Campos. “Saludos a Miguel Maldonado y a todos los amigos.”

“Recibí hace un par de días por Facebook un comentario de un amigo que me reclamaba que íbamos a estar muchos en la mesa y no le daríamos tiempo al poeta de hablar o leer”, se disculpa, o ataca, o se defiende. Me gusta la vinculación de las nuevas tecnologías. “Cuando tenemos presencias extraordinarias me hago a un lado. Finalmente ustedes cualquier día me pueden encontrar al bajar de la combi, o del pesero, como dicen allá en el DF”.

Mariano Morales empieza una dinámica que parece interesante: preguntas directas a Lizalde. El primer dardo es: ¿sentimiento o razón?, ¿emoción o pensamiento?. Eduardo Lizalde no oye, o no entiende. Mariano se cambia de lugar, más cerca. “La primera pregunta que yo le hago es” y explica el transfondo de su pregunta. Y vuelve: “¿emoción o pensamiento?”

La voz de Lizalde truena: “Bueno, puedo contestarlo por supuesto. Son las dos cosas”. Y sigue “no se puede hacer filosofía con poemas, ni se puede con versos hacer poesía”.

Sigue Morales: “¿Sexo o escuela literaria?”.

“¿Perdón?”, increpa El Tigre de inmediato. Luego, reflexiona, “bueno, todos los poetas somos miembros y productos de una generación. El trabajo del poeta es facturar algo que no ha sido dicho”, remata.

Sigue Morales: “¿Agua o vino?”.

De nuevo un titubeo. El público ríe, no entiende si es parte del espectáculo, o qué sucede: “¿Cómo?”, dice Lizalde.

“Bueno es el vino, cuando el vino es bueno… pero si el agua es de arroyo puro y cristalino, siempre es mejor el vino”, cita Lizalde. Todos ríen.

Sigue Morales: “¿Paz o Revueltas?”.

“El hombre es una criatura equivocada.” Eduardo Lizalde ha entendido lo que en el momento histórico está más presente, entiende que es la paz, las revueltas, y habla, critica al hombre por ser violento.

Sigue Morales, porque advierte que Lizalde se fue por otro lado. “Maestro, ¿Octavio Paz o José Revueltas?”

“¿Octavio que?”, dice Lizalde, imperturbable. Luego capta. “Eran contemporáneos. Fui amigo de los dos”.

“Muchas gracias”, entonces, dice Mariano Morales. La gente aplaude. Sí, aplaude.

Cada noche tiene su momento estelar. Y el nuestro ha llegado. Le toca hablar a El Tigre. Yo sólo lo he oído en grabaciones, en la televisión. Nunca en vivo. Me emociona volver a oír ese timbre con el que lee, comprometido y apasionado, sus propios poemas.

“Mis amigos han vertido extraordinarios elogios sobre mi poesía.”

Ese eco de la voz de Lizalde. Una caverna en un hombre. Un redoble de guerra en tiempos de paz, pero violenta de igual forma.

“Prefiero leer mis poemas de los años treinta y cuarenta, leerles algunos de los más característicos.”

Pero, antes, hace un par de confesiones. “Yo pensé que El tigre en la casa iba a ser un fracaso tremendo”, dice.

“Hacer un libro sobre el desamor es también hacer un libro sobre el amor”, dice.

“Hacer un libro negro, terrible, deprimente. No puede el hombre renunciar a la esperanza, por más negra que sea su labor literaria”, dice.

Empieza a leer.

A la mitad del poema se detiene, y comenta una anécdota: “Cuando le leí este poema a Juan José Arreola me dijo: ‘Maravilloso verso: “… como a través de un túnel de lodo y miel’; entonces lo interrumpí y le dije: “has hecho una corrección maravillosa porque yo he dicho de lodo y piel”.

“Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses.”

Termina, y la gente aplaude. Ha leído lo más mediático, “me han pedido que lo grabe”, pero no por eso ha perdido su poesía. Sigue. Continúa.

“Es un libro frustrado, me decían mis amigos”, pero la gente aplaude.

“Lo que la gente quiere es que sus amigos poetas, de primera línea, digan que su poema vale”, dice.

El tigre en la casa es un libro violento”, dice Lizalde.

Escucho a un poeta preocupado por el público, por sus lectores, por la recepción de su poesía. “Uno no sabe qué va a pasar.”

Sigue leyendo.

Pienso en los poetas que están presentes. ¿Sienten esto que yo siento? Pienso en lo que sienten y piensan los poetas presentes, buenos, pero no tan buenos como ninguno de los versos que Lizalde pronuncia. ¿Agradecerán esa magnificencia, la admirarán o la envidiarán? Al fin y al cabo, los que están acá, no Lizalde, son humanos. Me gusta imaginarlos en ese juego macabro de saberse menores, de otro tipo, pero no tan altos como el verdadero poeta que está leyendo ahí enfrente. Y no es malo, no es malo saberse así, si el poeta es sabio y humilde.

La niña que me ha visto de manera nostálgica (¿puede un menor mirar de esa manera?) sale con su madre. La sala se ha quedado solamente con adultos. Gente que lee, dicen.

Que alguien haga la cuenta. Son las 9:50 y dos personas más salen. Deben ir a cenar, perderán el transporte, ya llueve, qué se yo, pero se van.

“Porque tú has cometido la vileza espantosa de no existir, todo está permitido”, termina el verso el poeta. Y dice: “este verso glosa la frase de Los hermanos Karamazov: Si dios no existiera todo estaría permitido.”

Ahora Lizalde está cantando, alarga las sílabas finales. Se alegra hablando. Su habla golpeada pero tersa, bella, acunada en su lengua como un niño enorme pero niño aún. El público sonríe.

“Un pecho que levanta.”

“El arca de este cuerpo.”

“Es el feliz dolor que ellos producen sin saberlo.”

“El universo es hueco, está vacío.”

Entonces Lizalde, de nuevo, interrumpe la lectura para contar una anécdota: “Alguna vez una alumna me preguntó: ‘maestro, ¿de dónde sale todo eso, todo ese mundo?’. Yo le respondo: ‘Hay que leer de vez en cuando a Platón’”. Más aplausos. Más furor. Parece que han pasado quince minutos.

En el relato de historias, menciona a Marco Antonio Montes de Oca cuando debería decir Marco Antonio Campos que está a su lado. “Si lo digo una vez más me va a matar mi amigo Antonio Campos”, se ríe El Tigre.

“Madre enorme…” empieza de nuevo Lizalde. “Vieja coyota, nutres y envenenas”.

“Como leones entumidos, al centro, entre los ángeles de la ciudad sin dios”, sigue Lizalde.

Llueve ya.

El calor ya no se siente tanto.

Julio Eutiquio Sarabia se levanta. Camina hacia al fondo de la sala. Se detiene. Pero sigue escuchando, fiel, el ritmo estertóreo del poeta.

Llueve más.

Los cláxones, cosa rara, casi no han interrumpido la lectura. Cosa rara. O, quizá, no nos hemos dado cuenta. Sale un burócrata detrás de una cortina. Ahí ha estado durante toda la lectura.

Pobre. O no. No, pobre no: está escuchando poesía. Está escuchando al maestro Lizalde. Otros, ni eso.

Pero sigue llegando gente. Unos se van, otros llegan. Ahora es una señora, un joven escritor, un periodista al que se le hizo tarde, que traía mal la agenda.

Más aplausos. El burócrata se acerca al podio. Mira a los poetas. Debe parar la lectura. Debe hacerlo. No sabe cómo.

Los jóvenes estudiantes comienzan a sacar sus ejemplares de sus mochilas. Pronto habrá una estampida que comprará libros, cuyos títulos ignora o no, y luego hará fila para la celebración de la tinta y el papel. Esto termina. Es el evento, dicen, más grande que se ha hecho desde que José Emilio Pacheco estuvo en Puebla. Puede ser.

“Muchas gracias por estar aquí, muy amables”, dice Lizalde.

Y si el poeta guarda silencio. Todos debemos guardar silencio.

Otro poeta, Saúl Juárez, se levanta de su asiento y le entrega a El Tigre la Clavis Palafoxianum, el instrumento que permite la entrada al mundo del conocimiento universal, contenido en la biblioteca Palafoxiana, dice.

Esto, el evento. La lectura de poesía. La convivencia con un poeta ha terminado.

Afuera llueve. Claro.

“Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme.”

Sí, es enorme. Eduardo Lizalde es enorme.

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Autor Lado B
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